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Quizá la única persona a la que gustó Café y bollos fue alguien que se hizo pasar por Robert Anderson, graduado en 193 5. El pretendido autor de Té y simpatía envió a Eddie una elegante carta en la que le decía que había comprendido el homenaje y la comedia que el joven escritor se había propuesto escribir. (En los paréntesis que seguían al nombre de Robert Anderson, el impostor había escrito: «¡Sólo es una broma!», cosa que hundió a Eddie.)

Aquel sábado, cuando se hallaba en la cubierta superior del transbordador que cruzaba el canal en compañía del camionero, Eddie estaba taciturno. Era como si pudiera prever no sólo su aventura veraniega con Penny Pierce, sino también la carta rencorosa que le escribió tras haber leído Un trabajo de verano. A Penny no le gustó el personaje de Marion en esa novela…, porque, naturalmente, ella lo veía como el personaje de Penny.

A decir verdad, Eddie O'Hare decepcionaría a la señora Pierce mucho antes de que ésta leyera la novela. En el verano de ig6o, se acostaría con Eddie durante tres meses. Dispondría casi del doble de tiempo que Marion para dormir con él, y sin embargo el muchacho no haría sesenta veces, ni mucho menos, el amor con la señora Pierce.

– ¿Sabes de qué me acuerdo, muchacho? -le decía el camionero. Para asegurarse de que su interlocutor le escuchaba, extendió la mano con la botella de cerveza más allá de la pared protectora del puente. El viento hizo que la botella sonara como una bocina.

– No, ¿de qué te acuerdas?

– De aquella mujer que estaba contigo, la del suéter rosa. Te recogió en aquel bonito y pequeño Mercedes. No eras su ayudante, ¿verdad?

Eddie tardó un poco en responder.

– No, trabajé para su marido. El escritor era él.

– ¡Vaya, ése sí que es un tipo con suerte! -exclamó el camionero-. Pero, compréndeme, yo sólo miro a las mujeres, no me meto en líos. Hace casi treinta y cinco años que me casé… con mi novia del instituto. Supongo que somos felices. No es una gran belleza, pero es mi mujer. Es como las almejas.

– ¿Perdona?

– La mujer, las almejas…, quiero decir que quizá no sea la elección más emocionante, pero funciona -le explicó el camionero-. Quería tener mi negocio de transporte, por lo menos mi propio camión. No quería trabajar para otros. Antes transportaba cosas muy diversas, pero era complicado. Cuando vi que podía arreglármelas sólo con las almejas, resultó más fácil. Podríamos decir que acabé cayendo en las almejas.

– Comprendo -dijo Eddie.

La esposa, las almejas…, el futuro novelista pensó que era una analogía retorcida, al margen de cómo se expresara. Y sería injusto afirmar que el escritor Eddie O'Hare vendría a ser el equivalente literario del camionero. No era tan malo como para decir que «acabó cayendo en las almejas».

El camionero volvió a extender la botella más allá de la pared del puente. La botella, ya vacía, emitió un sonido más grave que el de antes. El transbordador aminoró la velocidad mientras se aproximaba al embarcadero.

Eddie y el camionero recorrieron la cubierta superior en dirección a proa, de cara al viento. En el muelle, los padres del muchacho agitaban los brazos como locos. Su obediente hijo les devolvió el saludo. Tanto Minty como Dot tenían lágrimas en los ojos, se abrazaban y enjugaban mutuamente los rostros humedecidos, como si Eddie regresara sano y salvo de la guerra. En vez de experimentar su turbación habitual, o incluso de sentirse un tanto avergonzado por la conducta histérica de sus padres, Eddie comprendió cuánto los quería y lo afortunado que era al tener la clase de padres que Ruth Cole jamás conocería.

Entonces comenzó el habitual estrépito de las cadenas que bajaban la pasarela de desembarco. Los estibadores se hablaban a gritos por encima del jaleo.

Eddie contempló el puerto y las aguas agitadas del canal de Long Island con la seguridad de que los veía por última vez. No podía imaginar que, un día, cruzar el canal en el transbordador le sería tan familiar como cruzar el umbral del edificio principal del centro docente, bajo aquella inscripción latina que le invitaba a ir allá y convertirse en hombre.

– ¡Edward! -exclamaba su padre-. ¡Cariño!

La madre de Eddie lloraba tanto que era incapaz de hablar. Al muchacho le bastó con mirarles para saber que jamás podría contarles lo que le había sucedido. Si hubiera tenido un poder de premonición mayor del que poseía, tal vez en aquel mismo momento habría reconocido sus limitaciones como literato: jamás sería un buen mentiroso. No sólo no podría contar a sus padres la verdad de su relación con Ted, Marion y Ruth, sino que tampoco podría inventarse una mentira satisfactoria.

Eddie mentiría sobre todo por omisión, limitándose a decir que había pasado un verano triste porque el señor Cole y su mujer estaban embarcados en los preliminares del divorcio. Luego Marion había dejado a Ted con la niñita, y eso era todo. Una oportunidad de mentir más estimulante se presentó cuando la madre de Eddie descubrió la rebeca rosa de Marion colgada en el armario de su hijo.

La mentira de Eddie era más espontánea y convincente que la mayor parte de lo que imaginaba imperfectamente en sus novelas. Le dijo a su madre que cierta vez, yendo de compras con la señora Cole, ésta señaló el suéter en una boutique de East Hampton y le dijo que siempre había deseado aquella prenda y había confiado en que su marido se la comprara. Con estas palabras, y puesto que ella y su marido estaban en trámites de divorcio, la señora Cole le dio a entender que había una buena razón para que su marido se ahorrara el dinero.

Eddie regresó a la tienda y compró la cara prenda, ¡pero la señora Cole se marchó (abandonando el matrimonio, la casa, a su hija, todo) antes de que Eddie hubiera tenido ocasión de dársela! El muchacho dijo a su madre que quería quedarse con la rebeca por si un día se encontraba de nuevo con Marion.

Dot O'Hare se sintió orgullosa del amable gesto de su hijo. De vez en cuando azoraba a Eddie al mostrar la rebeca rosa a sus amigos del profesorado, pues a Dot le parecía perfecto utilizar lo considerado que había sido Eddie con la desdichada señora Cole como tema de conversación durante una cena. Más adelante, la mentira de Eddie sería como un tiro salido por la culata. En el verano de 196o, mientras Eddie mantenía relaciones con Penny Pierce y no cumplía con el requisito de las sesenta veces, Dot O'Hare conoció a la esposa de un profesor de Exeter a quien la rebeca de Marion le sentaba de maravilla. Cuando Eddie regresó a casa desde Long Island por segunda vez, su madre había regalado la rebeca de cachemira rosa.

Fue una suerte para él que su madre no encontrara nunca la camisola lila y las bragas a juego, que Eddie tenía escondidas en un cajón junto con los suspensorios para practicar atletismo y los pantalones cortos con los que jugaba al squash. Es dudoso que Dot O'Hare hubiera felicitado a su hijo por ser tan «considerado» al comprarle a la señora Cole unas prendas interiores tan insinuantes.

Aquel sábado de agosto de 1958, en el muelle de New London, Minty percibió en la firmeza del abrazo de Eddie algo que le persuadió de que podía darle las llaves del coche. No hubo ninguna mención de que el tráfico que les esperaba era «distinto del tráfico de Exeter». Minty carecía de motivos de preocupación, pues veía que Eddie había madurado. («¡Cómo ha crecido, Joe!», susurró Dot a su marido.)