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– Y sin embargo lo estaba. Gracias -concluyó Eve levantándose-. Ha sido de gran ayuda.

– Teniente -dijo Leanore cuando Eve y la silenciosa Peabody se encaminaron a la puerta-, si creyera por un instante que Arthur Foxx tuvo algo que ver… -Se interrumpió y respiró hondo-. No; es sencillamente impensable.

– ¿Menos impensable que creer que Fitzhugh se abrió las venas y se dejó morir desangrado? -Eve la miró antes de abandonar la oficina.

Peabody esperó hasta que salieron al pasillo aéreo que rodeaba el edificio para comentar:

– Aún no he decidido si plantabas semillas o escarbabas en busca de gusanos.

– Ambas cosas. -Eve miró por la pared de cristal del pasillo. Vio el edificio de oficinas de Roarke, alzándose alto y de ébano pulido entre los demás. Al menos no tenía nada que ver con ese caso. No tenía por qué preocuparse de desenterrar algo que había hecho él o alguien que él conocía demasiado bien-. Esa mujer conocía tanto a la víctima como al sospechoso. Y Foxx no mencionó que ella hubiera pasado para discutir un asunto entrada la noche.

– Así que Foxx ha pasado de testigo a sospechoso.

Eve observó a un hombre con una túnica entallada pasar por su lado en aerodeslizador hablando malhumorado por telenexo.

– Hasta que no tengamos pruebas concluyentes de que fue un suicidio, Foxx es el principal… cielos, el único sospechoso. Tenía medios: el cuchillo era suyo. Y tuvo oportunidad: estaban solos en el apartamento. Además tenía un móviclass="underline" el dinero. Ahora sabemos que sufre depresiones, tiene antecedentes violentos y es celoso.

– ¿Puedo preguntarte algo? -Peabody esperó a que Eve asintiera-. No te gustaba Fitzhugh, ni en el plano profesional ni como persona, ¿verdad?

– No lo soportaba. ¿Y qué más da? -Eve abandonó el pasillo aéreo y salió a la calle donde había tenido la suerte de encontrar aparcamiento. Divisó un carrito aerodeslizante que vendía salchichas de soja y patatas humeantes, y se encaminó a él abriéndose paso a través de la multitud-. ¿Por qué crees que tiene que gustarme el cadáver? Déme un par de salchichas y una ración de patatas. Y dos tubos de Pepsi.

– Para mí todo de régimen -pidió Peabody poniendo los ojos en blanco frente a la larga y esbelta figura de Eve-. Las hay que tenemos que preocuparnos por el peso.

– Aquí tiene, salchicha y Pepsi de régimen. -La dueña del carrito llevaba en el centro del labio superior un deslucido pendiente de la zona del canal de Panamá y un tatuaje del mapa del metro en la pechera. La línea A giraba y desaparecía bajo la gasa suelta que le cubría los senos-. Y aquí salchicha normal, Pepsi y patatas calientes. ¿Pagará en efectivo?

Eve pasó a Peabody la caja de cartón que contenía la comida y se palpó los bolsillos.

– ¿Qué le debo?

La mujer pulsó con una mugrienta uña violeta una tecla de la consola y ésta emitió un pitido.

– Veinticinco.

– Mierda. Ni has respirado que ya han subido de precio. -Entregó unos créditos a la mujer y cogió un par de servilletas de papel.

Retrocedió y se dejó caer en el banco que rodeaba la fuente de delante del edificio de los tribunales. El pordiosero sentado a su lado la miró esperanzado. Eve le mostró la placa, y él sonrió y le mostró la licencia de mendigo que le colgaba del cuello.

Resignada, Eve le dio cinco créditos.

– Vete a dar la lata a otra parte o comprobaré si esa licencia está al día.

Él respondió algo poco halagador, pero se guardó los créditos en el bolsillo y se marchó, dejando sitio a Peabody.

– A Leanore no le gusta Arthur Foxx.

Peabody masticó un bocado animosamente. Las salchichas de régimen siempre tenían grumos.

– ¿Tú crees?

– Una abogada de clase alta no tiene por qué dar tantas respuestas a menos que le interese. Nos ha llenado la cabeza con que Foxx era celoso, que discutían. -Eve le tendió la papelina de patatas grasientas. Tras una breve lucha interior, Peabody introdujo la mano-. Quería que tuviéramos esos datos.

– Sigue sin ser gran cosa. No hay nada en los datos que tenemos sobre Fitzhugh que implique a Foxx. Ni en su agenda, ni en el listín de su telenexo. Ninguno de los datos que he revisado señala a nadie. Claro que tampoco hay nada que indique una tendencia suicida.

