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– ¿Qué edades tienen sus hijos? -le preguntó ella, cortésmente

Hannah le dijo mucho tiempo atrás que ésa era la primera pregunta que una debía hacerle a un divorciado. "Hablar de sus hijos hace que los divorciados se sientan buenos padres -le dijo Hannah-. Y si vas a relacionarte con él, necesitas saber si vas a habértelas con un crío de tres años o con un adolescente…, es muy distinto."

Mientras el autobús avanzaba hacia el este, Ruth ya se había olvidado de las edades que tenían los hijos de Scott Saunders. Le interesaba más comparar el juego de squash de éste con el de su padre

– Bueno, él suele ganar -admitió el abogado-. Después de ganar los tres o cuatro primeros juegos, normalmente me deja ganar uno o dos

– ¿Juegan tanto? -inquirió Ruth-. ¿Cinco o seis juegos?

– Jugamos durante una hora por lo menos, a menudo hora y media -respondió Scott-. La verdad es que no contamos el número de juegos

Ruth llegó a la conclusión de que Scott no duraría hora y media con ella. Sin duda el viejo iba a menos

– Supongo que le gusta correr -se limitó a decirle

– Estoy en bastante buena forma -respondió Scott Saunders.

Sí, parecía en muy buena forma, pero Ruth dejó pasar su observación. Miró a través de la ventanilla, sabiendo que él aprovechaba aquel momento para evaluarle los pechos. (Veía su reflejo en el cristal de la ventanilla.)

– Según su padre, es usted muy buena jugadora, más que la mayoría de los hombres -añadió el abogado-, pero dice que él seguirá siendo mejor que usted durante unos pocos años más

– Está equivocado -replicó Ruth-. No es mejor que yo, sólo lo bastante listo para no jugar en una pista de tamaño reglamentario. Y conoce bien su granero…, nunca juega conmigo en otra parte

– Probablemente hay algo psicológico en su ventaja -dijo el abogado

– Le ganaré -afirmó Ruth-. Entonces quizá deje de jugar.

– Podríamos jugar usted y yo alguna vez -le sugirió Scott Saunders-. Mis hijos sólo están conmigo los fines de semana. Hoy es martes…

– ¿No trabaja los martes? -le preguntó ella

Volvió a ver aquella expresión taimada en su sonrisa, como un secreto de cuya existencia le creía enterada, pero que quizá nunca le revelaría

– Estoy disfrutando de un permiso por divorcio. Me tomo todo el tiempo libre que puedo fuera del bufete

– ¿De veras lo llaman "permiso por divorcio"? -inquirió Ruth

– Por lo menos yo lo llamo así -respondió el abogado-. Pero la verdad es que, por lo que respecta al bufete, soy bastante independiente

Dijo esto último a la manera en que había dicho que estaba en bastante buena forma. Podría significar que acababan de despedirle, o que era un abogado criminalista con innumerables éxitos

Ruth supo que volvía a estar embarcada en una aventura. Se dijo que siempre le atraían los hombres que no le convenían porque estaba claro que la relación duraría poco

– Quizá podríamos enfrentarnos los tres en un torneo -le sugirió Scott-. Usted juega contra su padre, después su padre juega contra mí, luego yo contra usted…

– No me gusta esa clase de torneos -replicó Ruth-. Sólo juego con un contrincante, durante largo tiempo. Unas dos horas -añadió, mirando por la ventanilla a propósito, para que él le contemplara los senos cuanto quisiera.

– Dos horas… -repitió él

– Sólo bromeaba-le dijo Ruth. Se volvió a mirarle, sonriente.

