El carácter cerrado y escéptico del hermano también había marcado el aspecto físico del chico. Adquirió una mirada oblicua del mundo, una actitud apesadumbrada que hacía que la gente se preguntara si los estaba escuchando. Además caminaba un poco torcido, como si siempre estuviera en guardia contra alguna forma de agresión y quisiera tener ya un hombro preparado para defenderse.
Sin embargo, sus caras eran increíblemente parecidas, aunque la madre nunca los había confundido. Nunca lo habría hecho, pensó Al Muffet, y giró el pomo de la puerta con cuidado.
Si de verdad lo hubiera hecho, porque minutos antes de morir no veía ni pensaba con claridad, podría ser una catástrofe.
La habitación estaba a oscuras. Al permaneció quieto unos segundos para que los ojos se acostumbraran.
El contorno de la cama se dibujaba contra la pared. Fayed estaba tumbado boca abajo, una pierna asomaba por fuera del borde de la cama y tenía la mano izquierda aprisionada debajo de la cabeza. Roncaba débil y homogéneamente.
Al se sacó una pequeña linterna del bolsillo de la camisa. Antes de encenderla constató que la maleta del hermano estaba sobre una cómoda baja junto a la puerta del cuarto de baño más pequeño de la casa.
Cubría parte del haz de luz con la mano, pero el pequeño hilo de luminosidad restante permitió a Al ir hasta la maleta sin tropezar con nada.
Estaba cerrada.
Lo intentó de nuevo, pero el cierre de combinación no se dejaba abrir.
Fayed roncó más alto y se dio la vuelta en la cama. Al se quedó completamente quieto. Ni siquiera se atrevió a apagar la linterna. Permaneció varios minutos escuchando la respiración de su hermano, que volvía a ser lenta y rítmica.
La maleta era una Samsonite normal de tamaño medio.
«Un cierre de combinación normal», pensó Al, que rotó los números hasta formar la fecha del cumpleaños de su hermano. Un cierre normal puede tener la combinación más normal de todas.
Clic.
Repitió la combinación en el cierre izquierdo. La tapa se abrió. La levantó despacio, sin hacer ruido. La maleta contenía ropa. Dos jerséis, un pantalón, varios calzoncillos y tres pares de calcetines. Todo estaba minuciosamente doblado. Al introdujo la mano debajo de la ropa y la apartó.
En el fondo de la maleta había ocho teléfonos móviles, un ordenador y una agenda.
Al pensó que nadie necesita ocho teléfonos móviles a no ser que viva de venderlos. Sintió cómo se le aceleraba el pulso. Todos los teléfonos estaban apagados, por un momento se sintió tentado de llevarse el ordenador para estudiarlo, pero renunció a la idea. Lo más probable era que estuviera lleno de claves que no conseguiría adivinar y el riesgo de que su hermano se despertara antes de que le diera tiempo a devolverlo era demasiado grande.
La agenda estaba encuadernada con piel negra. Estaba cerrada con una hebilla con un botón, que al mismo tiempo sostenía un bolígrafo de lujo. Al se metió la linterna en la boca, dirigió la luz contra el libro y lo abrió.
Era una agenda normal. Las páginas de la izquierda estaban divididas en columnas para los primeros tres días de la semana, los otro cuatro aparecían en el lado derecho. La columna del domingo era más pequeña que las demás y, por lo que Al podía apreciar, su hermano nunca tenía citas los domingos.
Fue hojeando sin hacer ruido. Las citas no le decían gran cosa, aparte de que su hermano era un hombre muy ocupado, pero eso ya lo sabía de antes.
Un repentino impulso le llevó a mirar los calendarios anuales comprimidos, con una sola línea por cada día, en un papel más grande y desplegable. En su propia agenda estaban al final, pero al parecer a su hermano le parecía más útil colocarlo en la parte de delante. Fayed había conservado los ejemplares de los cinco últimos años. Los días de guardar estaban elegantemente marcados. En el año 2003, la familia de Fayed había celebrado el 4 de julio en Sandy Hook. El Labor Day de 2004, lo pasaron en Cape Cod, en casa de una gente que se llamaba Collies.
