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– ¡Lo último que necesito es esta molestia! -le gritó la cajera. Sin duda le irritaba tener que dar más cambio del habitual. Eddie aguardó bajo la lluvia el autobús con destino a la avenida Madison. Ya estaba empapado, y pasaban cinco minutos de la hora convenida. Eran las siete y treinta y cinco y el acto empezaría a las ocho. Los organizadores de la lectura de Ruth Cole en la YMHA habían querido que Eddie y Ruth se encontraran unos minutos antes entre bastidores, a fin de tener un poco de tiempo para relajarse, "para conocerse mutuamente". Nadie, y por supuesto ni Eddie ni Ruth, había dicho "para reanudar su trato". (¿Cómo reanuda uno su trato con una niña de cuatro años cuando ésta tiene treinta y seis?)

Las demás personas que esperaban el autobús tuvieron la precaución de apartarse del bordillo, pero Eddie no se movió. Antes de detenerse, el vehículo le salpicó de cintura para arriba con el agua sucia de la alcantarilla, llena a rebosar. Ahora no sólo estaba mojado sino también sucio, y el agua turbia incluso había empapado el fondo de la cartera

Llevaba en ella un ejemplar firmado de Sesenta veces para dárselo a Ruth, aunque se había publicado tres años antes; si Ruth se había sentido inclinada a leerlo, ya lo habría hecho. Eddie había imaginado a menudo las observaciones que haría Ted Cole a su hija sobre el tema de Sesenta veces. "Ilusiones", habría comentado, o "Pura imaginación… Tu madre apenas conocía a ese tipo". Lo que Ted había dicho realmente a su hija era más interesante, y del todo cierto con respecto a Eddie. Ted le dijo a su hija:

– Ese pobre chico nunca superó la impresión de tirarse a tu madre

– Ya no es un chico, papá -replicó Ruth-. Si yo estoy en la treintena, él tiene cuarenta y tantos, ¿no?

– Sigue siendo un chico, Ruthie -insistió Ted-. Eddie siempre será un chico

Lo cierto era que, cuando subió al autobús, la fatiga y la angustia acumuladas le daban el aspecto de un adolescente de cuarenta y ocho años. El conductor estaba molesto con él porque Eddie no sabía cuál era la tarifa exacta, y aunque tenía un bolsillo lleno de calderilla, sus pantalones estaban tan mojados que se vio obligado a sacar las monedas una a una. Los pasajeros que estaban detrás de él, la mayoría de ellos aún bajo la lluvia, también se impacientaban

Entonces, cuando intentaba extraer el agua que había entrado en la cartera, Eddie vertió el líquido amarronado sobre el zapato de un anciano que no hablaba inglés. No comprendía lo que aquel pasajero le estaba diciendo, ni siquiera sabía en qué idioma le hablaba. También era difícil oír en el interior del autobús, e imposible distinguir lo que decía el conductor de vez en cuando: ¿los nombres de las calles que cruzaban?, ¿las paradas ante las que pasaban de largo o se detenían si algún pasajero lo solicitaba?

La razón de que Eddie no pudiera oír era un joven de raza negra que ocupaba un asiento junto al pasillo y llevaba una voluminosa radiocasete portátil en el regazo. Una canción ruidosa y obscena vibraba en el autobús, y la única letra reconocible era una frase repetida, algo así como: "¡No distinguirías la verdad, hombre, aunque se te sentase en la cara!"

– Perdona -le dijo Eddie al joven-. ¿Te importaría bajar un poco el volumen? No oigo lo que dice el conductor

El joven le dirigió una sonrisa encantadora y replicó:

– ¡No oigo lo que dices, tío, esta caja hace un ruido de cojones!