– Bueno… Tal vez podríamos jugar mañana, solos los dos

– Primero quiero derrotar a mi padre

Sabía que Allan Albright era la siguiente persona con la que debería acostarse, pero le irritaba la necesidad de recordar a Allan y lo que debería hacer. En cualquier caso, Scott Saunders era un hombre más de su gusto

El abogado pelirrojo había aparcado su coche cerca del campo de la Pequeña Liga en Bridgehampton. Los dos cargaron con el equipaje de Ruth y recorrieron doscientos metros hasta el vehículo. Scott conducía con las ventanillas abiertas. Viraron para entrar en el Parsonage Lane de Sagaponack, avanzando hacia el este; la sombra alargada del coche iba delante de ellos. Hacia el sur, la luz sesgada prestaba un color de jade a los patatales. El océano, que resaltaba contra el azul desvaído del cielo, era tan brillante y de un azul tan profundo como el del zafiro

La tan valorada zona de los Hamptons estaba llena de corrupción, pero no le faltaban elementos positivos: allí, el final de un día a comienzos del otoño podía ser deslumbrante. Ruth se permitió pensar que aquel lugar estaba redimido, aunque sólo fuese en aquella época del año y aquella hora del atardecer en que todo se perdonaba. Su padre habría terminado de jugar al squash y, con su adversario derrotado, quizá se estaría duchando o nadaría desnudo en la piscina

La alta barrera de aligustres en forma de herradura que Eduardo plantara en el otoño de 1958 impedía por completo que llegara a la piscina la luz del atardecer. Los setos eran tan densos que sólo podían penetrar a su través los rayos de sol más tenues. Aquellos pequeños diamantes de luz moteaban el agua oscura de la piscina como una fosforescencia, o como monedas de oro que flotaran en la superficie en vez de hundirse. El borde de la plataforma de madera que rodeaba la piscina sobresalía por encima del agua. Para quien se bañaba, el chapoteo del agua era como el de un lago al golpear el embarcadero

Cuando llegaron a la casa, Scott ayudó a Ruth a llevar las maletas hasta el vestíbulo. El Volvo azul marino, que era el único coche de su padre, estaba en el sendero de acceso, pero Ted no respondió a la llamada de Ruth

– ¿Papá?

– Probablemente esté en la piscina -le dijo Scott, cuando ya se iba-. Suele bañarse a estas horas

– ¡Muchas gracias! -le gritó, y se dijo: "¡Oh, Allan, sálvame!". Confiaba en que nunca volvería a ver a Scott Saunders ni a ningún otro hombre como él

El equipaje constaba de una maleta grande, una bolsa para trajes, y una maleta más pequeña que era su equipaje de mano cuando viajaba en avión. Empezó por llevar arriba la bolsa para trajes y la maleta más pequeña. Mucho tiempo atrás, cuando tenía nueve o diez años, dejó el dormitorio cuyo baño compartía con su padre para ocupar la más grande y alejada de las habitaciones para invitados. Era la habitación que Eddie O'Hare ocupó en el verano de 1958. A Ruth le gustaba debido a la distancia que la separaba del dormitorio de su padre, y también porque tenía su propio baño

La puerta del dormitorio principal estaba entreabierta, pero su padre no se encontraba allí. Ruth le llamó de nuevo al pasar ante la puerta ligeramente abierta. Como siempre, las fotografías en el largo corredor del piso de arriba atrajeron su atención

Todos los ganchos para cuadros, que ella recordaba mejor que las fotos de sus hermanos muertos, estaban ahora cubiertos: sostenían centenares de insulsas fotografías de Ruth, en cada fase de su infancia y a lo largo de su juventud. A veces su padre salía en la foto, pero normalmente él era el fotógrafo. Con frecuencia Conchita Gómez aparecía en la foto con Ruth. Y luego estaban las innumerables fotos del seto, que servían para medir cuánto crecía un verano tras otro: Ruth y Eduardo, colocados en actitud solemne ante el aligustre cada vez más alto. Por mucho que Ruth creciera, el imparable seto creció más rápidamente, hasta que un día duplicó la altura de Eduardo. (En varias de las fotografías, éste parecía temer un poco al seto.) Y, por supuesto, también había algunas fotografías recientes de Ruth con Hannah