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El tráfico seguía sin moverse. Miró el reloj del salpicadero, la lluvia, otra vez el reloj, los pilotos color rojo intenso del coche de delante, pues el imbécil de su conductor tenía puestas las luces antiniebla, que casi le deslumbraban. Luego consultó su reloj, con la esperanza de que el del coche no marcara bien la hora; pero no. Habían transcurrido diez minutos y no habían avanzado ni un centímetro. Y tampoco había pasado ningún coche en sentido contrario.

Destellos de luz azul cruzaron el retrovisor interior y el exterior. Luego, oyó una sirena. Un coche patrulla pasó ululando. Luego una ambulancia. Y otro coche patrulla, a todo gas, seguido de dos coches de bomberos.

«Mierda.» Cuando había pasado por esta carretera hacía un par de días, estaba en obras y había imaginado que ésa era la causa del atasco; pero ahora se daba cuenta de que debía de tratarse de un accidente, y los coches de bomberos indicaban que era grave.

Pasó otro coche de bomberos. Luego, otra ambulancia, con las luces encendidas, seguida de un equipo de rescate.

Volvió a mirar el reloj: las nueve y cuarto de la noche. Tendría que haberla recogido hacía cuarenta y cinco minutos, en Tunbridge Wells, que aún quedaba a unos veinte minutos largos sin todo aquel embotellamiento.

Terry Miller, un inspector recién divorciado del departamento de Grace, había estado presumiendo ante él de sus conquistas a través de un par de páginas de citas de Internet y había instado a Grace a que se registrara. Roy se había resistido y, luego, cuando había comenzado a encontrarse sugerentes mensajes de correo electrónico de distintas mujeres en su bandeja de entrada, descubrió hecho una furia que Terry Miller le había registrado sin decírselo en una página llamada «Tus citas».

En realidad, seguía sin tener ni idea de qué le había empujado a responder uno de los mensajes. ¿La soledad? ¿La curiosidad? ¿La lujuria? No estaba seguro. Durante los últimos ocho años, su vida había transcurrido día a día. Algunos días intentaba olvidar; otros, se sentía culpable por no recordar.

A Sandy.

Ahora, de repente, se sintió culpable por acudir a aquella cita.

Era guapísima, al menos por la foto. También le gustaba su nombre: Claudine. Como sonaba a francés, tenía algo exótico. ¡La foto era provocativa! Cabello panocha, cara muy bonita, camisa ajustada marcando un busto exuberante, sentada en el borde de una cama con una minifalda subida lo suficiente como para dejar ver que llevaba ligas de encaje, y que quizá no llevaba bragas.

Sólo habían mantenido una conversación telefónica, en la que prácticamente lo había seducido de principio a fin. A su lado, en el asiento del copiloto, descansaba un ramo de flores que había comprado en una gasolinera. Rosas rojas; cursi, lo sabía, pero así era el romántico anticuado que llevaba dentro. La gente tenía razón, necesitaba seguir adelante, de algún modo. Podía contar las citas que había tenido en los últimos ocho años con los dedos de una mano. Sencillamente, no podía aceptar que existiera otra princesa azul. Que alguna vez encontrara a alguien que estuviera a la altura de Sandy.

¿Quizás aquel sentimiento iba a cambiar esta noche?

Claudine Lamont. Un nombre bonito, una voz bonita.

«¡Apaga las putas luces antiniebla!»

Olía el perfume dulce de las flores. Esperaba que también él oliera bien.

Desde el resplandor del salpicadero del Alfa Romeo y los pilotos del coche de delante, se miró al retrovisor, sin saber muy bien qué esperaba ver. La tristeza le devolvió la mirada.

«Tienes que seguir adelante.»

Bebió más agua. Sí.

Dentro de tan sólo dos meses cumpliría treinta y nueve años. Dentro de tan sólo dos meses también se acercaba otro aniversario. El 26 de julio haría nueve años que Sandy no estaba. Había desaparecido sin dejar rastro el día que él cumplió treinta años. Ni una nota. Todas sus pertenencias en casa excepto el bolso.

Transcurridos siete años, podía declararse a alguien muerto legalmente. Su madre, en la cama de la residencia, días antes de morir de cáncer; su hermana; sus mejores amigos; su psiquiatra: todos le habían dicho que tenía que hacerlo.

De ningún modo.

John Lennon dijo: «La vida es aquello que te va sucediendo mientras te empeñas en hacer otros planes». Qué cierto era, diablos.

Siempre había supuesto que a los treinta y seis años, Sandy y él ya habrían formado una familia. Siempre había soñado con tener tres hijos, dos niños y una niña sería lo ideal; dedicaría los fines de semana a hacer cosas con ellos. Vacaciones familiares. Ir a la playa. Salir de excursión a sitios divertidos. Jugar a la pelota. Arreglar cosas. Ayudarles por la noche con los deberes. Bañarles. Todas aquellas cosas tranquilas que él había hecho con sus padres; pero, en lugar de eso, lo consumía un desasosiego interior que pocas veces lo abandonaba, ni siquiera cuando le permitía dormir. ¿Estaba viva o muerta? Había pasado ocho años y diez meses intentando averiguarlo y seguía sin estar más cerca de la verdad que cuando había comenzado.

Aparte del trabajo, la vida era un vacío. No había podido -o no había querido- iniciar otra relación. Todas las citas que había tenido resultaron ser un desastre. A veces, le parecía que el único compañero fiel de su vida era su pez, Marlon. Lo había ganado en una barraca de tiro al blanco de una feria, hacía nueve años, y se había comido a todos sus intentos posteriores de darle un compañero. Marlon era un animal hosco y asocial. Seguramente, la razón por la que se caían bien, pensaba Roy. Eran tal para cual.

A veces deseaba no ser policía: tener un trabajo menos exigente del que pudiera desconectar a las cinco, irse al pub y luego a casa, a descansar delante de la tele. Una vida normal. Aun así, no podía evitarlo. Tenía algún gen -o un grupo de genes- testarudo y decidido dentro de él -como su padre- que lo había empujado inexorablemente durante toda su vida a perseguir hechos, a perseguir la verdad. Eran esos genes los que le habían aupado de rango a rango, hasta su ascenso relativamente temprano a comisario. Sin embargo, no le habían aportado ninguna tranquilidad.

Su cara volvió a mirarle desde el retrovisor. Grace hizo una mueca al ver su reflejo, el pelo muy corto, un poco más que una fina pelusa, la nariz, aplastada y torcida después de que se la rompieran en una pelea en sus días de patrulla y que le daba aspecto de boxeador profesional retirado.

En su primera cita, Sandy le había dicho que tenía los ojos de Paul Newman. Aquello le había gustado mucho. Era una del millón de cosas que le habían gustado de ella: que le encantara todo de él, incondicionalmente.

Roy Grace sabía que él no era nada del otro mundo físicamente. Con su metro setenta y siete, superó en sólo cinco centímetros la estatura mínima requerida para ingresar en la policía, diecinueve años atrás. Aun así, a pesar de su afición a la bebida y a una batalla intermitente contra el tabaco, había desarrollado un físico poderoso trabajándoselo mucho en el gimnasio de la policía; además, se había mantenido en forma corriendo treinta kilómetros a la semana y todavía seguía jugando algún que otro partido de rugby, por lo general, de tres cuartos.

Las nueve y veinte.

Maldita sea.

No quería acostarse tarde por nada del mundo. No lo necesitaba. No podía permitírselo. Mañana tenía que comparecer en el juzgado y necesitaba dormir toda la noche. Sólo pensar en las repreguntas que le esperaban activaba todo tipo de malas sensaciones en su interior.