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A bordo del Pasteur. Marzo 17. Por la tarde. Últimamente el carácter de Emilia empeoró. A su lado padezco un régimen de contrariedades y vejaciones capaz de acabar con la salud de cualquiera. Tengo que dejarla. Se pondrá triste cuando se lo anuncie: de eso estoy seguro; y también de que al ver su tristeza, mi determinación va a debilitarse. Para no volverme atrás, desde el barco, telegrafío a un abogado, el doctor Sívori, y le pido que tramite mi separación.

19 de marzo, a la noche. A bordo del Pasteur. Golfo de Santa Catalina. Mar picado. En piyamas, descalzos, preparamos las valijas. En la de Emilia no caben las cosas compradas en Río y en la tienda de abordo; cuando quiere ponerlas en mi valija, le digo: «Por favor, en la mía no pongas nada. Yo no voy a casa». «¿A dónde vas?» «A un hotel.» «¿Qué me estás diciendo?» «Que no voy a casa.» «¿Por qué?» «Porque me separo. Ya telegrafié al doctor Sívori.» Este anuncio la afecta más de lo que pude prever. Palidece tanto que me alarmo. No pestañea, mantiene los ojos muy abiertos, abre la boca. Antes de que yo pueda evitarlo, se tira a mis pies, los besa y repite ininterrumpidamente: «Nunca volveré a ser mala. Perdón. Nunca volveré a ser mala… Perdón»… Para que se calme, la tomo en brazos y, cuando quiero acordarme, nos acostamos. Después retoma el llanto y el pedido de que la perdone. Me avengo a perdonarla, por último, y a seguir con ella y a telegrafiar a Sívori («Nos reconciliamos»). Emilia me susurra al oído: «Para los que se quieren, no hay nada que no se arregle entre las sábanas». De verla tan contenta me creo feliz.

EPÍLOGO

Sin pensarlo mucho me largué al departamento de la calle Chilavert, que mi amigo alquiló después de la segunda ruptura. Como en la entrada no había nadie y arriba no me abrieron, deduje que no era ahí. Tuve que buscar un rato, para encontrar al encargado. «No», confirmó el hombre, «no es acá», y siguió conversando con unos electricistas. Antes de que le preguntara nada, desapareció con los electricistas por una escalera que baja al sótano.

Yo no sabía qué hacer. Desde un teléfono público llamé a Mileo. Me dijo: «Está en la casa de ella. Por eso no voy». Le contesté: «Yo sí, aunque te entiendo perfectamente».

La casa de la mujer queda en Palermo Chico. Al entrar, casi digo en voz alta: «Qué velorio más triste». Una reflexión absurda. Conversaban animadamente la mujer y unas parientas o amigas. Callaron al verme; la mujer sollozó. Recuerdo tan sólo que atravesé el cuarto, para despedirme de Lucio. Pobre, me pareció que descansaba a gusto, en su ataúd.

F.B.

Bajo el agua

Cuando sané, por fin, de la hepatitis, el médico me recomendó que por unos días me fuera a las sierras, a la costa o al campo, a cualquier parte donde estuviera tranquilo y respirase aire puro. Tomé el teléfono y anuncié a la señora de Pons que sólo el 20 de mayo tendría lista la escritura. Thompson me dijo:

– Pero, Martelli, ¿por qué te comprometes a estar acá en una fecha determinada? Yo me ocupo de la escritura…

– ¿Sabes lo que pasa? La señora…

– ¿Es de tu ramillete de viejas exclusivas? Entre la clientela de la escribanía Thompson y Martelli hay unas cuantas señoras que sólo confían en mí.

– El 20 estoy de vuelta. Mientras tanto ya veré.

– Si no te asusta la soledad, podrías ir a mi casa en el lago Quillén: un lugar bastante lindo. No pasarás hambre porque la casera, una señora Fredrich, tiene buena mano para la cocina. Lo que lamento es no acompañarte.

– ¡Un lago en el Sur! -exclamé-. ¡Ha de ser maravilloso! pero, perdoname, voy a hacer mi pregunta de maniático: ¿hay pesca?

– Varias clases de salmones y de truchas, cavas, hasta pejerreyes…

Una tarde, poco antes del crepúsculo, llegué al Quillén. Me sentía cansado, algo débil y con frío. Los Andes, el lago, el bosque, la vegetación verdísima, me comunicaron un estado de jubiloso recogimiento; pero el aire fresco, a pesar de la mucha ropa, destemplaba mi piel, así que no tardé en golpear a la puerta de una casa (la única a la vista) hecha de troncos y que parecía meterse en el lago. Se asomó una señora, peinada con raya al medio y de abultados pechos, que plácidamente dijo:

– ¿El escribano Aldo Martelli? Estaba esperándolo.

Entramos en un cuarto amplio, donde había una chimenea encendida. Con verdadera ansiedad me arrimé al fuego y extendí las manos abiertas. De buena gana hubiera seguido mirando cómo ardían los troncos, pero la señora preguntó:

– ¿Llevo su valija a la pieza?

Le dije que no se molestara, empuñé la valija y seguí a la señora. Al ver en mi cuarto una piel de puma junto a la cama, un escritorio, una ventana que daba al lago, me dije: «Voy a estar bien». Me acerqué a la ventana, eché una mirada al paisaje y, como sentía un poco de frío, volví al living. Al rato la señora me sirvió una excelente comida, que me reanimó. Todavía recuerdo nuestra conversación. Le dije:

– Desde la ventana de mi cuarto se ve, sobre el lago, bastante lejos, una casa de troncos, parecida a ésta, pero con piso alto. Está habitada, o por lo menos de la chimenea sale humo. ¿Quién vive ahí?

– El doctor Salmón -contestó-. Un médico.

– Excelente noticia. Un médico a mano siempre es una tranquilidad. Un médico rural, mejor todavía, porque en lugar de ordenar placas y análisis, lo cura a uno.

– A éste lo tienen por eminencia -la señora hizo una pausa-, pero practicar no practica.

– Hay poca gente a la redonda.

– No es ésa la cuestión. Para este médico la gente no cuenta. Cuentan los salmones.

Me apresuré a contestar:

– Para mí también. ¿Hay pesca?

– Claro, y un bote a motor.

Al rato me acosté, porque el sueño me cerraba los ojos. Ya en cama, me pregunté si tenía suficientes mantas. Pensé que sí, que no valía la pena buscar a la señora, para que me diera un refuerzo. Esperaba que paulatinamente el cuerpo entrara en calor. Esto ocurría, aunque no de un modo tan indudable como yo deseaba. Me pregunté si esa leve falta de calor no acabaría por resfriarme y engriparme. También me pregunté: «Alejarme tanto de la civilización, después de mi enfermedad ¿no habrá sido un error gravísimo? Lugares como éste son para individuos jóvenes, con salud de hierro». Desde luego, la señora Fredrich no tenía nada de joven, pero una cosa era el recién llegado y otra el habitante que estuvo siempre en el lugar. «Qué error morirme en el Quillén.»