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En el vano de la puerta había ahora una puta pelirroja que parecía llena de energías. El carmín de los labios armonizaba con las bragas y el sostén de color burdeos, las únicas prendas que llevaba, además de un reloj de oro y unos zapatos con tacones de diez centímetros. Ahora la prostituta era más alta que Ruth

Las cortinas del escaparate estaban descorridas y dejaban ver un taburete de bar anticuado con el pie de latón pulimentado, pero la actitud de la prostituta era la de un ama de casa: se hallaba en el umbral con una escoba en la mano, y acababa de barrer una sola hoja amarilla. Tenía la escoba a punto, desafiando a otras hojas, y miró detenidamente a Ruth de los pies a la cabeza, como si la recién llegada estuviera en la Bergstraat en ropa interior y con zapatos de tacón alto y la prostituta fuese un ama de casa vestida de un modo tradicional y entregada a sus tareas domésticas. Fue entonces cuando Ruth se dio cuenta de que se había detenido y de que la prostituta pelirroja le dirigía una sonrisa invitadora que, como Ruth aún no había hecho acopio de valor para hablar, era cada vez más inquisitiva.

– ¿Habla usted inglés? -balbució Ruth

La prostituta pareció más divertida que desconcertada

– No tengo ningún problema con el inglés -respondió-, ni tampoco con las lesbianas

– No soy lesbiana -le dijo Ruth

– Bueno, no importa. ¿Es la primera vez que lo hace con una mujer? Sé cómo actuar en estos casos

– No quiero hacer nada -se apresuró a replicar Ruth-. Sólo quiero hablar con usted

Tuvo la impresión de que la prostituta se molestaba, como si "hablar" fuera un tipo de conducta aberrante, cercana al límite de lo inaceptable

– Para eso tendrá que pagar más -dijo la pelirroja-. Una puede hablar durante mucho tiempo

Esa actitud dejó perpleja a Ruth: no era fácil asimilar que cualquier actividad sexual fuese preferible a la conversación.

– Sí, claro, le pagaré por el tiempo que dedique a hablar conmigo -le dijo a la pelirroja, quien la estaba examinando minuciosamente. Pero no era el cuerpo de Ruth lo que la prostituta evaluaba, sino su atuendo. Le interesaba saber cuánto habría pagado por aquella ropa

– Son setenta y cinco guilders cada cinco minutos -le dijo la pelirroja. Había deducido correctamente que las prendas de Ruth eran poco imaginativas pero caras

Ruth abrió la cremallera del bolso y buscó en su cartera los billetes holandeses, con los que no estaba familiarizada. ¿Equivalían setenta y cinco guilders a unos cincuenta dólares? Le pareció demasiado dinero por cinco minutos de conversación. (Comparado con lo que la prostituta proporcionaba habitualmente por ese dinero, durante el mismo tiempo o incluso menos, parecía una compensación insuficiente.)

– Me llamo Ruth -le dijo con nerviosismo, y le tendió la mano, pero la pelirroja se echó a reír y, en vez de estrecharle la mano, le tomó la manga de la chaqueta de cuero y tiró de ella para que entrara en la habitación

Una vez dentro, la prostituta echó el cerrojo a la puerta y corrió las cortinas del escaparate. Su intenso perfume en aquel espacio tan cerrado era casi tan abrumador como su desnudez casi total

En la habitación se imponía el color rojo. Las pesadas cortinas eran de una tonalidad granate. La alfombra, ancha y roja como la sangre, emitía el olor desvaído de un producto de limpieza. La colcha que cubría la cama tenía un anticuado diseño floral. La funda de la única almohada era rosa; y había una toalla, del tamaño de una toalla de baño y una tonalidad rosa distinta de la almohada, bien doblada por la mitad y que cubría el centro de la cama, sin duda para proteger la colcha. En una silla, al lado de la pulcra y práctica cama, se amontonaba un rimero de toallas rosa. Parecían limpias, aunque un poco raídas, acordes con el aspecto deslucido de la habitación

La pequeña estancia roja estaba rodeada de espejos. Había casi tantos espejos, en otros tantos ángulos inoportunos, como en el gimnasio del hotel. Y la luz de la habitación era tan tenue que, cada vez que Ruth daba un paso, veía una sombra de sí misma que retrocedía, avanzaba o ambas cosas a la vez. (Los espejos, naturalmente, también reflejaban una multitud de prostitutas.)

La mujer se sentó exactamente en el centro de la toalla, sobre la cama, sin necesidad de mirar dónde lo hacía. Cruzó los tobillos, apoyó los pies en los finos tacones de sus zapatos y se inclinó hacia delante con las manos en los muslos. La pose reflejaba una larga experiencia, le alzaba los pechos garbosos y bien formados, exageraba la hendidura entre los dos y permitía a Ruth verle los pezones, pequeños y violáceos, a través del tejido color vino tinto del sostén. Las braguitas le alargaban la estrecha V de la entrepierna y revelaban las marcas dejadas por la tensión de la piel del abdomen, un tanto sobresaliente. Era evidente que había tenido hijos, por lo menos uno

La pelirroja señaló a Ruth una butaca llena de protuberancias, invitándola a sentarse. El asiento era tan blando que las rodillas de Ruth le tocaron los pechos cuando se inclinó hacia delante. Tenía que sujetarse a los brazos de la silla con ambas manos a fin de no dar la impresión de que se repantigaba

– Esa butaca es mejor para hacer mamadas que para hablar -le dijo la prostituta-. Me llamo Dolores -añadió-, pero los amigos me llaman Rooie

– ¿Rooie? -repitió Ruth, procurando no pensar en el número de felaciones practicadas en la butaca tapizada de cuero agrietado

– Significa "roja" -dijo Rooie

– Entiendo. -Ruth avanzó poco a poco hasta el borde de la butaca para felaciones-. Resulta que estoy escribiendo un libro -empezó a explicar, pero la prostituta se apresuró a levantarse de la cama

– No me habías dicho que eres periodista -dijo Rooie Dolores-. No hablo con esa clase de gente

– ¡No soy periodista! -exclamó Ruth. ¡Cómo le escocía esa acusación!-. Soy novelista, escribo libros, obras de ficción. Tan sólo necesito asegurarme de que los detalles sean correctos.

– ¿Qué detalles? -inquirió Rooie

En vez de sentarse, la prostituta se puso a pasear por la estancia, y sus movimientos permitieron a la novelista ver ciertos aspectos adicionales de aquel lugar de trabajo cuidadosamente dispuesto. Había un pequeño lavabo adosado a una pared y, a su lado, el bidé. (Por supuesto, los espejos mostraban varios bidés más.) Sobre una mesa situada entre el bidé y la cama había una caja de kleenex y un rollo de toallas de papel. Una bandeja esmaltada en blanco, con un aire de utensilio de hospital, contenía lubricantes y tubos de gel, unos conocidos y otros no, así como un consolador de tamaño aparentemente excesivo. Al igual que la bandeja, de una blancura similar, que evocaba un hospital o el consultorio de un médico, había un cubo de esos cuya tapa se levanta pisando un pedal. A través de una puerta, Ruth vio el water a oscuras; el inodoro, con asiento de madera, funcionaba con cadena. También reparó en la lámpara de pie con pantalla de vidrio rojo escarlata y, junto a la silla de las felaciones, una mesa sobre la que había un cenicero vacío, limpio, y un cestillo de mimbre lleno de condones