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Eddie volvió a apartarse el mechón del ojo derecho. Se miró en el espejo del bar, sumido en la penumbra de la tarde lluviosa, y en el semblante que vio reflejado reconoció a un hombre alto y de aspecto fatigado que en aquel momento tenía muy poca confianza en sí mismo. Volvió a fijar su atención en las páginas que estaban sobre el mostrador y tomó un sorbo de Coca-Cola Light. Era un texto de casi veinte páginas mecanografiadas que Eddie había llenado de correcciones en rojo, con una pluma a la que llamaba "la favorita del maestro". En lo alto de la primera página también había anotado las puntuaciones del partido de squash con Jimmy: 15-9, 15-5, 15-3. Cada vez que Jimmy marcaba un tanto, Eddie siempre se imaginaba que había perdido contra Ted Cole. Calculaba que ahora Ted tendría cerca de ochenta años, más o menos la edad de Jimmy

Si Eddie no había pasado nunca ante la casa de Ted en los nueve años que llevaba viviendo en Bridgehampton, no había sido por casualidad. Vivir en el Maple Lane de Bridgehampton y no girar ni una sola vez por el Parsonage Lane de Sagaponack requería una previsión constante. Pero a Eddie le sorprendía no haberse encontrado jamás con Ted en un cóctel o en el supermercado de Bridgehampton. Debería haber supuesto que Conchita Gómez, ahora también setentona, se encargaba de hacer la compra a Ted. Éste jamás iba de tiendas

Con respecto a los cócteles, Eddie y Ted eran de generaciones diferentes y asistían a distintas clases de fiestas. Además, aunque los libros infantiles de Ted Cole aún tenían muchos lectores, la fama del escritor, quien contaba ahora setenta y siete años, era cada vez menor, por lo menos en los Hamptons. A Eddie le encantaba pensar que la celebridad de Ted no era nada comparada con la de su hija

Pero si la fama de Ted Cole se estaba desvaneciendo, su destreza en el squash, sobre todo cuando jugaba con ventaja en su granero, era tanta como la de Jimmy. A pesar de sus años, en el otoño de 1990 Ted hubiera vencido tan fácilmente a Eddie como le venciera en el verano de 1958. Desde luego, Eddie era un jugador malísimo. Torpe y lento, nunca preveía la dirección del lanzamiento de su contrario. Tardaba en llegar a la pelota, eso cuando lo lograba, y por lo tanto tenía que golpearla demasiado rápido. Tampoco la volea alta de Eddie, que era su mejor saque, le hubiera servido de nada en el granero de Ted, donde el techo estaba a menos de cinco metros del suelo

Ruth, una jugadora lo bastante buena para haber quedado la tercera en los campeonatos escolares de Exeter, aún no había derrotado a su padre en aquella irritante pista doméstica. También en su caso la volea alta era su mejor servicio. En el otoño de 1990, Ruth tenía treinta y seis años, y cuando visitaba la casa de Sagaponack lo hacía con la única intención de vencer a su padre antes de que se muriese. Pero, incluso a los setenta y siete años, Ted Cole no mostraba el menor indicio de hallarse próximo a la muerte

En el exterior del Club Atlético de Nueva York, en la esquina de Central Park South y la Séptima Avenida, la lluvia azotaba la marquesina color crema del club. De haber sabido cuántos socios ya hacían cola bajo la marquesina, esperando su turno para tomar un taxi, Eddie habría salido del bar mucho antes y ocupado su lugar al final de la cola. Pero siguió releyendo y revisando su texto, demasiado largo y confuso, sin pensar que debía preocuparse menos por la preparación de su discurso que por la posibilidad cada vez mayor de llegar tarde al lugar donde debía pronunciarlo

El club, situado en la esquina de la Calle 59 con la Séptima Avenida, estaba demasiado lejos del centro de la YMHA sito en la Calle 92 (a la altura de Lexington) para ir a pie, sobre todo bajo la lluvia, pues no tenía impermeable ni paraguas. Y debería haber sabido el efecto que ejerce la lluvia sobre la disponibilidad de taxis en Nueva York, en especial cuando empieza a oscurecer. Pero Eddie estaba demasiado absorto en los defectos de su discurso. Siempre le habían afligido unas tendencias derrotistas, y ahora preferiría no haber accedido a pronunciar el dichoso discurso

