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– Vamos a la playa -le dijo Eddie a la pequeña-. Démonos prisa

– Primero la costra, luego los puntos y después a la playa -replicó la niña

– Hablemos de todo eso en el coche -sugirió Eddie

Pero no hay manera de efectuar una negociación directa con una criatura de cuatro años. Aunque no toda negociación tiene que ser difícil, pocas son las que no requieren una considerable cantidad de tiempo

– ¿Nos hemos olvidado de la foto? -le preguntó Ruth.

– ¿La foto? -replicó Eddie-. ¿Qué foto?

– ¡Los pies! -exclamó Ruth.

– Ah, pues… la foto no está lista

– ¡Eso está muy mal! -exclamó la niña-. Mis puntos están listos, mi corte está curado

– Sí -convino Eddie

Creyó ver en eso una manera de desviar la atención de la pequeña; de este modo se olvidaría de que quería mostrar la costra y los puntos a su madre antes de ir a la playa

– Mira, iremos a la tienda y les diremos que nos den la foto -sugirió Eddie

– La foto arreglada -precisó Ruth.

– ¡Buena idea! -exclamó Eddie

El muchacho se dijo que a Ted no se le ocurriría pensar en la tienda de marcos, por lo que era un lugar casi tan seguro como la playa. Pensó que primero debía hablar mucho de la foto, para que Ruth se olvidara de que quería enseñarle a Marion la costra y los puntos. (Mientras la niña miraba a un perro que se estaba rascando en el aparcamiento, Eddie metió en la guantera la costra y los preciados puntos.) Pero la tienda de marcos no era tan segura como Eddie había supuesto

¿Por qué asustarse a las diez de la mañana?

Ted no se había acordado de que a Ruth le quitaban los puntos aquella mañana. La señora Vaughn no le había dado tiempo para acordarse de nada. Aún no habían transcurrido cinco minutos desde su llegada a la casa cuando la mujer le perseguía por el patio y por Gin Lane, armada con un cuchillo de sierra para cortar pan, mientras le gritaba que era "la encarnación de la perversidad". (Ted recordaba vagamente que ése era el título de un cuadro terrible que figuraba en la colección de arte de los Vaughn.)

El jardinero, que había observado la aproximación del "artista", como le llamaba despectivamente, a la mansión de los Vaughn, también fue testigo de la retirada de Ted por el patio, en cuyo surtidor de agua turbia el artista estuvo a punto de caer, a causa de los implacables tajos y cuchilladas que la señora Vaughn daba al aire. Ted corrió por el sendero de acceso y salió a la calle perseguido por su encolerizada ex modelo

El jardinero, temeroso de que uno de ellos se abalanzara de cabeza contra la escalera de mano, que medía cuatro metros, se aferró precariamente a lo alto del seto de aligustres y desde esa altura observó que Ted Cole corría más que la señora Vaughn, la cual abandonó la persecución a escasa distancia del cruce de Gin Lane y Wyandanch. Cerca del cruce había otra alta barrera de aligustres y, desde la perspectiva elevada pero distante del jardinero, Ted desapareció en los setos o giró hacia el norte, por Wyandanch Lane, sin mirar atrás ni una sola vez. La señora Vaughn, todavía hecha un basilisco y llamando una y otra vez al artista "la encarnación de la perversidad", regresó al sendero de acceso a su casa. De una manera espontánea, que al jardinero le parecía involuntaria, seguía cortando y acuchillando el aire con el cuchillo de sierra

Sobre la finca de los Vaughn y en Gin Lane se hizo un profundo silencio. Ted, metido en la espesura de aligustres, apenas podía moverse para consultar su reloj. El laberinto de aligustres tenía tal densidad que ni siquiera un Jack Russell terrier podría haber penetrado en el seto; pero allí se había metido Ted, que estaba ahora lleno de arañazos y tenía las manos y la cara ensangrentadas. Sin embargo, se había librado del cuchillo de cortar pan y, por el momento, de la señora Vaughn. Pero ¿dónde estaba Eddie? Ted esperó entre los aligustres a que apareciera el familiar Chevy modelo 1957

