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– ¡Limpia este desastre y luego lárgate! -le gritó la señora Vaughn a Eduardo, el cual pendía del seto totalmente inmóvil, como paralizado por la incredulidad-. ¡Hoy es tu último día en esta casa! ¡Estás despedido!

– ¡Pero no puedo bajar! -le dijo él quedamente, sabiendo incluso antes de hablar que la puerta se cerraría con violencia mientras hablara

A pesar del tirón muscular en el abdomen, Eduardo halló las fuerzas necesarias para superar su dolor. Sin duda le ayudó la sensación de que había sido tratado injustamente, pues logró realizar otra flexión, enderezarse y mantener la dolorosa postura el tiempo suficiente para desatarse la bota. Liberó el pie atrapado y cayó de cabeza a través del centro del seto, agitando brazos y piernas. Afortunadamente aterrizó a gatas entre las raíces y salió arrastrándose al patio, escupiendo ramitas y hojas

Eduardo aún sentía náuseas, estaba mareado y de vez en cuando se quedaba aletargado a causa de los gases emitidos por el Lincoln. Además, una rama le había hecho un corte en el labio superior. Intentó andar con normalidad, pero no tardó en ponerse de nuevo a gatas y, en esta postura animaloide, se aproximó al surtidor obturado y sumergió la cabeza en el agua, haciendo caso omiso de la tinta de calamar. El agua estaba turbia y olía a pescado, y cuando el jardinero alzó la cabeza de la fuente y se escurrió el agua del cabello, tenía las manos y la cara de color sepia. Eduardo sintió deseos de vomitar mientras subía por la escalera de mano para recuperar su bota

Entonces el aturdido jardinero renqueó sin objeto por el patio. Puesto que le habían despedido, ¿para qué iba a recoger los fragmentos de pornografía, tal como la señora Vaughn le había exigido? No veía por qué razón habría de realizar cualquier tarea para una mujer que no sólo le había despedido sino que también le había dejado abandonado a su suerte, sin que le importara que se muriese. No obstante, cuando decidió marcharse, se dio cuenta de que el Lincoln sin combustible obstruía el sendero. La camioneta de Eduardo, que siempre estaba aparcada fuera de la vista (detrás del cobertizo de las herramientas, el garaje y la dependencia auxiliar del jardín), no podría pasar por el lado del seto mientras el Lincoln bloqueara el camino. El jardinero tuvo que trasegar con un sifón gasolina de la máquina cortacésped a fin de poner en marcha el Lincoln y devolver el coche abandonado al garaje. Pero, por desgracia, esta actividad no le pasó desapercibida a la señora Vaughn

La mujer se enfrentó a Eduardo en el patio, donde sólo el surtidor los separaba. La pileta de agua sucia era ahora tan desagradable como un estanque para pájaros en el que se hubiera ahogado un centenar de murciélagos. La señora Vaughn sostenía algo, un cheque, y el sufrido jardinero la miró cautelosamente. Renqueaba de costado, procurando que el surtidor estuviera siempre entre ellos, mientras la mujer empezaba a rodear el agua ennegrecida para ir a su encuentro

– ¿No quieres esto? -le preguntó la maligna mujercilla-. ¡Es tu última paga!

Eduardo se detuvo. Si iba a pagarle, tal vez se quedaría a recoger los jirones de pornografía. Al fin y al cabo, el mantenimiento de la finca de los Vaughn había sido su principal fuente de ingresos durante muchos años. El jardinero era un hombre orgulloso y aquella zorra en miniatura le había humillado. No obstante, pensó que si el cheque que le ofrecía era el de la última paga que recibiría de ella, la cantidad sería considerable

Con la mano extendida, Eduardo rodeó cautamente la fuente sucia y se aproximó a la señora Vaughn, la cual le permitió que lo hiciera. Había llegado casi ante ella, cuando la mujer hizo varios dobleces en el cheque y, cuando tuvo la forma aproximada de un barco, lo arrojó al agua turbia. El cheque cayó en la nauseabunda pileta. Eduardo se vio obligado a vadearla para recoger el cheque, cosa que hizo con nerviosismo