"¿Quién soy yo para presentar a Ruth Cole?", se preguntó abatido

Fue el barman quien evitó que Eddie se perdiera por completo el temido acontecimiento

– ¿Otra Coca-Cola, señor O'Hare? -le preguntó

Eddie consultó su reloj. Si en aquel momento Marion hubiera estado en el bar observando la expresión de Eddie, habría percibido un atisbo de la desventura de un muchacho de dieciséis años en el rostro de su ex amante

Eran las siete y veinte, y dentro de diez minutos esperaban a

Eddie en la YMHA. El trayecto en taxi entre Lexington y la Calle 92 requeriría por lo menos diez minutos, siempre que Eddie tomara un taxi nada más salir del club. Sin embargo, tropezó con una cola de socios contrariados que aguardaban para tomar un taxi. En la marquesina color crema, del emblema rojo como la sangre del Club Atlético de Nueva York, un pie alado, se desprendían gotas de lluvia

Eddie metió los libros y el texto de su discurso en su abultada cartera marrón. Si esperaba para tomar un taxi, llegaría tarde. Iba a quedar empapado, pero incluso antes de que empezara a llover, el atuendo de Eddie tenía algo del desaliño característico de un profesor. A pesar de que el Club Atlético exigía el uso de chaqueta y corbata y a pesar de que Eddie, por su edad y sus antecedentes, debería haberse sentido cómodo con chaqueta y corbata (al fin y al cabo, era un exoniano), el portero del club siempre le miraba las ropas como si violaran las normas

Sin un plan preconcebido, Eddie corrió a lo largo de Central Park South bajo la lluvia, que había arreciado y ahora era un aguacero. Al aproximarse primero al Saint Moritz y luego al Plaza, deseó vagamente descubrir una hilera de taxis esperando en el bordillo a los clientes del hotel, pero lo que encontró fue dos hileras de decididos clientes de hotel a la espera de taxis

Eddie entró en el Plaza, se dirigió a recepción y pidió que le cambiaran un billete de diez dólares en monedas. Si disponía del importe exacto, podría tomar un autobús hasta la Avenida Madison. Pero antes de que pudiera musitar lo que quería, la recepcionista le preguntó si era cliente del hotel. A veces, de una manera espontánea, Eddie era capaz de mentir, pero casi nunca lo lograba cuando quería hacerlo

– No, no soy cliente -admitió-. Sólo necesito cambio para el autobús

La mujer sacudió la cabeza

– Si no es cliente, me llamarían al orden -le dijo

Eddie tuvo que correr por la Quinta Avenida antes de poder cruzar en la Calle 62. Siguió corriendo por Madison hasta que encontró una cafetería donde entró a comprar una Coca-Cola Light, sólo para obtener cambio. Dejó la bebida al lado de la caja registradora, junto con una propina de generosidad desproporcionada, pero la cajera la consideró insuficiente. A su modo de ver, el cliente la había cargado con una Coca-Cola Light de la que debía deshacerse, una tarea indigna de ella, irrealizable o ambas cosas

– ¡Lo último que necesito es esta molestia! -le gritó la cajera. Sin duda le irritaba tener que dar más cambio del habitual. Eddie aguardó bajo la lluvia el autobús con destino a la avenida Madison. Ya estaba empapado, y pasaban cinco minutos de la hora convenida. Eran las siete y treinta y cinco y el acto empezaría a las ocho. Los organizadores de la lectura de Ruth Cole en la YMHA habían querido que Eddie y Ruth se encontraran unos minutos antes entre bastidores, a fin de tener un poco de tiempo para relajarse, "para conocerse mutuamente". Nadie, y por supuesto ni Eddie ni Ruth, había dicho "para reanudar su trato". (¿Cómo reanuda uno su trato con una niña de cuatro años cuando ésta tiene treinta y seis?)

Las demás personas que esperaban el autobús tuvieron la precaución de apartarse del bordillo, pero Eddie no se movió. Antes de detenerse, el vehículo le salpicó de cintura para arriba con el agua sucia de la alcantarilla, llena a rebosar. Ahora no sólo estaba mojado sino también sucio, y el agua turbia incluso había empapado el fondo de la cartera