Pensativa, Eve bebió su Pepsi contemplando la ciudad de Nueva York con todo su ruido y sudor.

– Tendremos que hablar de nuevo con Foxx. Esta tarde vuelvo a tener una vista. Quiero que regreses a la central, recojas los informes del vecindario y no pares hasta que el forense te entregue la autopsia final. No sé qué problema hay, pero quiero los resultados antes de que termine el turno. Saldré del tribunal a eso de las tres. Echaremos otro vistazo al apartamento de Fitzhugh y veremos por qué Foxx omitió la breve visita de Bastwick.

Peabody hizo malabarismos con la comida mientras anotaba en su agenda sus obligaciones.

– Lo que te he preguntado antes acerca de que no te gustaba Fitzhugh. Sólo me preguntaba lo duro que debía ser tener que seguir todas las formalidades cuando guardas rencor al tipo en cuestión.

– Los polis no tienen sentimientos -repuso Eve. Luego suspiró y añadió-: Mierda. Te olvidas de los sentimientos y cumples con tu deber. En eso consiste este trabajo. Y si crees que un hombre como Fitzhugh merece acabar sus días nadando en su propia sangre, eso no significa que no vayas a hacer todo lo posible para averiguar cómo llegó allí.

Peabody asintió.

– Otros policías se limitarían a cerrar el caso como suicidio.

– Yo no soy una policía cualquiera, y tú tampoco, Peabody.

Eve miró por encima del hombro, ligeramente interesada en la explosión producida por dos taxis al chocar. Los peatones y los coches de la calle apenas si prestaron atención mientras el humo se elevaba y los dos conductores bajaban furiosos de sus vehículos destrozados.

Terminó su almuerzo mientras los dos hombres se daban empujones e intercambiaban imaginativas obscenidades. Ella supuso que de eso se trataba, ya que hablaban otro idioma. Levantó la vista, pero no vio ningún helicóptero de tráfico. Con una sonrisa, arrugó la caja de cartón, aplastó el tubo vacío y se los pasó a Peabody.

– Tíralos al reciclador, ¿quieres? Luego vuelve y ayúdame a separar a esos dos idiotas.

– Uno de ellos acaba de sacar un bate. ¿Pido refuerzos?

– No. -Eve se frotó las manos mientras se levantaba-. Puedo arreglármelas.

Le seguía doliendo el hombro cuando salió del tribunal un par de horas más tarde. A esas alturas ya debían de haber soltado a los taxistas, cosa que no iba a ocurrir a la asesina contra la que acababa de testificar, pensó Eve con satisfacción. La tendrían encerrada los próximos cincuenta años como mínimo.

Eve movió el hombro magullado. El taxista no había querido golpearla a ella, sino partir la cabeza de su contrincante, pero ella se había puesto en medio. Sin embargo, no le importaría que les retiraran a los dos los permisos de conducir durante tres meses.

Se subió al coche y, a fin de no forzar el hombro, lo puso en automático en dirección a la comisaría. Por encima de su cabeza, un tranvía turístico soltaba la clásica perorata sobre las balanzas de la justicia.

Bueno, a veces se equilibran, pensó Eve. Aunque sea por poco tiempo. Sonó el telenexo.

– Dallas.

– Soy el doctor Morris. -El forense tenía unos ojos de lince de párpados pesados y un color verde intenso, la barbilla cuadrada y con barba de varios días, y una melena lacia y brillante azabache peinada hacia atrás. A Eve le gustaba, y aunque a menudo le exasperaba su lentitud, valoraba su meticulosidad.

– ¿Ha terminado el informe sobre Fitzhugh?

– Tengo un problema.

– No quiero problemas, sino el informe. ¿Puede enviármelo al telenexo de mi oficina? Voy para allí.

– No, teniente, va a venir para aquí. Tengo algo que enseñarle.

– No tengo tiempo para pasar por el depósito de cadáveres.

– Pues encuéntrelo -sugirió él, y cortó la transmisión.

Eve apretó los dientes. Los científicos eran tan desesperantes, pensó mientras redirigía su unidad.

Desde fuera, el depósito de cadáveres municipal de Lower Manhattan se parecía a una de las colmenas de oficinas que lo rodeaban. Formaba un conjunto armonioso con su entorno, y ése debió de ser el motivo de que volvieran a diseñarlo. A nadie le gustaba pensar en la muerte, o que ésta te quitara el apetito al salir del trabajo a la hora del almuerzo para tomar algo en el bar de la esquina. Las imágenes de cuerpos etiquetados y enfundados en bolsas sobre las mesas de autopsia refrigeradas solían quitar las ganas de probar la ensalada de pasta.