– Si necesitas ayuda para cuidar de Ruth, puedes llamar a Alice -le sugirió Marion-. Le he dicho a Alice que tú o Ted podríais llamarla. Incluso le he dicho que llame a casa a media tarde, por si la necesitáis
Alice era la niñera de la tarde, la guapa universitaria que tenía su propio coche. Eddie le recordó a Marion que, de todas las niñeras, aquélla era la que menos le gustaba
– Será mejor que cambies un poco de idea -replicó Marion-. Si Ted te manda a paseo, y no veo por qué no habría de hacerlo, necesitarás que te lleven a Orient Point para tomar el transbordador. Ted tiene prohibido conducir, ya lo sabes… Claro que, aunque pudiera, no creo que quisiera llevarte
– Ted me mandará a paseo y tendré que pedirle a Alice que me lleve -resumió Eddie
Marion se limitó a darle un beso
Por fin llegó el momento. Cuando Eddie se detuvo en el sendero de acceso a la casa de la señora Vaughn, en Gin Lane, Ted le dijo:
– Espérame aquí, porque no voy a aguantar media hora con esa mujer. Tal vez veinte minutos como mucho. Quizá diez…
– Me voy y vuelvo -mintió Eddie
– Vuelve dentro de un cuarto de hora -dijo Ted
Entonces reparó en las largas tiras de su habitual papel de dibujo. El viento hacía revolotear los fragmentos de sus dibujos, que habían sido hechos pedazos. La imponente barrera de aligustres había impedido que la mayor parte de los fragmentos llegaran a la calle, pero los setos estaban cubiertos de banderolas ondeantes y tiras de papel, como si los revoltosos invitados a un banquete de bodas hubieran sembrado de confeti improvisado la finca de los Vaughn
Mientras Ted avanzaba a paso lento y agobiado, Eddie bajó del coche para observar. Incluso siguió a Ted un corto trecho. El patio estaba lleno de trozos de papel con dibujos de Ted, y el surtidor estaba obturado por un amasijo de papel. El agua de la pila tenía un color marrón grisáceo, una tonalidad sepia
– La tinta de calamar… -dijo Ted en voz alta
Eddie, caminando hacia atrás, retrocedía ya hacia el coche. Había visto al jardinero encaramado a una escalera de mano, retirando papeles del seto. El hombre los había mirado a los dos con el ceño fruncido, pero Ted no había reparado ni en el jardinero ni en la escalera. La tinta de calamar que ensuciaba el agua del surtidor le había atraído por completo la atención.
– Dios mío… -musitó mientras Eddie se marchaba
En comparación con Ted, el jardinero vestía mejor. Ted siempre vestía con descuido, en general prendas arrugadas: tejanos, una camiseta de media manga metida bajo el pantalón y (aquella mañana de viernes algo fría) una camisa de franela sin abrochar que aleteaba al viento. Además, no se había afeitado, pues quería dar la peor impresión posible a la señora Vaughn. (Ted y sus dibujos ya habían causado la peor impresión posible al jardinero.)
– ¡Que sean cinco minutos! -le gritó Ted a Eddie
En vista de la larga jornada que tenía por delante, poco importaba que Eddie no le hubiera oído
En Sagaponack, Marion había metido en una bolsa una toalla grande de playa para Ruth, la cual llevaba ya el bañador bajo los pantalones cortos y la camiseta. La bolsa contenía además toallas corrientes y dos mudas, incluidos unos pantalones largos y una sudadera
– Puedes llevarla a almorzar donde te parezca -le dijo Marion a Eddie-. Recuerda que sólo come emparedados de queso a la plancha con patatas fritas
– Y ketchup -puntualizó Ruth
Marion intentó darle a Eddie un billete de diez dólares para la comida
– Tengo dinero -replicó el muchacho, pero cuando éste se volvió para acomodar a Ruth en el Chevy, Marion le metió el billete en el bolsillo trasero derecho de los tejanos, y él recordó lo que había sentido la primera vez que ella le atrajo tirando de la cintura de sus pantalones, la sensación de los nudillos femeninos contra el vientre desnudo. Entonces le quitó la presilla del pantalón y le bajó la cremallera de la bragueta, un gesto que Eddie recordaría durante cinco o diez años cada vez que se desvistiera
– Cariño -le dijo Marion a Ruth-, recuerda que no debes llorar cuando el médico te quite los puntos. Te prometo que no te hará ningún daño
– ¿Puedo quedarme los puntos? -le preguntó la niña.
