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– No ha sido la feminidad de Bentley la que la ha llevado hasta donde está -dijo la mujer despacio, casi con desinterés-. Y desde luego tampoco la negrura de Rice. Dentro de cuatro años se derrumbarán. Y no será de un modo especialmente femenino ni ventajoso para las minorías.

– Bueno, bueno…

– Lo que me impresiona de estas mujeres no es su feminidad ni su estirpe de esclavas. Eso lo utilizan, desde luego, le sacan todo el partido que pueden, pero en realidad lo impresionante es que…

Hizo un gesto de dolor e intentó enderezarse en la silla de ruedas.

– ¿Estás bien? -preguntó Inger Johanne.

– Sí, sí. Lo impresionante es que… -se incorporó un poco apoyándose contra los reposabrazos de la silla de ruedas y consiguió girar el cuerpo para acercarse más al respaldo, luego se alisó el jersey sobre el pecho con un gesto ausente-, es que tuvieron que decidirse muy pronto, joder.

– ¿Cómo?

– Decidieron muy pronto trabajar así de duro. Ser así de eficientes. No hacer nunca nada malo. Evitar cualquier error. Que nunca, nunca, las pillaran con las manos en la masa. En realidad es inconcebible.

– Pero si siempre hay algo…, alguna cosa…, incluso George W., que era tan profundamente religioso, también él tenía…

De pronto la mujer de la silla de ruedas sonrió y giró la cara hacia la puerta del salón. Una niña de año y medio aproximadamente asomó por la rendija de la puerta con cara de culpabilidad. La mujer le tendió la mano.

– Ven aquí, bonita. Pero si te ibas a dormir.

– ¿Consigue salir sola de la cuna? -preguntó Inger Johanne con incredulidad.

– La dejamos dormir en nuestra cama. ¡Ven aquí, Ida!

La niña cruzó la habitación y dejó que la subieran al regazo de la mujer. Grandes rizos negros caían en torno a sus mofletes, pero los ojos eran del color azul del hielo, con un pronunciado aro negro en torno al iris. La cría dedicó a la invitada una suave sonrisa de reconocimiento y se acomodó en el regazo de la mujer.

– Es curioso, se parece a ti -dijo Inger Johanne, y se agachó para acariciar las regordetas manos de la niña.

– Sólo en los ojos -dijo la otra-. Por el color. La gente siempre se deja engañar por los colores, y por los ojos.

Volvió a hacerse el silencio entre ellas.

En Washington DC, el aliento de la gente se dibujaba como un vapor gris en la chillona luz de enero. El Chief Justice recibió ayuda para retirarse, su espalda recordó a la de un hechicero en el momento en que lo condujeron con delicadeza hacia el interior del edificio. La Presidenta recién investida sonrió de oreja a oreja y se rebujó en el abrigo color rosa pálido.

Más allá de las ventanas de la calle Kruse, en Oslo, la oscuridad de la noche se estaba cerrando; las calles estaban húmedas y no había nieve.

Un curioso personaje entró en la habitación. Arrastraba marcadamente una de las piernas, como la caricatura de un bandido de una película vieja. Tenía el pelo seco y fino, y alborotado a los cuatro vientos. Las pantorrillas eran como dos rayas de lápiz entre el mandil y las zapatillas de andar por casa con cuadros escoceses.

– Esa cría tendría que estar ya dormida hace mucho -les medio reprendió sin entretenerse en mayores saludos-. En esta casa anda todo manga por hombro. Tiene que dormir en su propia cama, lo he dicho un porrón de veces. Anda, vamos, princesita.

Sin esperar respuesta ni de la mujer de la silla de ruedas ni de la niña, agarró a la cría, se la colocó sobre la cadera dolorida y volvió cojeando por donde había venido.

– Cómo me gustaría a mí tener un factótum como ella -suspiró Inger Johanne.

– Tiene sus ventajas y sus inconvenientes.