El jardinero, que había iniciado la tarea de recoger los dibujos hechos trizas de su patrona y del hijo de ésta una hora o más antes de que Ted apareciera, hacía rato que había dejado de mirar los restos de los dibujos, pues incluso lo que revelaban los fragmentos era demasiado turbador. Ya conocía los ojos y la boca pequeña de su patrona, así como el resto de sus tensas facciones, ya conocía sus manos y la tensión tan poco natural de sus hombros. El jardinero hubiese preferido imaginar los senos y la vagina de la señora Vaughn. Lo que había visto de su desnudez en los dibujos destrozados no era en absoluto invitador. Además, había trabajado con mucha rapidez, pues aunque comprendía bien por qué la señora Vaughn habría querido eliminar los dibujos, no concebía qué clase de locura se había apoderado de ella para destrozar las imágenes pornográficas de sí misma en medio de un vendaval y con todas las puertas abiertas. En el lado de la casa que daba al mar, los trozos de papel se habían detenido en la barrera de rosales, pero algunas vistas parciales de la señora Vaughn y su hijo se habían desplazado por el sendero y ahora revoloteaban en la playa

Al jardinero no le hacía mucha gracia el hijo de la señora Vaughn. Era un chiquillo altivo que una vez se hizo pis en el estanque para pájaros y luego lo había negado. Pero el jardinero era un fiel empleado de la familia Vaughn desde antes de que naciera el mocoso, y además sentía cierta responsabilidad hacia el vecindario. El jardinero no sabía de nadie a quien pudieran agradarle incluso aquellas vistas parciales de las partes íntimas de la señora Vaughn. No obstante, la fascinación por averiguar lo que había sido del artista (a saber, ¿estaba escondido en un seto vecino o había escapado hacia Southampton?) puso fin al brioso ritmo con que trabajaba para limpiar el estropicio

A las nueve y media de la mañana, cuando Eddie O'Hare llevaba ya una hora de retraso, Ted Cole salió gateando del seto de aligustres en Gin Lane y caminó con cautela, pasando ante el sendero de acceso a la finca de los Vaughn, para darle a Eddie una oportunidad de verle, por si el chico, por alguna razón, le había estado esperando en el extremo oeste de Gin Lane que se cruza con la calle South Main

En opinión del jardinero, ese movimiento fue imprudente e incluso temerario. Desde lo alto de la torrecilla que había en el tercer piso de la mansión de los Vaughn, la señora podía ver el seto. Si la mujer agraviada estaba en la torrecilla, abarcaría desde allí una vista general de Gin Lane

Lo cierto es que la señora Vaughn debía de estar en aquella atalaya, porque apenas unos segundos después de que Ted pasara ante el sendero de acceso y empezara a apretar el paso a lo largo de Gin Lane, el jardinero se alarmó al oír el rugido del coche de la dama. Era un Lincoln de un negro reluciente, y salió del garaje a tal velocidad que patinó sobre las piedras del patio y a punto estuvo de estrellarse contra el surtidor de agua turbia. En el último momento, la señora Vaughn intentó evitar el surtidor y giró el volante demasiado cerca del seto. El Lincoln derribó la escalera de mano y dejó al apurado jardinero agarrado a lo alto del seto

– ¡Corra! -le gritó el hombre a Ted

Que Ted viviera para ver otro día se debió sin duda al ejercicio regular y riguroso que hacía en esa pista de squash que le daba una ventaja injusta. A pesar de sus cuarenta y cinco años, Ted corría como un gamo. Saltó por encima de varios rosales sin aminorar la velocidad y cruzó corriendo un césped, ante un hombre que estaba limpiando una piscina y que se quedó mirándole embobado y en silencio. Luego le persiguió un perro, por suerte pequeño y más bien cobarde. Ted desprendió un bañador femenino de un tendedero, azotó con la prenda el morro del asustadizo animal y éste se alejó con el rabo entre las patas. Como es natural, varios jardineros, sirvientas y amas de casa gritaron al intruso, pero éste, sin inmutarse, saltó tres vallas y escaló un muro de piedra bastante alto. Sólo pisoteó dos parterres de flores, y no vio que el Lincoln de la señora Vaughn rebasaba la esquina de Gin Lane y enfilaba la calle South Main, donde, en el acaloramiento de la persecución, derribó una señal de tráfico. Sin embargo, entre los listones de una valla de madera en Toylsome Lane, Ted vio que el Lincoln, negro como un coche funerario, avanzaba paralelo a él mientras atravesaba dos extensiones de césped, un huerto lleno de árboles frutales y algo que parecía un jardín japonés, donde se metió en un estanque con peces de colores y se mojó los zapatos y los tejanos hasta las rodillas