En consideración a la seguridad nacional.
Al final añadió, con una pequeña sonrisa, que alcanzar semejante meta llevaría tiempo, como era obvio, y que exigiría una gran voluntad política. Entre otras cosas porque George W. Bush había apostado fuertemente por la venta a intereses árabes, en un documento interno que mostró durante unos segundos a las cámaras antes de volverlo a dejar sobre la mesa y estirar la mano en dirección al moderador. Había terminado.
Helen Lardahl Bentley ganó el debate con un once por ciento de ventaja. La semana siguiente se convirtió en Madame Président, como había soñado durante veinte años. Justo después, Warren Scifford se convirtió en el líder de la nueva BS-Unit.
El puesto de director no era una recompensa.
El reloj de pulsera sí.
Y él había abusado de ella. La había engañado con su propia declaración de amistad eterna.
Verus amicus rara avis. Había resultado ser más cierto de lo que ella se imaginaba.
Se dirigió a la puerta y la abrió con cuidado. Efectivamente, había allí una pila de ropa doblada. Se agachó con la rapidez que le permitía su dolorido cuerpo, cogió la pila y cerró la puerta. Luego echó el pestillo.
La ropa interior era nueva. Aún tenía las etiquetas. Se anotó el considerado gesto antes de ponerse las braguitas y el sostén. El pantalón vaquero también parecía nuevo y le sentaba como un guante. Cuando se puso el jersey de cachemira azul pálido, con cuello de pico, sintió pinchazos en las muñecas.
Permaneció mirándose en el espejo. El sistema de ventilación había eliminado ya la mayor parte de la humedad y la temperatura de la habitación ya había descendido varios grados desde que salió de la ducha cinco minutos antes. Por una vieja costumbre, pensó por un momento en maquillarse. Junto al lavabo, había una caja japonesa abierta y llena de cosméticos.
Rechazó la idea. Todavía tenía la boca hinchada y la grieta del labio inferior tendría una pinta horrible con pintalabios.
Muchos años antes, durante el primer periodo como presidente de Bill Clinton, Hillary Rodham Clinton había invitado a Helen Bentley a almorzar. Era la primera vez que se veían en «circunstancias más personales». Helen recordaba perfectamente lo nerviosa que se había puesto. Hacía sólo unas semanas que había asumido su cargo como senadora y ya tenía suficiente quehacer con aprender los usos y las costumbres que una insignificante y joven senadora tenía que dominar para sobrevivir más de unas horas en Capitol Hill. El almuerzo con la primera dama fue de ensueño. Hillary era tan cercana, atenta e interesante como sostenían sus mayores partidarios. La arrogancia, frialdad y carácter calculador que le atribuían sus detractores estaban completamente ausentes. Era evidente que quería algo, todo el mundo en Washington siempre quería algo, pero ante todo, Helen Bentley tuvo la sensación de que Hillary Rodham Clinton quería su bien. Quería que se sintiera segura en su nueva vida. Si la senadora Bentley era además tan amable de leer un documento que trataba sobre una reforma sanitaria para mejorar las condiciones del norteamericano medio, la primera dama se pondría muy contenta.
Helen Bentley lo recordaba perfectamente.
Cuando se levantaron después de la comida, Hillary Clinton miró discretamente el reloj, le dio un beso formal en la mejilla y le estrechó la mano.
– Una cosa más -dijo sin soltarle la mano-. En este mundo no se puede confiar en nadie, salvo en una persona: en tu marido. Mientras sea tu marido, es el único que siempre quiere lo mejor para ti. El único en quien puedes confiar. No lo olvides nunca.
Helen nunca lo había olvidado.
El 19 de agosto de 1998, Bill Clinton admitió haber engañado a todo el mundo, incluida su esposa. Un par de semanas más tarde, Helen se encontró por casualidad con Hillary Clinton, en un pasillo del ala oeste de la Casa Blanca. La primera dama acababa de volver de Martha's Vineyard, donde la familia se había refugiado durante aquella época terrible. Se había detenido, había cogido su mano y la había estrechado entre las suyas, igual que durante su primer encuentro muchos años antes. A Helen no se le ocurrió otra cosa que decir:
– I'm sorry, Hillary. I'm trully sorry for you and Chelsea.
