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– Así que puede que la Policía no haya estado aquí abajo -dijo Silje despacio-. En las horas posteriores al secuestro, quiero decir.

– No…

De nuevo parecía no estar seguro de cuál era la contestación que quería, la miró fijamente sin encontrar respuesta.

– Bueno, toda la planta estaba cerrada. Para bajar aquí en ascensor hay que usar la llave. Los huéspedes no pueden merodear por aquí abajo, como entenderá. El equipo técnico y… Bueno, ya me entiende. El Secret Service tenía llave, claro, pero nadie más. Bueno, nadie más que yo y aquellos empleados que…

– ¿La inspección se hizo conforme a estos planos? -preguntó Silje Sørensen agarrando el papel que asomaba de su bolso.

– No. Ésos son los planos originales. Nosotros usamos los más recientes, en los que está incluida la reforma de la suite presidencial. Pero el plano del sótano sigue como ha estado siempre, así que la planta que tienes ahí… -Señaló hacia su bolso-. Es igual. El sótano. En las dos versiones.

– ¿Y ninguna de las dos incluye esta puerta? -preguntó Silje una vez más, como si la cosa fuera demasiado mala para ser cierta.

– Nosotros colaboramos completamente con la Policía -aseguró el director técnico-. Una colaboración buena y estrecha, tanto antes como después del secuestro.

«Por Dios -pensó Silje, que tragó saliva-. Éramos demasiados. Demasiada gente implicada. Se formó un caos. El sótano estaba bloqueado y cerrado. Según los planos no hay ninguna salida. Estaban buscando una vía de escape y era todo un caos. No encontramos esta puerta porque no la estábamos buscando.»

– ¿Me puedo ir ya a casa? -suplicó Ali Khurram, que seguía a unos metros de distancia, pegado a la pared-. Ya me puedo ir, ¿no?

– La gente como tú no deja de sorprenderme -dijo Silje Sørensen con rabia, sin quitarle la mirada de encima al hombre compungido-. No entendéis nada, ¿verdad? ¿Crees de verdad que puedes cometer los delitos que te dé la gana y luego volver a casa con la señora como si nada? ¿Lo crees de verdad?

Dio un paso hacia él. Ali Khurram no dijo nada. En su lugar miró al policía. El espigado hombre se llamaba Khalid Mushtak; dos años antes se había licenciado en la academia de Policía como número uno de su promoción. Sus ojos se estrecharon y la nuez delató que tragaba saliva. Pero no dijo nada.

– Con gente como tú -se apresuró a decir Silje, haciendo unas grandes comillas en el aire-. No me refería a gente como tú. Me refería… Me refería a la gente que no se ha aprendido nuestro sistema, que no entiende cómo…

Se interrumpió a sí misma. El único sonido que se oía era el homogéneo zumbido de unos enormes tubos de ventilación que había en el techo. El director técnico por fin había dejado de sonreír. Ali Khurram había dejado de gimotear. Khalid Mushtak miraba fijamente a la subinspectora sin decir una sola palabra.

– Lo siento -dijo al fin Silje Sørensen-. Lo siento. Acabo de decir una gran tontería.

Le tendió la mano al policía.

Él no la cogió.

– No es a mí a quien le tienes que pedir perdón -dijo sin entonación en la voz, y le puso las esposas al arrestado-. Es a este tipo de aquí. Pero vas a tener muchas ocasiones para hacerlo. Apuesto a que va a estar un tiempo detenido.

La sonrisa que le dedicó cuando cerró las esposas no era ni fría ni irónica. Era compasiva.

Silje Sørensen no recordaba la última vez que se había sentido como una completa idiota. Aunque era aún peor que hubiera una vía de escape en el hotel Opera sobre la que nadie sabía nada, aparte de un agente del Secret Service que se había quitado la vida.

«Probablemente por vergüenza», pensó, notando cómo ella mismo se sonrojaba.

Sin embargo, lo peor de todo era que les hubiera llevado día y medio encontrarla.

– Puta puerta -murmuró la mujer, aunque ella nunca decía tacos. Subió por la escalera detrás de las anchas espaldas de Khalid Mushtak-. Nos ha llevado cuarenta horas encontrar una maldita puerta. ¿Qué otras cosas no habremos encontrado aún?