Volvieron a quedarse en silencio. Ahora la CNN alternaba entre los diversos comentaristas y cortes de imágenes del podio donde la elite política estaba a punto de capitular ante el frío y prepararse para la celebración más fastuosa de la investidura de un Presidente que jamás se hubiera visto en la capital norteamericana. Los demócratas habían alcanzado sus tres objetivos. Habían derrotado a un Presidente que se presentaba a la reelección, cosa que ya era toda una proeza, habían ganado con mayor margen del que nadie se había atrevido a esperar y, además, habían triunfado con una mujer a la cabeza. Nada de esto iba a pasar desapercibido; en la pantalla de la televisión brillaban las imágenes de las estrellas de Hollywood que, o bien ya estaban alojadas en la ciudad, o bien estaban por llegar esa misma tarde. Durante todo el fin de semana, la ciudad estaría enfrascada en las festividades y los fuegos artificiales. La Madame Président iría de fiesta en fiesta, recibiendo ovaciones y pronunciando interminables discursos de agradecimiento a sus colaboradores, y por el camino probablemente cambiaría incontables veces de atuendo. Entre tanto, tendría que ir premiando a quienes se lo merecían con puestos y posiciones, tendría que evaluar las aportaciones y las donaciones a la campaña, valorar la lealtad y calcular la eficiencia, decepcionar a muchos y alegrar a unos pocos, como habían hecho cuarenta y tres hombres antes que ella durante los 230 años de existencia de la nación.

– ¿Se consigue dormir después de algo así?

– ¿Disculpa?

– ¿Crees que esta noche conseguirá dormir? -preguntó Inger Johanne.

– Qué rara eres -le sonrió la otra mujer-. Claro que dormirá. No se llega adonde está ella si no se duerme bien. Es una guerrera, Inger Johanne, no te dejes engañar por su esbelta figura y por sus ropas de mujer.

Cuando la señora de la silla de ruedas apagó la televisión se pudo oír una nana desde las profundidades del apartamento.

– Ai-ai-ai-ai-ai-Boff-Boff.

Inger Johanne ahogó una risa:

– Mis niñas se hubieran muerto de miedo con eso.

La otra maniobró la silla de ruedas hasta una mesita y cogió una taza. Le dio un sorbo, arrugó la nariz y volvió a dejar la taza.

– Me tendré que ir a casa -dijo Inger Johanne casi como una pregunta.

– Sí -dijo la otra-. Tendrás que irte.

– Muchas gracias por la ayuda. Por todo lo que me has ayudado durante estos meses.

– No hay gran cosa que agradecer.

Inger Johanne se restregó ligeramente las lumbares antes de colocarse la indomable melena detrás de las orejas y enderezarse las gafas con un fino dedo índice.

– Sí que lo hay -dijo.

– La verdad es que creo que vas a tener que aprender a vivir con toda esa historia. No se puede hacer nada contra el hecho de que esa mujer exista.

– Amenazó a mis hijas. Es peligrosa. Por lo menos al hablar contigo, y ver que me tomas en serio y que me crees…, me resulta más fácil de llevar.

– Ya ha pasado casi un año -dijo la mujer de la silla de ruedas-. El año pasado fue cuando la cosa se puso seria. Lo de este invierno…, sinceramente, creo que te está… tomando el pelo.

– ¿Tomando el pelo?

– Está avivando tu curiosidad. Eres una persona muy curiosa, Inger Johanne. Por eso eres investigadora. Es la curiosidad la que te mete en investigaciones con las que, en realidad, no quieres tener nada que ver, hace que a toda costa tengas que llegar al fondo de la cuestión de lo que esta mujer quiere de ti. Fue tu curiosidad la que… te trajo hasta mí. Y es…

– Me tengo que ir -la interrumpió Inger Johanne, la boca se abrió en una rápida sonrisa-. No tiene sentido repasarlo todo una vez más. Pero gracias, en todo caso. Ya me apaño para encontrar la salida.

Se quedó quieta un momento. Cayó en la cuenta de lo hermosa que era aquella mujer. Era esbelta, rozando la delgadez. Tenía la cara ovalada, con unos ojos tan extraños como los de la niña: azules como el hielo, con una claridad casi carente de color, y con un ancho aro negro azabache rodeando el iris. Tenía una boca bonita y rodeada de diminutas y hermosas arrugas que delataban que como mínimo pasaba de los cuarenta. Iba elegantemente vestida, con un jersey de cachemira azul claro con escote de pico y con unos vaqueros que era probable que no hubiera comprado en Noruega. En torno al cuello llevaba un sencillo diamante de gran tamaño que se mecía levemente.