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Los demás se rieron tan alto que otra gente empezó a acercarse para comprobar lo que pasaba.

– Y luego el derecho a ir de compras adonde te dé la gana, cuando te dé la gana y por poco dinero…

Dos de los chicos se habían tirado al suelo y se agarraban la tripa con un ataque de risa. Alguien había bajado un poco la música; en torno a Abdallah se había formado un grupito que intentaba averiguar qué es lo que estaba provocando que aquellos estudiantes de segundo curso casi se murieran de risa.

– Y la tercera es… -gritó el chico intentando que los otros lo acompañaran.

– Ver la tele cuando nos dé la gana, ver lo que nos dé la gana y por poco dinero -corearon los tres.

Varios se rieron. Alguien volvió a subir la música, aún más alto que antes. Danny se había levantado. Hizo una reverencia profunda y elocuente, con un brazo pegado a la tripa y la mano izquierda en torno a la botella de cerveza.

– ¿Y tú qué dices, Abdallah? ¿Así es como somos, o qué?

Sin embargo, Abdallah ya no estaba allí. Se había retirado sin que nadie lo notara, entre las chicas risueñas y borrachas que lanzaban miradas de curiosidad a su cuerpo y que le hicieron volver a casa antes de lo que tenía planeado.

Aquello fue en 1979; nunca lo había olvidado.

Danny había dado en el blanco.

Abdallah tenía hambre. Nunca comía por la noche, no era bueno para la digestión. Pero en ese momento notaba que tenía que comer algo para tener alguna oportunidad de seguir durmiendo. Cogió un teléfono que estaba empotrado en la cama. Abdallah dio una orden en voz baja y colgó.

Volvió a recostarse en la cama con las manos cruzadas detrás de la nuca.

Danny-boy, un agudo estudiante melenudo y poco aseado, había visto la realidad con tanta claridad que sin saberlo le había proporcionado a Abdallah la fórmula que emplearía un cuarto de siglo más tarde.

Abdallah al-Rahman conocía la historia de la guerra. Al verse obligado a entrar tan pronto en el gran imperio comercial de su padre, la carrera militar había quedado descartada. Pero soñaba constantemente con la vida de soldado, especialmente cuando era más joven. Durante un periodo había leído hasta la saciedad a viejos generales. Sobre todo le fascinaba el arte de la guerra chino. Y el más grande de los grandes era Sun Tzu.

Siempre tenía cerca de la cama un ejemplar bellamente encuadernado de El arte de la guerra, un libro de más de 2.500 años de antigüedad.

Lo cogió y empezó a hojearlo. Había hecho que se lo tradujeran al árabe. El libro que sostenía en la mano era uno de los tres ejemplares que había mandado hacer. Todos eran posesión suya.

«Lo mejor es conservar intacto el estado del enemigo. Destruirlo es sólo lo segundo mejor. Librar cien batallas y obtener cien victorias no es la suprema eficacia. No luchar y, de todos modos, dominar las fuerzas del enemigo es la obra del eficiente», leyó.

Pasó la mano por encima del grueso papel hecho a mano. Luego cerró el libro y lo dejó delicadamente en su sitio habitual.

Osama, su viejo compañero de la infancia, sólo quería destruir. El propio Bin Laden pensaba haber ganado el 11-S, pero Abdallah sabía que se equivocaba. La catástrofe de Manhattan fue una tremenda derrota. No destruyó a Estados Unidos, se limitó a transformar el país.

A peor.

Abdallah había notado las consecuencias con amargura. Más de dos millones de dólares de su fortuna habían sido bloqueados inmediatamente en bancos norteamericanos. Le había llevado varios años e increíbles cantidades de dinero liberar la mayor parte del capital, pero las secuelas con el parón total y duradero de sus dinámicas compañías habían sido catastróficas.

No obstante, consiguió superarlo. Su dinastía comercial era ecléctica, tenía muchos pies sobre los que apoyarse. Hasta cierto punto, las pérdidas en Estados Unidos se habían podido compensar por medio del alza del precio del petróleo y las exitosas inversiones en otras partes del mundo.

