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– Buena idea, Eddie -dijo Ted al muchacho.

Las patatas fritas estaban congeladas, tuvieron que calentar previamente el horno y Ted estaba demasiado bebido para encontrar la sandwichera. No obstante, con la ayuda del ketchup, los tres lograron dar cuenta de aquella deplorable comida. Mientras oía cómo la niña y su padre subían la escalera, describiéndose mutuamente las fotografías desaparecidas, Eddie pensaba que, dadas las circunstancias, la cena había sido civilizada. A veces Ted se inventaba, o por lo menos describía, una fotografía que Eddie no recordaba haber visto, pero a Ruth no parecía importarle. La pequeña también inventó una o dos fotos.

Un día, cuando no pudiera recordar muchas de las fotos, lo inventaría casi todo. Y Eddie, mucho después de que hubiera olvidado casi todas las fotografías, también las inventaría. Sólo Marion no tendría necesidad de inventarse a Thomas y a Timothy. Ruth, por supuesto, pronto aprendería a inventarse también a su madre.

Mientras Eddie hacía el equipaje, Ruth y Ted hablaban sin cesar de las fotos, reales e imaginadas, y aquella cháchara impedía al muchacho concentrarse en su problema inmediato: ¿quién le llevaría a Orient Point para tomar el transbordador? Entonces dio con la lista de todos los exonianos vivos que residían en los Hamptons. El incorporado más recientemente a la lista, un tal Percy S. Wilmot, graduado en 1946, vivía en la cercana localidad de Wainscott.

Eddie debía de tener la edad de Ruth cuando el señor Wilmot se graduó en Exeter, pero era posible que aquel caballero recordara al padre de Eddie. ¡Sin duda todo exoniano por lo menos había oído hablar de Minty O'Hare! Pero ¿valdría la relación con Exeter un viaje a Orient Point? Eddie lo dudaba. No obstante, se dijo que al menos sería instructivo telefonear a Percy Wilmot, aunque sólo fuese para fastidiar a su padre, por el gustazo de decirle a Minty: «Mira, llamé a todos los exonianos vivos en los Hamptons, rogándoles que me llevaran al transbordador, ¡y todos se negaron!».

Pero cuando Eddie bajó a la cocina para llamar por teléfono, vio en el reloj de pared que era casi medianoche. Sería más prudente llamar al señor Wilmot por la mañana. Sin embargo, a pesar de lo tarde que era, no vaciló en llamar a sus padres. Eddie sólo podía sostener una breve conversación con su padre si éste estaba medio dormido. El muchacho deseaba que la conversación fuese breve, porque Minty se excitaba con facilidad incluso cuando estaba medio dormido.

– Todo va bien, papá -le dijo Eddie-. No, no pasa nada. Sólo quería que mañana tú o mamá estéis cerca del teléfono, por si llamo. Si consigo que me lleven al transbordador, llamaré antes de salir.

– ¿Te han despedido? -le preguntó Minty. Eddie oyó que susurraba a su madre: «Es Edward. ¡Creo que lo han despedido!».

– No, no me han despedido -mintió Eddie-. He terminado el trabajo.

Naturalmente, Minty no se conformó con esa explicación, e insistió en que no había imaginado que uno pudiera «terminar» aquella clase de trabajo. Minty también calculó que, para desplazarse a New London desde Exeter, necesitaría media hora más de lo que necesitaría Eddie para ir a Orient Point desde Sagaponack y embarcar en el transbordador con destino a New London.

– Entonces te esperaré en New London, papá.

Como conocía a Minty, Eddie sabía también que, incluso avisándole con tan poca antelación, su padre le estaría esperando en el muelle de New London. Le acompañaría su madre: ella sería esta vez la «copiloto».

Tras la llamada telefónica, Eddie salió al jardín. Necesitaba librarse de los murmullos procedentes del piso superior, donde Ted y Ruth todavía recitaban las historias suscitadas por las fotos desaparecidas, tanto las que se sabían de memoria como las que imaginaban. En el fresco jardín, con la cacofonía de los grillos y las ranas arborícolas, unida al fragor distante del oleaje, las voces de padre e hija se perdieron.

