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Desde luego, no pasaban juntos las horas que Chantal dedicaba al partido ecologista; pero después, con toda franqueza, la muchacha le contaba vicisitudes de la campaña contra la fábrica paterna. En una ocasión comentó que activistas del sindicato obrero mandaban cartas amenazadoras.

– ¿A quién? -preguntó Maceira.

– A mí, es claro. Y al pobre tío Benjamín, como llamo a Languellerie.

Aunque no faltaban justificadas alarmas, tanto por las amenazas de las cartas como por la acumulación de gastos, aquélla fue una época feliz. Maceira llegó a sentirse un poco asombrado por el desarrollo triunfal de su vida.

– Como comprenderás, yo no podía reconocerlo.

– No comprendo.

– Por superstición, es claro. Soy más supersticioso que un artista y pensé que admitir mi buena estrella iba a traerme mala suerte. Que tuve suerte, la tuve -sentenció, aparentemente olvidado de su código supersticioso-. ¿O te parece que exagero? Querido por una mujer tan linda como rica, dispuesta siempre a darme pruebas de su preferencia y a contar, a quien quisiera oírla, sus planes para cuando nos casáramos… Mi único temor, es claro, era que la boda no llegara a tiempo. Quiero decir, antes de que se me acabaran los francos. Lo cierto es que la pura casualidad me brindó a esa mujer espléndida en todo sentido. Si me dijeran lo que gasté solamente en nafta para el Delahaye de Chantal, caigo muerto.

Compensaciones no le faltaban. La muchacha le prestaba el auto para que a la noche volviera a su hotel. Por tarde que fuera, al volante de ese Delahaye, de doce cilindros, no se apuraba, porque se veía como «el gran favorito del destino» y quería gozar conscientemente de la situación.

Si recapacitaba comprendía que los agradables momentos que estaban viviendo lo llevarían fatalmente al triunfo o a la derrota; al matrimonio o a la falta de fondos y la retirada: lo que llegara primero. Un hecho imprevisto cambió las cosas.

Habían pasado la tarde en una hostería de Saint Albin (o quizá de otro pueblo de nombre parecido). Cuando caía la tarde se asomaron a la ventana, para mirar el lago antes de irse.

– No es tan grande como el de Aix o el de Annecy, pero a mí me gusta más -dijo Chantal-. Por lo salvaje, a lo mejor.

Asintió Maceira, aunque no tenía opinión al respecto. «Debe de ser muy lindo» se dijo «pero me parece menos alegre que los otros.» Lo flanqueaba una montaña a pique y el crepúsculo rápidamente lo sumía en la penumbra.

– Cuando estamos juntos me olvido de todo. No te dije que vamos ganando la partida. Maceira preguntó:

– ¿Qué partida?

Explicó Chantal que no solamente se tomarían nuevas muestras de agua de diversas zonas del lago Le Bourget, sino que al día siguiente un zoólogo y un botánico, propuestos por el partido ecologista, bajarían con el propio señor Cazalis al lecho del lago, para recoger especimenes de la fauna y de la flora. Comentó Chantaclass="underline"

– Lo malo es que mi padre tiene mucha plata.

– ¿Qué hay de malo en eso?

– Por plata la gente reniega de sus convicciones -afirmó la muchacha, en el tono grave que empleaba para hablar de ecología-. Por honestos que sean nuestro zoólogo y nuestro botánico…

– ¿Tu padre puede comprarlos?

– ¿Por qué no? Para estar completamente seguros tendría que bajar yo, o Benjamín. Mi padre se opone a que yo baje. No porque me quiera, sino porque piensa que él y yo no debemos correr al mismo tiempo el mismo riesgo. Si morimos los dos, la fábrica pasa a otras manos, idea que no le entra en la cabeza.

– ¿Y a Benjamín no lo acepta porque le tomó rabia?

– La que se opone soy yo. Benjamín es demasiado viejo. Bastan unos granitos de sal para darle un golpe de presión. Si le pasa algo allá abajo y debe subir rápidamente, el pobre viejo estalla.

En la confianza de que no le permitiría bajar, Maceira se ofreció. Su novia se mostró agradecida.