La señora Clinton no dijo nada. Tenía los ojos enrojecidos y la boca le temblaba. Se forzó a sonreír, asintió con la cabeza y soltó su mano, antes de seguir su camino, erguida y orgullosa, con una mirada que se enfrentaba a cualquiera que se atreviera a mirarla.
Helen Lardahl Bentley nunca había olvidado el consejo de la esposa del presidente, pero no lo había seguido. Helen no podía vivir sin confiar en nadie. Y desde luego no podía embarcarse en el largo camino hacia la presidencia de Estados Unidos sin confiar plenamente en un puñado de colaboradores, un grupo exclusivo de buenos amigos que querían su bien.
Warren Scifford había sido uno de ellos.
Siempre le había creído. Pero mentía. La había traicionado y la mentira era más grande que ella misma.
Porque no debería saber lo que decía en la carta que sabían los troyanos. Nadie lo sabía. Ni siquiera Christopher. Era su secreto, su carga, y la había llevado durante más de veinte años.
Todo el asunto era completamente incomprensible y sólo el pánico, ese miedo atroz y paralizante que la invadió cuando Jeffrey Hunter le enseñó la carta, le había impedido darse cuenta en ese momento.
Warren mentía. Algo iba mal.
Nadie podía saberlo.
Tenía la sensación de tener los dientes cubiertos por una piel de terciopelo, y tenía mal sabor de boca. Miró a su alrededor en el baño. Entonces lo vio, junto al espejo. Hanne Wilhelmsen le había sacado un vaso, con un cepillo de dientes nuevo y un tubo de pasta dentífrica medio lleno. Tuvo dificultades para romper el plástico transparente y se cortó, pero consiguió sacar el cepillo.
La presidenta Bentley mostró los dientes en el espejo.
– You bastard -murmuró-. ¡Que te lleve el diablo, Warren Scifford! ¡Hay un sitio especial en el infierno para la gente como tú!
Capítulo 2
Warren Scifford se sentía realmente mal.
Palpó en la oscuridad buscando el teléfono móvil, que tocaba una versión mecánica de algo que imitaba el canto de un gallo. El jaleo no se acallaba. Azorado, se incorporó en la cama. Se le había vuelto a olvidar correr las cortinas antes de acostarse, pero el albor al otro lado de la ventana no le proporcionaba información sobre la hora que era.
El canto del gallo aumentó de volumen y Warren maldijo mientras rebuscaba por la mesilla. Por fin vio el teléfono. La pantalla indicaba las 05.07. Debía de haberse caído al suelo durante las escasas tres horas de sueño que había tenido. No podía entender que se hubiera equivocado así al poner la alarma. La idea era despertarse a las siete y cinco.
Falló un par de veces antes de conseguir apagar el teléfono. Abatido, se volvió a tumbar en la cama. Cerró los ojos, pero enseguida se dio cuenta de que no podría dormir. Sus pensamientos colisionaban y daban vueltas en un caos que le imposibilitaría dormir. Se levantó resignado, se metió en la ducha y permaneció allí casi un cuarto de hora. Si no podía descansar, al menos debía lavarse hasta alcanzar una especie de vigilia.
Se secó y se puso unos calzoncillos y una camiseta.
Le llevó poco tiempo instalar la oficina portátil. No encendió la lámpara del techo y cerró las cortinas. La lámpara de la mesilla y la del escritorio le proporcionaban luz suficiente para trabajar. Cuando todo estuvo listo, llenó el hervidor de agua y se reclinó contra la estantería mientras esperaba a que el agua hirviera. Por un momento pensó en tomar café, pero parecía tan viejo y tan carente de aroma que en su lugar cogió una bolsita de té y la soltó dentro de una taza que llenó hasta el borde con agua hirviendo.