– Supongo que sí… -replicó Marion
– Claro que puedes quedártelos -le aseguró Eddie.
– Hasta la vista, Eddie -dijo Marion
Vestía pantalones cortos y zapatillas de tenis, aunque no jugaba al tenis, y una holgada camisa de franela que era de Ted y le iba demasiado grande. No llevaba sostén. Aquella mañana, a primera hora, cuando Eddie se marchaba para recoger a Ted en la casa vagón, Marion le había tomado la mano para aplicarla sobre su pecho desnudo. Pero cuando el muchacho intentó besarla, ella retrocedió. La sensación de su pecho permaneció en la mano derecha de Eddie, y ahí seguiría durante diez o quince años
– Háblame de los puntos -le pidió Ruth a Eddie mientras él giraba a la izquierda
– No los notarás mucho cuando el doctor te los quite -dijo Eddie
– ¿Por qué no?
Antes de tomar el siguiente giro, a la derecha, el muchacho tuvo el último atisbo de Marion por el retrovisor. Marion estaba al volante del Mercedes. Eddie sabía que ella no iba a girar a la derecha, pues el lugar donde la esperaban los empleados de mudanzas estaba en línea recta. El sol de la mañana, que brillaba intensamente por el lado del conductor, iluminaba el lado izquierdo del rostro de Marion. El cristal de la ventanilla estaba bajado, y Eddie vio que el viento le hacía ondear el cabello. Poco antes de que él girase, Marion saludó a Eddie y a Ruth agitando la mano, como si todavía se propusiera estar allí cuando regresaran
– ¿Por qué no me dolerá cuando me quiten los puntos? -volvió a preguntarle la niña
– Porque la herida está curada, la piel ha vuelto a crecer -le dijo Eddie
Marion había desaparecido de la vista, y el muchacho se preguntaba si todo había terminado. "Hasta la vista, Eddie." ¿Habían sido ésas sus últimas palabras? "Supongo que sí…" era lo último que le había dicho a su hija. Eddie no podía creer que la despedida hubiese sido tan brusca: la ventanilla abierta del Mercedes, el cabello de Marion ondeando al viento, el brazo que la mujer agitaba fuera de la ventanilla. Y la luz del sol le iluminaba sólo media cara; el resto no se veía. Eddie O'Hare no podía saber que ni Ruth ni él verían de nuevo a Marion hasta pasados treinta y siete años. Pero, durante ese largo tiempo, Eddie se haría cruces de la aparente indiferencia de su partida
¿Cómo había podido hacerlo?, se preguntaría Eddie, el mismo interrogante que un día Ruth se plantearía acerca de su madre
Le extrajeron los dos puntos con tal rapidez que Ruth no tuvo tiempo de llorar. La pequeña estaba más interesada en los puntos que en la cicatriz casi perfecta. La tenue línea blanca sólo estaba algo descolorida por los restos de yodo o cualquiera que fuese el antiséptico, el cual había dejado una mancha pardoamarillenta. El médico le dijo que ahora podía volver a mojarse el dedo y que con el primer baño que se diera la mancha desaparecería. Pero a Ruth le interesaba más que no sufrieran ningún daño los dos puntos, cada uno de ellos cortado por la mitad y metidos en un sobre junto con la costra, ésta cerca del extremo anudado de uno de los cuatro trocitos de hilo
– Quiero enseñarle a mamá los puntos y la costra -dijo Ruth.
– Primero vayamos a la playa -sugirió Eddie
– Primero vamos a enseñarle la costra y luego los puntos -replicó Ruth
– Ya veremos… -empezó a decirle Eddie
Pensó que el consultorio del médico en Southampton no estaba a más de quince minutos a pie desde la mansión de la señora Vaughn en Gin Lane. Eran las diez menos cuarto de la mañana. Si Ted seguía allí, ya llevaba más de una hora con la señora Vaughn. Lo más probable era que Ted no estuviera con la señora Vaughn, pero tal vez había recordado que a Ruth le quitaban los puntos aquella mañana y quizá sabía dónde estaba el consultorio del médico