– No quiero forzarte -dijo él-. A lo mejor no confías en mí.

– ¡Cómo no voy a confiar!

– Si todo hombre tiene un precio…

– De eso estoy segura, pero sé que hay excepciones y yo te quiero.

Le quedó la satisfacción de que Chantal confiara en él. En todo caso, lo abrazó y lo besó más cariñosamente que nunca. Pidieron champagne.

– Por tu coraje -brindó la muchacha.

– Por nuestro amor.

– Por nuestro amor y la ecología.

Tanto lo mimaron esa noche que después de dejar en Chambéry a Chantal volvió a Aix en una suerte de arrobamiento, sin acordarse de su ingrato programa para el día siguiente. En el preciso momento de entrar en la habitación, en el hotel, el arrobamiento se disipó. Se diría que el miedo estaba esperándolo.

A lo largo de la noche las ganas de fugarse lo acometieron en forma de accesos o arrebatos. Poco antes de las tres de la mañana tuvo un arrebato más convincente que los anteriores; se levantó de la cama y empezó a preparar las valijas. Era curioso: mientras las preparaba, desaparecía la angustia. Lo que no le permitió calmarse del todo fue la excitación de saberse a punto de estar a salvo. Ya empuñaba sus dos valijas, cuando se preguntó: «¿Quiero renunciar a mi casamiento con Chantal Cazalis?». No, no quería. Argumentó a continuación que este descenso al lecho del lago, prueba irrefutable de lealtad y coraje, le daría autoridad para fijar la fecha del casamiento y evitar así el riesgo de quedar sin fondos y verse en la obligación de emprender una retirada poco airosa.

Reflexionó: «En la relación con una mujer rica, en cuanto el hombre se descuida, la mujer es el hombre. Una prueba de coraje varonil tal vez pueda restablecer las cosas».

A lo largo de su noche de insomnio, muchas veces reapareció el miedo y muchas lo reprimió. Hacia la madrugada reflexionó que si el señor Cazalis, un botánico y un zoólogo, se mostraban dispuestos al descenso, el peligro no sería tan grande. Con estos pensamientos tranquilizadores consiguió el sueño. Al despertarse dijo: «Sin embargo, Chantal no quiere que baje Languellerie, ni Cazalis quiere que baje su hija, que es más fuerte que un caballo». La expresión no probaba que en su fuero interno no quisiera a Chantal. Probaba lo que sabemos todos: el que se asusta, se enoja.

El despertador sonó a las seis. Maceira se asomó a la ventana: era aún de noche; llovía; ráfagas de viento estremecían las copas de los árboles. «Con un tiempo así probablemente suspendan el experimento. Ojalá.»

Se bañó, se peinó con briolina, se vistió. Tardaron un rato para servirle el desayuno. No lo trajo la mujer de siempre, sino un individuo que por lo general trabajaba de changador en el hotel.

– Tengo algo más -anunció el hombre; rápidamente salió del cuarto y volvió con un voluminoso envoltorio-. Lo dejaron en portería. Es para usted.

No bien se fue el changador, Maceira abrió el envoltorio y se encontró con un traje de hombre-rana, con su escafandra. «La confirmación de que el plan se cumple», dijo con un hilo de voz. «Es claro que si el mal tiempo sigue… No, no quiero ilusionarme.» Como para confirmar el aserto, se puso el traje de hombre-rana. Se asomó al espejo. «Prefiero el smoking», murmuró y empezó a desayunar. El café estaba tibio. «Qué importa. Aunque no por mi culpa, voy a llegar después de las siete y a lo mejor a Cazalis no le gusta esperar. No debo hacerme ilusiones.» Cuando mojó la medialuna en el café con leche, tuvo un pensamiento que le pareció ridículo pero que le humedeció los ojos. «Quizá mi última medialuna», se dijo. La miró enternecido.

Cuando entregó la llave, Felicitas -se llamaba así la hotelera- comentó en tono de broma:

– Mire la hora para ir a un baile de máscaras.

– Guárdeme el secreto -contestó Maceira-. Dentro de un rato bajo al fondo del lago, para recoger pruebas de contaminación. La pobre renga se asustó.