El 11-S estaba marcado con una estrella de color negro azabache.
Al se dio cuenta de que estaba sudando, aunque hacía fresco en la habitación. Su hermano seguía profundamente dormido. Los dedos le temblaron cuando pasó las hojas hasta la fecha de la muerte de su madre. Al ver lo que había escrito su hermano allí, por fin tuvo la certeza.
Sus ojos descansaron unos segundos sobre lo escrito. Luego cerró la agenda y la volvió a colocar en su sitio. Las manos ya no le temblaban y trabajaba con agilidad. Cerró la tapa de la maleta y ajustó los cierres.
Fue de hurtadillas hasta la puerta, tan silenciosamente como había entrado. Allí se quedó de pie. Miraba a la figura que dormía en la cama, del mismo modo en que lo había contemplado tantas veces durante la infancia, desde su propia cama, cuando no conseguía dormir por las noches. El recuerdo era muy vivo. Después de los largos días en tierra de nadie en la guerra entre los padres y Fayed, Ali a veces se sentaba en la cama y miraba cómo la espalda de su hermano se elevaba y descendía en el otro rincón de la habitación. Algunas veces pasaba varias horas despierto. Otras lloraba en silencio. Lo único que quería, en realidad, era entender a su rebelde hermano mayor, al incontrolable y difícil adolescente que siempre enfurecía a su padre y desesperaba a su madre.
Al Muffet sintió tanta tristeza como entonces, al mirar a su hermano dormido desde la puerta. En algún momento del pasado había querido a Fayed. Hasta este momento no había entendido que ya no quedaba ningún vínculo entre ellos. No sabía cuándo había sucedido, en qué momento se había roto todo.
Tal vez fue cuando murió la madre.
Cerró la puerta delicadamente tras de sí. Tenía que pensar. Tenía que averiguar qué sabía el hermano sobre el secuestro de Helen Lardahl Bentley.
Capítulo 4
– ¿Algo nuevo?
Inger Johanne Vik se giró hacia Helen Lardahl Bentley y sonrió al bajar el volumen del televisor.
– La acabo de encender. Hanne ha tenido que acostarse un rato. Buenos días, por cierto. Qué aspecto tan…
Inger Johanne se calló, se sonrojó levemente y se levantó. Se pasó las manos por el pecho de la camisa. Las migas del desayuno de Ragnhild cayeron al suelo.
– Madame Président -dijo, y se detuvo a sí misma cuando estaba a punto de hacer una reverencia.
– Olvida las formalidades -se apresuró a decir Helen Bentley-. Esto es lo que podemos llamar una situación completamente extraordinaria, ¿no te parece? Llámame Helen.
Ya no tenía los labios tan hinchados y era capaz de sonreír. Todavía estaba un poco amoratada, pero la ducha y la ropa limpia habían hecho maravillas.
– ¿Tenéis algún cubo o productos de limpieza en algún sitio? -preguntó Bentley mirando a su alrededor-. Me gustaría limpiar… los daños ahí dentro.
Con una mano fina señaló el salón con el sofá rojo.
– Ah, bueno -dijo Inger Johanne con ligereza-. Olvídalo. Marry ya lo ha arreglado. Creo que hay que mandar algo al tinte, pero…
– Marry -repitió Helen Bentley mecánicamente-. La asistenta.
Inger Johanne asintió con la cabeza. La presidenta se acercó.
– ¿Y tú eres? Lo siento, pero anoche creo que no estaba del todo…
– Inger Johanne Vik. Inger Johanne Vik.
– Inger -probó a decir la presidenta, tendiéndole la mano-. Y la pequeña es…
Ragnhild estaba sentada en el suelo con la tapa de una cacerola, un cazo y una caja de Duplo. Emitía risueños sonidos.
– Mi hija -sonrió Inger Johanne-. Se llama Ragnhild. Por lo general la llamamos Agni, porque así es como se llama ella a sí misma.
La mano de la presidenta estaba seca y caliente; Inger Johanne la sostuvo en la suya más de lo necesario.
– ¿Es esto una especie de…? -Helen Bentley parecía temer ofender a alguien y vaciló-. ¿Casa compartida?