Pero era un detalle elegante.
Como el estudio de sonido en uno de los mejores barrios de Oslo. Había llevado mucho tiempo encontrarlo, pero era absolutamente perfecto. Un trastero en un sótano, abandonado y aislado en sentido doble, en una zona en la que la gente apenas registraba lo que hacían los vecinos mientras no llamaran la atención y se tuviera el suficiente dinero como para ser uno de ellos. Como es obvio, lo mejor hubiera sido que Jeffrey Hunter matara a la presidenta antes de encerrarla. A Abdallah ni se le había pasado por la cabeza. Si ya habían sido necesarios medios muy duros para conseguir que el agente del Secret Service contribuyera al secuestro del sujeto a cuya protección había consagrado su vida, hubiera sido imposible conseguir que matara a su propia presidenta.
«Lo posible es siempre lo mejor», pensó Abdallah, y el estudio de sonido pareció la opción correcta. Haberse trasladado lejos, al campo, habría sido muy arriesgado: cuanto más tiempo pasara antes de que encerraran a la presidenta, más peligro corría todo el proyecto.
Aquello salió como debía.
La CNN seguía emitiendo noticias sobre el secuestro y sus consecuencias, sólo interrumpidas una vez a la hora por boletines de otras noticias, que en el fondo no interesaban a nadie. En aquellos momentos, la discusión versaba en torno a la bolsa de Nueva York, que en las últimas dos jornadas había caído estrepitosamente. Aunque la mayoría de los analistas pensaban que la caída en picado era una reacción hipernerviosa a una crisis aguda y que no continuaría cayendo de modo tan abrupto, todos sentían una profunda preocupación. Sobre todo porque el precio del petróleo subía de un modo inversamente proporcional. En las esferas políticas corrían rumores sobre el rapidísimo enfriamiento de las ya tensas relaciones entre Estados Unidos y los mayores productores de petróleo de Oriente Medio. No necesitaba estar especialmente informado respecto a la política para entender que el Gobierno de Estados Unidos, en sus investigaciones del secuestro de la presidenta, centraba la atención sobre los países árabes. Las persistentes afirmaciones sobre que el punto de mira se concentraba en Arabia Saudi e Irán habían provocado una intensa actividad en la diplomacia de ambos países. Hacía tres días, antes de la desaparición de Helen Bentley, el precio del petróleo estaba en 47 dólares por barril. Un hombre mayor, con nariz aguileña y título de catedrático, clavó su rabiosa mirada en el presentador y declaró: «Seventy five dollars within a few days. That's my prediction. A hundred in a couple of weeks if this doesn't cool down».
Abdallah bebió más agua. Se le vertió un poco y parte del líquido gélido cayó sobre su pecho desnudo. Se estremeció y su sonrisa se amplió aún más.
Un hombre mucho más joven intentó señalar que Noruega también era una nación petrolera. Como tal, este pequeño país rico, situado en las afueras de Europa, ganaría muchos millones con la desaparición de la presidenta.
El humor de Abdallah no empeoró con la tensa situación que surgió en el estudio. Un consejero sénior del banco central norteamericano le dio al jovenzuelo una lección de unos treinta segundos. Aunque si se miraba de modo aislado era cierto que Noruega ganaría con el alza del precio del petróleo, sin embargo la economía del país estaba tan integrada y era tan dependiente de la economía global que el desplome de la bolsa de Nueva York, que evidentemente ya había afectado a las bolsas de gran parte del mundo, supondría una absoluta catástrofe para ellos.
El joven se obligó a sonreír y echó un vistazo a sus apuntes.
«Estos son los verdaderos valores norteamericanos -pensó Abdallah-. El consumo. Nos estamos acercando.»
Tras dieciséis años en Occidente, seis de ellos en Inglaterra y diez en Estados Unidos, le seguía sorprendiendo escuchar a gente, por lo demás educada, hablando de los valores estadounidenses como si realmente creyera que eran la familia, la paz y la democracia. Durante la campaña electoral del año anterior, el tema había ocupado un lugar central; la cuestión de los valores era el único billete de Bush hacia la reelección. Con un pueblo que ya se estaba empezando a cansar de la guerra y que en el fondo estaba abierto a un presidente que los pudiera sacar de Irak, con tal de que mantuviera la honra colectiva, George W. Bush intentó convertir en una cuestión de valores la sangrienta, fracasada y aparentemente eterna guerra en Irak. El hecho de que cada vez más jóvenes norteamericanos retornaran a casa en un ataúd cubierto con la bandera se transformó en un sacrificio necesario para la salvaguarda de la «idea norteamericana». La constante lucha por la paz, la libertad y la democracia en un país que a la mayoría de los estadounidenses no les importaba lo más mínimo, y que se encontraba a miles de kilómetros de la ciudad norteamericana más cercana, se transformó en la retórica de Bush en la lucha por la conservación de los valores norteamericanos más importantes.
La gente le había creído durante mucho tiempo. Demasiado. Eso empezaron a sentir cuando Helen Lardahl Bentley apareció en la campaña electoral ofreciéndoles una alternativa mejor. El hecho de que más tarde se demostrara que salir de ese infierno en el que se había convertido Irak era bastante más complicado de lo que había creído y defendido la candidata Bentley era otra cuestión. Estados Unidos todavía mantenía sus tropas en Irak, pero Bentley ya había sido elegida.
Abdallah se tumbó en la cama. Cogió el mando a distancia y bajó un poco el sonido. Ahora habían pasado la conexión al equipo de la CNN en Oslo, que parecía haberse instalado en una especie de jardín en el que se veía al fondo un alargado edificio con aires de los países del este europeo.
Cerró los ojos y recordó.
Abdallah recordaba la decisiva discusión como si hubiera tenido lugar la semana anterior.
Fue durante la época de Stanford, en una fiesta en la que, como siempre, se mantenía al margen de los acontecimientos y, con una botella de agua mineral, miraba con los ojos medio cerrados a los norteamericanos que montaban jaleo, reían, bailaban y bebían. Lo llamaron cuatro chicos que estaban sentados en torno a una mesa repleta de botellas de cerveza, tanto vacías como medio llenas. Él acudió vacilando.
– Abdallah -dijo uno de ellos riéndose-. Tú que eres tan jodidamente listo, y que no eres de aquí, ¡siéntate, hombre! ¡Toma una cerveza!
– No, gracias -había respondido Abdallah.
– Pero escucha -insistió el chico-. Aquí Danny, que además es un puto comunista, si me preguntas a mí…
Los demás rugieron de risa. El propio Danny sonrió y se colocó la desaliñada cabellera detrás de la oreja, a la vez que alzaba la botella de cerveza en una especie de brindis sin fuerza.
– Éste sostiene que todo eso que se dice sobre los valores estadounidenses no es más que bullshit. Dice que nos importa una mierda la paz, la familia, la democracia, el derecho a defendernos con armas… -A su memoria se le acabaron los valores centrales y dudó un momento antes de agitar su botella de cerveza-. Whatever. Danny-boy sostiene que…
El chico hipó. Abdallah recordaba que se quería ir, que quería salir de allí. Aquél no era su sitio, del mismo modo que en realidad nunca se le incluyó en nada en territorio estadounidense.
– Dice que nosotros, los norteamericanos, en el fondo sólo necesitamos tres cosas -dijo el chico tirando de la manga de la chaqueta de Abdallah-. Que son el derecho a ir en coche adonde nos dé la gana, cuando nos dé la gana y por poco dinero…