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– Da la impresión de que ellos mismos se pueden encargar del trabajo -dijo Anna Birkeland con sequedad-. Por otra parte, espero que nadie más escuche tu… pesimismo, por decirlo así. La verdad es que estoy un pelín preocupada. Tú no sueles…

Se interrumpió a sí misma y Peter Salhus también calló, con los ojos fijos en la pantalla del televisor. El violento exabrupto no le pegaba. Al contrario; cuando dos años antes le nombraron jefe de vigilancia, fue precisamente la calma y el carácter amable del hombre los que posibilitaron que alguien con un pasado en el Ejército fuera aceptado como jefe de un servicio cuya historia estaba repleta de vergonzosas cicatrices. Las airadas protestas de la izquierda se calmaron un poco cuando Salhus pudo mostrar un pasado en las juventudes socialistas. Entró en el Ejército con diecinueve años para «desenmascarar el imperialismo norteamericano», como explicó sonriente en una entrevista que retransmitieron por la televisión. Cuando luego cambió de tercio y durante minuto y medio justificó su labor con gran seriedad y trazó una imagen amenazante que la mayoría podía reconocer, el asunto estuvo prácticamente resuelto. Peter Salhus cambió el uniforme por el traje y se mudó a los locales del SSP, si no por aclamación, al menos con apoyo político transversal. Caía bien a sus empleados y era respetado por sus colegas extranjeros. Con su corte de pelo militar de pocos milímetros y su barba canosa, despertaba una confianza masculina y antigua. Aunque resultara paradójico, Peter Salhus era un jefe de vigilancia bastante popular.

Y Anna Birkeland no le reconocía en absoluto.

La luz del techo se reflejaba sobre su calva sudorosa. El cuerpo se columpiaba hacia delante y atrás, al parecer sin que él mismo se percatara de ello. Cuando Anna Birkeland le miró las manos, vio que tenía los puños cerrados.

– ¿Qué pasa? -preguntó, como si en realidad no quisiera obtener una respuesta.

– Esto no es buena idea.

– ¿Por qué no has detenido todo el asunto? Si estás tan preocupado como pareces, deberías haber…

– Lo he intentado, lo sabes muy bien.

Anna Birkeland se levantó y se acercó a la ventana. La primavera no tenía demasiada presencia en la pálida luz de la tarde. Posó la palma de la mano contra el cristal y se formó un breve contorno de vaho que desapareció al instante.

– Tenías tus reservas, Peter. Bosquejaste posibilidades y aportaste objeciones. Eso no es lo mismo que intentar parar algo.

– Vivimos en una democracia -dijo. A Anna le pareció que la voz estaba exenta de ironía-. Son los políticos quienes deciden. En contextos como éstos, yo no soy más que un miserable consejero. Si hubiera podido decidir yo…

– ¿Le habríamos impedido la entrada a todo el mundo?

Él se volvió bruscamente.

– A todo el mundo -repitió ella, ahora más alto-. ¿A todo el mundo que amenace este idílico pueblo que lleva el nombre de Noruega?

– Sí -dijo él-, tal vez.

Su sonrisa resultaba difícil de interpretar. En la pantalla del televisor, la Presidenta era conducida desde el colosal avión hasta una suerte de escenario improvisado. Un hombre vestido de oscuro manipulaba el micrófono.

– Cuando estuvo aquí Bill Clinton salió todo muy bien -dijo ella mordisqueándose una uña-. Se paseó por la ciudad, se tomó unas cervezas y saludó a diestro y siniestro. Incluso fue a una pastelería. Y no tenía ni cita ni plan.

– Pero eso era antes.

– ¿Antes?

– Antes del 11 de Septiembre.

Anna se volvió a sentar. Con las manos abiertas se levantó la melena por la nuca. Luego agachó la mirada y tomó aire para decir algo, aunque lo que salió fue un sonoro suspiro. Del pasillo llegaban risas que se alejaban hacia el ascensor con pasos rápidos. La Presidenta ya había finalizado su breve discurso desde el mudo televisor.

– Ahora el responsable de su seguridad es el Distrito Policial de Oslo -dijo finalmente-. Así que, en sentido estricto, la visita presidencial no es problema tuyo. Nuestro, quiero decir. Además… -hizo un movimiento de manos señalando el archivador bajo el televisor- no hemos encontrado nada. Ningún movimiento, nada de actividad. Ni entre los grupos que ya conocemos aquí en el país ni en las zonas limítrofes. Nada de lo que hemos recibido desde fuera indica que esto vaya a ser más que una visita muy agradable… -la voz adquirió la entonación de una presentadora de los telediarios- de una Presidenta que quiere honrar a su país de origen, Noruega, que además es un buen aliado de Estados Unidos. Nada indica que alguien tenga otros planes al respecto.

