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– Mi… ropa…

Unos momentos después, con los brazos casi desencajados, lo alzaron en el aire y lo plantaron en algo seco y rodeado de satén blanco que le presionó los costados.

– ¡Eh! -dijo otra vez.

Cuatro caras borrachas, sonrientes y enigmáticas lo miraban con malicia. Le pusieron una revista en las manos. A la luz de la linterna, alcanzó a ver la imagen borrosa de una pelirroja desnuda de enormes pechos. Le colocaron sobre el estómago una botella de whisky, una linterna pequeña encendida y un walkie-talkie.

– ¿Qué…?

Le estaban metiendo en la boca un tubo de goma con un sabor asqueroso. Mientras lo escupía, oyó un chirrido y, luego, de repente, algo hizo desaparecer las caras. Y apagó el sonido. El olor a madera, tejido nuevo y pegamento le saturó la nariz. Por un instante, estuvo cómodo y calentito. Luego, sintió pánico.

– Eh, chicos…

Robbo cogió un destornillador mientras Pete enfocaba la linterna hacia el ataúd de teca.

– ¿No iréis a atornillarlo? -dijo Luke.

– ¡Claro que sí! -contestó Pete.

– ¿Crees que deberíamos hacerlo?

– No le pasará nada -dijo Robbo-. ¡Tiene el tubo para respirar!

– ¡Creo que no deberíamos atornillarlo!

– Claro que sí. ¡Si no, podrá salir!

– ¡Eh! -dijo Michael.

Pero ahora no lo oía nadie. Y él tampoco oía nada, salvo un sonido débil encima de él, parecido a unos arañazos.

Por su parte, Robbo enroscó cada uno de los cuatro tornillos. Se trataba de un ataúd de teca de gama alta hecho a mano con asas de latón repujado, que había cogido prestado de la funeraria de su tío en la que, después de cambiar de profesión radicalmente un par de veces, trabajaba ahora como aprendiz de embalsamador. Tornillos de latón, buenos y resistentes. Penetraban con facilidad.

Michael miró hacia arriba, casi tocaba la tapa con la nariz. A la luz de la linterna, se vio encajonado en el satén blanco como el marfil. Dio patadas, pero las piernas no llegaron a ningún sitio. Intentó extender los brazos, pero tampoco logró nada.

Por unos momentos, se le pasó la borrachera y, de repente, se dio cuenta de dónde se encontraba.

– ¡Eh, eh, escuchad! Tengo claustrofobia, ¿sabíais? ¡No tiene gracia! ¡Eh!

El ataúd le devolvió su voz, extrañamente apagada.

Pete abrió la puerta, se inclinó en el interior y encendió los faros. Un par de metros delante de ellos estaba la tumba que habían cavado ayer, la tierra apilada a un lado, las cintas ya en su sitio. Cerca yacían una gran plancha de cinc y dos de las palas que habían utilizado.

Los cuatro amigos caminaron hasta el borde y miraron abajo. De repente, todos fueron conscientes de que en la vida nunca nada es exactamente como parece cuando lo estás planeando. Ahora mismo, aquel agujero parecía más hondo, más oscuro, más…, bueno, pues una tumba, de hecho.

La luz de la linterna brillaba en el fondo.

– Hay agua -dijo Josh.

– Sólo es un poco de lluvia -aclaró Robbo.

Josh frunció el ceño.

– Hay demasiada, no es lluvia. Debimos alcanzar el nivel freático.

– Mierda -dijo Pete, que era comercial de BMW y siempre lo parecía, estuviera o no trabajando: el pelo de punta, traje elegante, siempre seguro de sí mismo, aunque ahora no lo estaba tanto.

– No es nada -insistió Robbo-. Sólo unos centímetros.

– ¿Realmente cavamos tanto? -dijo Luke, quien acababa de licenciarse en derecho, estaba recién casado y no se encontraba del todo preparado para despedirse de su juventud, aunque comenzaba a aceptar las responsabilidades de la vida.

– Es una tumba, ¿no? -dijo Robbo-. Decidimos que sería una tumba.

Josh miró hacia arriba, a la lluvia que caía cada vez con más fuerza.

– ¿Y si sube el agua?

– Joder, tío -dijo Robbo-. La cavamos ayer, han hecho falta veinticuatro horas para que se acumularan unos centímetros. No hay nada de qué preocuparse.

Josh asintió, pensativo.

– Pero ¿y si después no podemos sacarlo?