Algunos pasajeros más cercanos, ya fuese por nerviosismo o por verdadera apreciación, se rieron. Eddie se inclinó por encima de una corpulenta mujer negra que iba sentada, y desempañó con la mano el vidrio de la ventanilla. Tal vez podría ver los próximos cruces. Pero la abultada cartera se le deslizó del hombro (la correa estaba tan mojada como la ropa de Eddie) y cayó sobre la cara de la mujer

La cartera mojada desprendió las gafas de la pasajera, la cual tuvo la suerte de detenerlas en el regazo, pero la mujer las agarró con demasiada fuerza y uno de los cristales saltó de la montura. Miró a Eddie cegata y con una expresión demencial producto de muchos pesares y decepciones

– Por qué me molesta, ¿eh?, ¿quiere decírmelo? -le preguntó. La vibrante canción acerca de la verdad sentada sobre la cara de alguien cesó al instante. El joven sentado junto al pasillo se levantó, apretando la caja resonante y ahora silenciosa contra el pecho, como si fuese un canto rodado

– Es mi mamá -dijo el muchacho. Era de corta estatura, la cabeza sólo llegaba al nudo de la corbata de Eddie, y sus hombros tenían el doble de anchura y grosor que los de Eddie-. ¿Por qué molesta a mi mamá? -inquirió el fornido joven

Desde que Eddie había salido del Club Atlético de Nueva York, era la cuarta vez que oía quejarse a alguien de que le molestaban. Por eso nunca había querido vivir en Nueva York

– Sólo trataba de ver mi parada -dijo Eddie-, donde tengo que bajar

– Ésta es tu parada -replicó el joven de aspecto brutal, y apretó el botón de parada. El autobús frenó y Eddie perdió el equilibrio. Una vez más, la pesada cartera se le deslizó del hombro, pero esta vez no alcanzó a nadie, porque Eddie la aferró con ambas manos-. Aquí es donde te bajas -dijo el chico achaparrado. Su madre y varios pasajeros asintieron

Qué se le va a hacer, pensó Eddie mientras bajaba del autobús. Tal vez estaba casi en la Calle 92. (En realidad, era la 81.) Oyó que alguien le gritaba: "¡Vete con viento fresco!", antes de que el autobús se alejara

Poco después, Eddie corrió a lo largo de la Calle 89, cruzó al lado este de Park Avenue y allí descubrió un taxi libre. Sin caer en la cuenta de que ahora sólo estaba a tres manzanas y un cruce de su destino, llamó al taxi, subió y le dijo al conductor dónde debía ir

– ¿La esquina de la 92 con Lex? -objetó el taxista-. Hombre, debería ir a pie… ¡Ya está mojado!

– Pero llego tarde -replicó Eddie sin convicción.

– Todo el mundo llega tarde -dijo el taxista

La tarifa de la carrera era demasiado pequeña. Eddie intentó compensarle dándole todo el cambio que llevaba encima.

– ¡Jolín! -exclamó el taxista-. ¿Qué voy a hacer con todo esto?

Por lo menos no había pronunciado la palabra "molestia", pensó Eddie mientras se metía las monedas en el bolsillo de la chaqueta. Todos los billetes que llevaba en la cartera estaban mojados. Al taxista tampoco le hacían ninguna gracia

– Lo que le pasa a usted es peor que llegar tarde y chorreando agua… ¡Vaya molestia de tío!

– Gracias -le dijo Eddie. (En uno de sus momentos más filosóficos, Minty O'Hare había dicho a su hijo que nunca desdeñara un cumplido, pues tal vez no recibiría tantos.)

Así pues, empapado y con los zapatos cubiertos de barro, Eddie O'Hare se acercó a una joven que recogía las entradas en el atestado vestíbulo de la YMHA, en la Calle 92

– Vengo a la lectura -le dijo Eddie-. Ya sé que llego un poco tarde…

– ¿Y su entrada? -inquirió la muchacha-. Las localidades están agotadas desde hace semanas

¡Agotadas! Pocas veces había visto Eddie que se agotaran las localidades en el Salón de Conciertos Kaufman. Allí había oído a varios autores famosos, e incluso había presentado a un par de ellos. Naturalmente, cuando él daba una lectura en aquel local, nunca lo hacía solo. Sólo escritores muy conocidos, como Ruth Cole, leían solos. La última vez que Eddie leyó allí, denominaron al acto "Velada sobre Novelas de Costumbres" (¿o tal vez fue "Velada sobre Novelas de Costumbres Cómicas"?). Lo único que Eddie recordaba era que los otros dos novelistas que leyeron con él habían sido más divertidos

– Mire… -le dijo Eddie a la chica que recogía las entradas-. No necesito entrada porque soy el presentador

Buscó en la cartera empapada en busca del ejemplar de Sesenta veces dedicado a Ruth. Quería enseñar a la chica su foto en la contraportada, para demostrarle que era realmente quien decía ser