Abdallah era un hombre paciente, cuyos negocios iban por delante de todo lo demás, a excepción de sus hijos. Pasó el tiempo. La economía norteamericana no podía mantenerse separada eternamente de los intereses árabes. No podía soportarlo. A pesar de que después del año 2001 había empleado varios años en retirarse del mercado estadounidense, apenas un año antes había concluido que había llegado el momento de volver a apostar por el país. Esta vez la apuesta era más alta, más arriesgada y más importante que nunca.

Helen Bentley era su oportunidad. Aunque nunca confiaba del todo en un occidental, había percibido cierta fuerza en sus ojos, algo distinto, la ráfaga de una decencia por la que había decidido apostar. En noviembre de 2004, Helen Bentley parecía encaminarse hacia la victoria y parecía una persona razonable. El hecho de que fuera mujer nunca le importó. Al contrario, al abandonar la reunión había sentido una admiración involuntaria por aquella señora fuerte y brillante.

Lo traicionó una semana antes de las elecciones, porque vio que era necesario ganar.

El arte de la guerra era destruir sin luchar.

Intentar luchar contra Estados Unidos al modo tradicional era inútil. Abdallah comprendió que los norteamericanos sólo tenían un enemigo reaclass="underline" ellos mismos.

«Si a un estadounidense medio le quitas el coche, las compras y la televisión, le quitas las ganas de vivir», pensó. Apagó la pantalla de plasma. Por un momento volvió a ver ante sus ojos a Danny en Stanford, con una sonrisa torcida y la botella de cerveza en la mano: un norteamericano que se comprendía a sí mismo.

«Si le quitas a un norteamericano las ganas de vivir, se pone furioso. Y la furia sube desde abajo, desde el individuo, desde el agotado, desde aquel que trabaja cincuenta horas a la semana y que aun así no puede permitirse tener más sueños que los que emanan de la pantalla del televisor.»

Así pensaba Abdallah. Cerró los ojos.

«En ese caso no cierran filas, en ese caso no dirigen su furia contra los otros, los que están ahí afuera, los que no son como nosotros y no nos quieren mal. En ese caso empiezan a morder hacia arriba. Se levantan contra los suyos. Dirigen su agresividad contra quienes son responsables de todo el asunto, del sistema, responsables de que las cosas funcionen y los coches anden y siga habiendo sueños a los que aferrarse en una vida, por lo demás, triste. Y allí arriba lo que hay es caos. El general supremo ha desaparecido y sus soldados dan vueltas sin dirección ni objetivos, sin liderazgo, en el vacío que surge cuando el líder no está ni vivo ni muerto. Simplemente está desaparecido. Un golpe en la cabeza que los deja aturdidos. Después el golpe mortal contra el cuerpo. Elemental y efectivo.»

Abdallah alzó la vista. El criado entró silenciosamente con una bandeja. Dejó junto a la cama fruta, queso, un pan redondo y una jarra con zumo de naranja. Se fue con un breve saludo de la cabeza. No había dicho nada y Abdallah no le había dado las gracias.

Faltaba día y medio.

Jueves, 19 de Mayo de 2005

Capítulo 1

Helen Lardahl Bentley abrió los ojos; al principio no era capaz de recordar dónde estaba.

Se sentía incómoda. Tenía la mano derecha aprisionada bajo la mejilla y se había quedado dormida. Se incorporó con cuidado. Tenía el cuerpo entumecido y tuvo que agitar un poco el brazo para despertarlo. Al cerrar los ojos a causa de un mareo repentino, recordó lo que había pasado.

El mareo se calmó. Aún sentía la cabeza rara y ligera, pero tras estirar con cuidado los brazos y las piernas, se dio cuenta de que no podía tener lesiones graves. Incluso la herida de la sien parecía estar mejor; al pasarse los dedos por el chichón sintió que era más pequeño que cuando se durmió.

¿Se durmió?

Lo último que recordaba era haberle estrechado la mano a la mujer inválida. Le había prometido…