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– El público podría oírla -le susurró el taimado joven, con una sonrisa arrogante

La respuesta de Ruth no fue espontánea. Casi nunca hablaba sin pensar primero lo que iba a decir

– Por si te intriga -susurró al tramoyista-, son de la talla treinta y cuatro

– ¿Cómo?

Ruth se dijo que era demasiado tonto para entenderla. Además, el público había prorrumpido en resonantes aplausos. Sin oír lo que Eddie había dicho, Ruth comprendió que por fin su presentador había terminado

Se detuvo en el escenario para estrecharle la mano a Eddie antes de dirigirse al estrado. Eddie, confuso, se metió entre bastidores en vez de ir a ocupar el asiento que tenía reservado en la platea. Una vez allí, se sintió demasiado azorado para dirigirse a su asiento. Miró impotente al hostil tramoyista, quien no estaba dispuesto a ofrecerle su taburete

Ruth aguardó a que remitieran los aplausos. Tomó el vaso de agua, pero estaba vacío y lo dejó enseguida sobre la mesa. "¡Dios mío, me he bebido su agua!", pensó Eddie

– Vaya par de melones, ¿eh? -susurró el tramoyista a Eddie, el cual no le respondió nada pero adoptó una expresión de culpabilidad. (No había oído al muchacho, y supuso que le había dicho algo acerca del vaso de agua.)

El tramoyista tenía un pequeño cometido en la realización del acto, pero de repente se sintió más pequeño que de ordinario. Apenas había terminado de hacer su observación sobre los "melones", cuando el frívolo joven captó el significado de lo que la novelista famosa le había susurrado. "¡Usa una talla treinta y cuatro!", comprendió tardíamente el muy necio. Pero ¿por qué se lo había dicho? ¿Acaso le estaba tirando los tejos?

– ¿Quieren aumentar un poco la iluminación de la sala, por favor? -pidió Ruth cuando los aplausos cedieron un poco

Quiero ver la cara de mi editor. Si le veo encogerse, sabré que me he saltado algo… O que se lo ha saltado él

Este preámbulo fue recibido con risas, como ella había pretendido, aunque ésa no había sido su única finalidad. No necesitaba ver el rostro de Allan Albright, cuya presencia en su mente ya le bastaba. Lo que Ruth quería ver era el asiento vacío al lado de Allan, la plaza reservada para Hannah Grant. En realidad, había dos asientos vacíos al lado de Allan, porque Eddie se había quedado atrapado entre bastidores, pero Ruth sólo reparó en la ausencia de Hannah

"¡Mal rayo te parta, Hannah!", se dijo Ruth, pero ahora estaba en el escenario, y todo lo que debía hacer era contemplar la página. Su escritura la absorbió por completo. Externamente, la impresión que daba Ruth Cole era la habitual, una impresión de serenidad. Y en cuanto empezara a leer, también se sentiría internamente serena

Tal vez no sabía qué hacer con respecto a sus novios, sobre todo con respecto al que quería casarse con ella, y tal vez no sabía tratar con su padre, sobre quien tenía unos sentimientos dolorosamente encontrados. Tal vez no sabía si era mejor odiar a su mejor amiga, Hannah, o perdonarla. Pero en lo concerniente a su escritura, Ruth Cole era la confianza y la concentración personificadas

De hecho, se estaba concentrando tanto en la lectura del primer capítulo, titulado "La colchoneta hinchable roja y azul", que se olvidó de decir al público cómo se titulaba su nueva novela, pero no importaba, porque la mayoría de ellos ya lo sabían. (Más de la mitad del público había leído la novela.)

Los orígenes del primer capítulo eran peculiares. Un periódico alemán, el Süddeutsche Zeitung, había pedido a Ruth un relato breve para un suplemento anual dedicado a la narrativa. Ruth no solía escribir relatos breves, y siempre estaba pensando en una novela, aunque no hubiera empezado a escribirla. Pero las normas establecidas por el Süddeutsche Zeitung la intrigaron: todos los cuentos publicados en el suplemento se titulaban "La colchoneta hinchable roja y azul", y por lo menos una vez a lo largo del relato debía aparecer una colchoneta hinchable de esos colores. (También sugerían que la colchoneta debía tener suficiente importancia en el relato para merecer su uso como título.)