Capítulo 29

– Una puerta. Se ha encontrado una puerta.

Warren Scifford se puso la mano sobre los ojos. Daba la impresión de tener el pelo húmedo, como si se lo acabara de lavar. Había cambiado el traje por unos vaqueros y una holgada sudadera azul oscuro. Sobre el pecho ponía Yale con grandes letras. Los botines parecían ser de auténtica piel de serpiente. Con aquella ropa parecía mayor que con el traje. La incipiente piel colgante del cuello se hacía más visible con el jersey suelto. La piel morena ya no provocaba una impresión de salud y buena forma. Al contrario, con aquella ropa juvenil, toda su figura adquiría un aire forzado, que se veía intensificado por el hecho de que el color de la piel tenía un tono oscuro que resultaba artificial en aquella época del año. Mantenía una pierna cruzada sobre la otra, y la punta de la bota que quedaba encima se columpiaba nerviosamente. Por añadidura, casi daba la impresión de que estaba a punto de quedarse dormido, tenía el codo apoyado sobre el reposabrazos y estaba más tumbado que sentado en la silla.

– Una puerta que está demostrado que inspeccionó el Secret Service -dijo Yngvar Stubø-. Lo hizo Jeffrey Hunter. ¿Cuándo descubristeis que había desaparecido?

Warren Scifford se enderezó despacio. Hasta ese momento, Yngvar no se había dado cuenta de que se había hecho un feo corte, la sangre había empapado una tirita junto a su oreja izquierda. El olor del aftershave era algo fuerte.

– Dijo que estaba enfermo -respondió finalmente el estadounidense.

– ¿Cuándo?

– La mañana del 16 de mayo.

– ¿Así que ya estaba aquí antes de que la presidenta llegara a Noruega?

– Sí. Era el responsable principal de cerciorarse de la seguridad del hotel. Llegó el 13 de mayo.

El comisario jefe Bastesen removía su café, mientras estudiaba fascinado el remolino en la taza.

– Yo creía que esos tipos eran completamente insobornables -murmuró en noruego-. No me extraña que hayamos estado atascados.

– Pardon me -dijo Warren Scifford visiblemente irritado.

– Así que dijo que estaba enfermo. -Yngvar se apresuró a intervenir-. Tenía que ser algo bastante serio, ¿no? Eso de que el principal responsable de la seguridad del edificio donde se va a alojar la presidenta se dé de baja doce horas antes de su llegada tiene que ser muy poco habitual. Yo supondría…

– El Secret Service tenía gente de sobra -lo interrumpió Warren-. Además, todo estaba ya encaminado. El hotel había sido inspeccionado, los planes estaban trazados, parte del hotel había sido clausurado y el protocolo había sido decidido. El Secret Service nunca hace chapuzas. Tiene las espaldas guardadas para casi todo, por muy impensable que sea.

– En este caso sí que habrá que decir que se ha hecho una chapuza -dijo Yngvar-. Cuando uno de vuestros propios agentes especiales colabora en el secuestro de la presidenta de Estados Unidos.

La habitación quedó en silencio. El jefe de Vigilancia, Peter Salhus, desenroscó la tapa de una botella de Coca-Cola. Terje Bastesen, por fin, había dejado la taza.

– Esto nos parece muy serio -dijo finalmente, intentando atrapar la mirada del norteamericano-. En un punto muy temprano de la investigación tenéis que haber entendido que uno de los vuestros estaba implicado. Que no nos lo…

– No -lo interrumpió Warren con brusquedad-. No sabíamos…

Se contuvo. Volvió a pasarse la mano por los ojos. Daba la impresión de que los ocultaba adrede.

– El Secret Service no se dio cuenta de que Jeffrey Hunter había desaparecido hasta ayer por la tarde -dijo tras una pausa tan dilatada que a un secretario le había dado tiempo de traer aún otra pizza templada, además de una caja con botellas de agua-. Tenían otras cosas en qué pensar. Y sí, la enfermedad parecía seria. Prolapso. El hombre no se podía mover. Intentaron atiborrarlo de calmantes la mañana del 16 de mayo, pero no fue capaz de levantarse de la cama.