– Claro que podremos sacarlo -dijo Robbo-. Desatornillamos la tapa y ya está.

– Empecemos de una vez -dijo Luke-. ¿Vale?

– Se lo merece, coño -tranquilizó Pete a sus amigos-. ¿Recuerdas lo que te hizo en tu despedida, Luke?

Luke jamás lo olvidaría. Se despertó tras una gran borrachera en una litera del tren nocturno a Edimburgo, lo que provocó que la tarde siguiente llegara con cuarenta minutos de retraso al altar.

Pete tampoco olvidaría nunca su propia experiencia. El fin de semana anterior a su boda, se descubrió en ropa interior de encaje con volantes, un consolador atado a la cintura, esposado al puente colgante de Clifton Gorge, antes de que lo rescataran los bomberos. Las dos jugarretas fueron idea de Michael.

– Típico de Mark -dijo Pete-. Qué suerte tiene, el cabrón. Lo organiza todo él y ahora no está aquí…

– Va a venir. Estará en el siguiente pub, conoce el itinerario.

– ¿Ah, sí?

– Ha llamado, está de camino.

– Retenido por culpa de la niebla en Leeds. ¡Genial! -dijo Robbo.

– Estará en el Royal Oak cuando lleguemos.

– Qué suerte, el cabrón -dijo Luke-. Se está perdiendo el trabajo duro.

– ¡Y la diversión! -le recordó Pete.

– ¿Esto te parece divertido? -preguntó Luke-. ¿Estar en medio de un bosque empantanado bajo la puta lluvia te parece divertido? ¡Joder, eres patético! Será mejor que el cabrón aparezca para ayudarnos a sacar a Michael de ahí.

Levantaron el ataúd, lo cargaron tambaleándose hasta el borde de la tumba y lo soltaron, con fuerza, sobre las cintas. Luego se rieron al oír el «¡Ay!» que salió de dentro. Oyeron un golpe fuerte. Michael aporreó la tapa con el puño.

– ¡Eh! ¡Ya basta!

Pete, que tenía el walkie-talkie en el bolsillo del abrigo, lo sacó y lo encendió.

– ¡Probando, probando! -dijo.

Dentro del ataúd, la voz de Pete retumbó.

– ¡Probando, probando!

– ¡Se acabó la broma!

– ¡Relájate, Michael! -dijo Pete-. ¡Disfruta!

– ¡Cabrones! ¡Sacadme de aquí! ¡Me estoy meando!

Pete apagó el walkie-talkie y se lo guardó en el bolsillo de su chaqueta Barbour.

– Bueno, ¿cómo va esto exactamente?

– Levantamos las cintas -dijo Robbo-. Uno por cada lado.

Pete sacó el walkie-talkie y lo encendió.

– ¡Vamos a precintarlo, Michael! -dijo, antes de volver a apagar el transmisor.

Los cuatro se rieron. Luego cada uno cogió un cabo de la cinta y subieron la cuerda.

– Uno… dos… ¡tres! -contó Robbo,

– ¡Joder, cómo pesa! -dijo Luke, que tensó la cuerda y la levantó.

Despacio, a sacudidas, escorándose como un barco siniestrado, el ataúd fue hundiéndose en el agujero.

Cuando llegó al fondo, apenas alcanzaban a verlo en la oscuridad.

Pete tenía la linterna. A su luz, distinguieron el tubo para respirar saliendo lánguidamente por el agujero del tamaño de una pajita que habían recortado en la tapa.

Robbo cogió el walkie-talkie.

– ¡Eh, Michael! Te sale la polla. ¿Te gusta la revista?

– Vale, se acabó la broma. ¡Dejadme salir!

– Nos vamos a un club de striptease. ¡Qué pena que no puedas venirte con nosotros!

Robbo apagó la radio antes de que Michael pudiera responder. Luego, tras guardársela en el bolsillo, cogió una pala, comenzó a echar tierra en el agujero de la tumba y se rio a carcajadas al oírla caer sobre la tapa del ataúd.

Con un fuerte «¡Dale!», Pete asió otra pala y se unió a él. Durante unos momentos, los dos trabajaron a fondo hasta que sólo quedaron visibles unos pedacitos de ataúd. Luego, quedó cubierto del todo. Continuaron frenéticamente, la bebida animaba su tarea, hasta que acumularon unos buenos setenta centímetros de tierra sobre el ataúd. Apenas sobresalía el tubo para respirar.