– Lo cual resulta bastante llamativo, ¿no? Esto es…

Se interrumpió. La Madame Président entraba en una limusina negra. Una mujer de manos rapidísimas la ayudaba con el abrigo, que se había quedado colgando fuera del coche y estaba a punto de quedarse enganchado con la puerta. El primer ministro noruego sonreía y saludaba a las cámaras, con cierto exceso de entusiasmo infantil ante la magnífica visita.

– Es el objeto de odio número uno de todo el mundo -dijo él señalando la pantalla con la cabeza-. Sabemos que no pasa un solo día sin que se tracen planes para quitarle la vida a esa señora. Ni un puto día. En Estados Unidos, en Europa, en Oriente Medio, en todas partes.

Anna Birkeland se sorbió los mocos y se restregó la nariz con el dedo índice.

– Eso lleva haciéndose mucho tiempo, Peter. Se hace con mucha gente más, aparte de con ella. Nuestros colegas por todo el mundo descubren constantemente cosas así, cuando denuncian ilegalidades para que no se conviertan en realidades. Ellos tienen el mejor servicio de seguridad de todo el mundo y…

– Sobre eso litigan los letrados -la interrumpió él.

– … y la organización policial más efectiva del mundo -continuó ella sin inmutarse-. Creo que no deberías perder el sueño preocupándote por la Presidenta de Estados Unidos, la verdad.

Peter Salhus se levantó y presionó con su enorme dedo el botón de apagar en el momento en que la cámara hacía un zoom para sacar un primer plano de la pequeña bandera de Estados Unidos que iba enganchada a un lado del capó del coche. El coche aceleró y la bandera ondeó en rojo, blanco y azul.

La pantalla quedó en negro.

– No es por ella por quien me preocupo -aclaró Peter Salhus-. En realidad no.

– La verdad es que no sé adónde quieres ir a parar -dijo Anna, con ostensible impaciencia-. Yo me largo. Ya sabes dónde encontrarme si necesitas algo.

Cogió una gruesa carpeta de documentos del suelo, enderezó la espalda y se dirigió hacia la puerta. Con la mano sobre el pomo y la puerta entreabierta, se volvió hacia él y preguntó:

– Si no es por Bentley por quien estás preocupado, ¿por quién?

Peter Salhus ladeó la cabeza y frunció las cejas, como si no estuviera seguro de haber oído la pregunta.

– Por nosotros -dijo brusca y tajantemente-. Me preocupo por lo que nos pueda pasar a nosotros.

El pomo estaba frío contra la palma de su mano. Lo soltó La puerta se cerró despacio.

– No a nosotros dos -sonrió mirando hacia la ventana, sabía que ella se estaba sonrojando y no quería verlo-. Estoy preocupado por… -sus manazas dibujaron un gran círculo irregular en la nada-: Noruega -dijo, y por fin la miró a los ojos-. ¿Qué coño le va a pasar a Noruega como esto salga mal?

Anna no estaba segura de entender lo que quería decir.

Capítulo 2

Por fin Madame Président estaba sola.

El dolor se aferraba a la parte posterior de su cabeza, como hacía siempre tras un día como aquél. Se sentó con cuidado en un sillón de color crema. El dolor era un viejo conocido que se pasaba por ahí cada dos por tres. Los medicamentos no la ayudaban, quizá porque nunca le había confesado su defecto a ningún médico y por ello nunca había utilizado más que fármacos sin receta. El dolor de cabeza le venía por la noche, cuando ya había pasado todo y por fin habría podido quitarse los zapatos de dos patadas, colocar las piernas en alto y leer un libro, tal vez, o simplemente cerrar los ojos para no tener que pensar en nada en absoluto antes de que llegara el sueño. Pero no podía ser. Tenía que sentarse, un poco reclinada, con los brazos separados del cuerpo y los pies bien plantados en el suelo. Tenía los ojos medio cerrados, nunca del todo: la rojiza oscuridad tras los párpados incrementaba su dolor. Precisaba un poco de luz. Un poquitito de luz a través de las pestañas. Los brazos relajados con las manos abiertas. El tronco relajado. En la medida de lo posible, tenía que desviar la atención desde la cabeza hasta los pies, que presionaba contra la moqueta con toda la fuerza de que era capaz. Una y otra vez, al ritmo del pulso lento. No pensar. No cerrar los ojos del todo. Presionar los pies hacia abajo. Una vez más, y aún otra.