A Ruth le gustaban las reglas. La mayoría de los escritores se ríen de ellas, pero Ruth también jugaba al squash y tenía afición a los juegos. La diversión para Ruth consistía en saber dónde y cuándo introduciría la colchoneta en el relato. Ya sabía quiénes eran los personajes: Jane Dash, viuda reciente, y la que por entonces era enemiga de la señora Dash, Eleanor Holt

– Y así -dijo Ruth al público- debo mi primer capítulo a una colchoneta hinchable

El público se echó a reír. Ahora también se trataba de un juego para ellos

Eddie O'Hare tuvo la impresión de que incluso aquel tramoyista con pinta de palurdo ardía en deseos de saber qué ocurría con la colchoneta hinchable roja y azul. Era un nuevo testimonio de lo internacional que había llegado a ser la escritora Ruth Cole: ¡el primer capítulo de su nueva novela se había publicado en alemán bajo el título Die blaurote Luftmatratze, antes de que ninguno de sus muchos lectores hubiera podido leerlo en inglés!

– Deseo dedicar esta lectura a mi mejor amiga, Hannah Grant -dijo Ruth al público

Un día Hannah se enteraría de la dedicatoria que no había oído. Sin duda alguien del público se lo diría

La colchoneta hinchable roja y azul

Cuando Ruth empezó a leer el primer capítulo, en la sala se habría podido oír el vuelo de una mosca, como suele decirse

Jane Dash llevaba un solo año de viuda, pero tendía a dejarse arrebatar por un supuesto torrente de recuerdos tan intenso como el que la embargó la mañana en que, al despertar, encontró a su marido muerto en la cama, a su lado. Jane era novelista y no tenía intención de escribir unas memorias. La autobiografía no le interesaba, y menos aún la suya, pero quería mantener bajo control los recuerdos del pasado, como debe hacerlo toda viuda

Una intromisión muy inoportuna del pasado de la señora Dash era la antigua hippie Eleanor Holt, una mujer atraída por las desgracias ajenas. A decir verdad, parecía como si el dolor del prójimo fuese edificante para ella, y las viudas le interesaban de una manera especial. Eleanor era la prueba viviente de la convicción que abrigaba la señora Dash de que la justicia divina no actúa cuando debe. Ni siquiera Plutarco podía convencer a Jane Dash de que Eleanor Holt recibiría alguna vez su justo merecido

¿Cómo era aquello que escribió Plutarco? Jane creía que rezaba así: "Por qué los dioses son tan lentos en el castigo de los malvados", pero no lo recordaba con exactitud. En cualquier caso, a pesar de los siglos que los separaban, Plutarco debía de haber pensado en Eleanor Holt cuando lo escribió

El difunto marido de la señora Dash se había referido cierta vez a Eleanor como una mujer sometida a la presión constante de examinarse. (Este juicio le parecía a Jane amable en exceso.) Cuando se casó por primera vez, Eleanor Holt era una de esas mujeres que hacen gala de la felicidad de su matrimonio hasta tal punto que cualquier persona que se hubiera divorciado la odiaba cordialmente. Tras su divorcio, Eleanor se convirtió en una defensora tan ardiente del divorcio que toda persona felizmente casada quería matarla

No sorprendía a nadie que en los años sesenta hubiera sido socialista y en los setenta feminista. Cuando vivía en Nueva York, pensaba que la vida en los Hamptons, a los que ella llamaba "el campo", sólo era adecuada para pasar algún fin de semana cuando hacía buen tiempo. Vivir en los Hamptons durante todo el año, o ir allí con tiempo desapacible, era propio de palurdos y demás zoquetes

Cuando abandonó Manhattan para residir durante todo el año en los Hamptons (y con objeto de casarse por segunda vez), manifestó que la vida en la ciudad sólo era adecuada para depredadores sexuales y buscadores de emociones incapaces de conocerse a sí mismos. (Después de vivir muchos años en Bridgehampton, Eleanor seguía considerando rural esa horquilla al sur de Long Island, porque no tenía ninguna experiencia de la auténtica vida campestre. Había asistido a una universidad femenina de Massachusetts, y aunque consideraba esa experiencia totalmente antinatural, no la clasificaba como rural ni urbana.)

Cierta vez Eleanor quemó sus sostenes en público, ante un grupito de personas en un aparcamiento de Grand Union, pero a lo largo de los años ochenta fue una activa republicana en el terreno político, por influencia, al parecer, de su segundo marido. Durante años intentó sin éxito quedarse embarazada, y finalmente concibió a su único hijo gracias al esperma de un donante anónimo. Desde entonces se opuso con firmeza al aborto. Esta actitud podría deberse a la influencia de lo que el difunto marido de la señora Dash llamaba "el esperma misterioso"