– ¡Vete a tomar por el saco! -le gritó la señora Vaughn. Nada más sacar el cheque del agua, Eduardo vio que la tinta se había corrido y no podía leer la cantidad ni la apretada firma de la señora Vaughn. Y antes de que pudiera salir del agua que hedía a pescado, supo, sin necesidad de mirar la altiva figura que se alejaba, que iba a dar otro portazo. El jardinero despedido secó el cheque nulo apretándolo contra los pantalones y se lo guardó en la cartera. No sabía por qué se molestaba. Eduardo dejó la escalera de mano en su lugar habitual, apoyada en la dependencia auxiliar del jardín. Vio un rastrillo que se había propuesto reparar, se preguntó por un momento qué debería hacer con él y lo dejó sobre la mesa de trabajo en el cobertizo de las herramientas. No le quedaba más que irse a casa, y se dirigía ya, renqueando lentamente, hacia su camioneta, cuando de repente vio las tres grandes bolsas para hojarasca que ya había llenado con los fragmentos de los dibujos rotos. Había calculado que los jirones restantes, cuando los hubiera recogido todos, podrían llenar otras dos bolsas

Eduardo Gómez tomó la primera de las tres bolsas llenas y la vació sobre el césped. El viento hizo revolotear enseguida algunos pedazos de papel, pero el jardinero no estuvo satisfecho con los resultados y se puso a pisotear el montón de papel y a darle puntapiés, como un niño a un montón de hojas. Los largos jirones volaron por el jardín y cubrieron el estanque para pájaros. Los rosales plantados en el fondo del jardín, allí donde arrancaba el sendero que conducía a la playa, eran un imán para los pedazos de papel, los cuales se adherían a todo lo que tocaban como los adornos a un árbol navideño

Cojeando, el jardinero se dirigió al patio con las dos últimas bolsas llenas de papel. Vació la primera en el surtidor, donde la masa de los dibujos hechos trizas absorbió el agua ennegrecida como una esponja gigantesca e inamovible. La última bolsa, que por casualidad incluía algunas de las mejores, aunque muy destrozadas, vistas de la entrepierna de la señora Vaughn, no plantearon reto alguno a la restante creatividad de Eduardo. El inspirado hombre renqueó en círculos alrededor del patio mientras sostenía la bolsa abierta por encima de la cabeza. Era como una cometa que se negara a volar, pero los innumerables trocitos de pornografía emprendieron realmente el vuelo: subieron a lo alto del seto, de donde el heroico jardinero los había retirado antes, y también se alzaron por encima del aligustre. Como si quisiera recompensar a Eduardo Gómez por su valor, una fuerte brisa marina hizo volar vistas parciales de los senos y la vulva de la señora Vaughn hacia ambos extremos de Gin Lane

Más tarde, la policía de Southampton tuvo noticia de que dos chicos que iban en bicicleta habían tenido un atisbo alarmante de la anatomía de la señora Vaughn, nada menos que en First Neck Lane, lo cual era un testimonio de la fuerza del viento, que había transportado aquel primer plano del pezón de la dama y su aréola irregularmente alargada hasta la otra orilla del lago Agawam. (Los muchachos, que eran hermanos, llevaron a casa el fragmento de dibujo pornográfico, sus padres descubrieron la obscenidad y llamaron a la policía.)

El lago Agawam, no mucho mayor que un estanque, separaba Gin Lane de First Neck Lane, donde, en el mismo momento en que Eduardo soltaba los restos de los dibujos de Ted Cole, el artista trataba de seducir a una chica de unos dieciocho años con unos pocos kilos de más. Glorie había llevado a Ted a su casa para presentárselo a su madre, sobre todo porque la joven no tenía coche propio y necesitaba el permiso materno para utilizar el vehículo de la familia

El trayecto desde la librería hasta la casa de Glorie, que estaba en First Neck Lane, no era largo, pero el sutil cortejo de la universitaria que emprendió Ted había sido interrumpido varias veces por las insultantes preguntas que le hacía la patética y peroide amiga de Glorie. Effie no estaba tan entusiasmada, ni mucho menos, con La puerta en el suelo; la chica que cargaba con la tragedia de su fealdad no había escrito su trabajo de examen trimestral sobre el atavismo percibido en los símbolos de temor de Ted Cole. A pesar de su inmisericorde fealdad, Effie estaba mucho más libre de mojigangas que Glorie