Eddie había acertado a oír una sola discusión entre Ted y Marion, y ocurrió en aquel jardín espacioso pero descuidado. Marion lo llamaba un «jardín en gestación», pero sería más exacto decir que era un jardín inmovilizado por el desacuerdo y la indecisión. Ted había querido instalar una piscina. Marion se opuso, diciendo que ofrecerle una piscina a Ruth sería mimarla demasiado, o que se ahogaría en ella.

– No le ocurrirá tal cosa, con todas las niñeras que la cuidan… -argumentó Ted, lo cual Marion interpretó como otra severa crítica de su valía maternal.

Ted también había querido instalar una ducha al aire libre, próxima a la pista de squash en el granero transformado y, al mismo tiempo, lo bastante cerca de la piscina, a fin de que los niños, al volver de la playa, pudieran quitarse la arena antes de meterse en la piscina.

– ¿Qué niños? -le preguntó Marion.

– Por no decir antes de entrar en la casa -añadió Ted. Detestaba que hubiera arena en la casa. Ted jamás iba a la playa, excepto en invierno, después de las tormentas. Le gustaba ver lo que quedaba en la orilla después de las tormentas, y a veces se llevaba a casa algunos de aquellos objetos para dibujarlos. (Madera de acarreo de formas peculiares, el caparazón de un cangrejo bayoneta, una cometa con la cara como una máscara de Halloween y la cola con púas, una gaviota muerta.)

Marion sólo iba a la playa si Ruth quería ir y era sábado o domingo, o si, por alguna razón, no había ninguna niñera para cuidar de la niña. A Marion no le gustaba demasiado el sol, y en la playa se cubría con una camisa de manga larga. Se ponía una gorra de béisbol y gafas de sol, de modo que nadie sabía nunca quién era, y se sentaba para contemplar a Ruth mientras ésta jugaba en la orilla. Cierta vez le dijo a Eddie que, cuando estaba en la playa, no era tanto una madre como una niñera; es más, que se interesaba menos por la niña que una buena niñera.

Ted había querido que la ducha al aire libre tuviera varias alcachofas, de modo que tanto él como su contrincante en el juego de squash pudieran ducharse a la vez, «como en un vestuario», había dicho. «0 para que todos los niños puedan ducharse juntos.»

– ¿Qué niños? -repitió Marion.

– Bueno, pues Ruth y su niñera -replicó Ted.

El césped del descuidado jardín cedió el paso a un campo abandonado lleno de altas hierbas y margaritas. Ted creía que hacía falta más césped y alguna clase de barrera para que los vecinos no le vieran a uno cuando se bañaba en la piscina.

– ¿Qué vecinos? -le preguntó Marion.

– Algún día habrá muchos más vecinos -respondió Ted, y en eso tenía razón.

Pero ella había querido un tipo distinto de jardín. Le gustaba el campo de altas hierbas y margaritas, y no le habría desagradado que hubiera más flores silvestres. Le gustaba el aspecto de un jardín asilvestrado, y tal vez un emparrado, pero dejando que las enredaderas se extendieran sin ninguna cortapisa. Y debería haber menos césped, no más, y más flores, pero no flores remilgadas.

– Remilgadas… -dijo Ted despectivamente.

– Las piscinas son remilgadas -afirmó Marion-, y si hay más césped, parecerá un campo atlético. ¿Para qué necesitamos un campo atlético? ¿Es que Ruth va a lanzar una pelota o a darle puntapiés con todo un equipo?

– ¿Querrías más césped si los chicos vivieran? -le dijo Ted-. A ellos les gustaba jugar a la pelota.

Así había terminado la discusión. El jardín se quedó como estaba. Si no era exactamente un «jardín en gestación», por lo menos era un jardín sin terminar.

En la oscuridad, mientras escuchaba a los grillos, las ranas arborícolas y la percusión distante del oleaje, Eddie imaginaba en qué acabaría convirtiéndose el jardín. Oyó el tintineo de los cubitos de hielo en el vaso antes de ver a Ted y antes de que éste le viera.

La planta baja de la casa estaba a oscuras. Sólo había luz en el corredor del piso de arriba, en la habitación de invitados, donde Eddie la había dejado encendida, y en el dormitorio principal, donde la lámpara de la mesilla de noche iluminaba débilmente la estancia para tranquilizar a Ruth. Eddie se hacía cruces de cómo Ted había podido prepararse otra bebida en la oscuridad. -¿Duerme Ruth? -le preguntó Eddie. -Sí, por fin -dijo Ted-. La pobre niña.