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Kate Hoffmann

Una Mujer En Apuros

Capítulo 1

El estridente grito hirió los oídos de Jillian Marshall, justo antes de que un pegajoso dedo se posara sobre su falda.

Miró por debajo de la mesa de la cocina y vio a su sobrino Andy, de dos años y medio, con una tostada llena de mermelada en la mano.

– Toma, Jillian-dijo el pequeño, posando el preciado trozo de pan sobre la rodilla de su desconcertada tía.

La tostada se deslizó por su pierna y acabó sobre su sandalia, mientras la mermelada se colaba por entre los dedos de sus pies.

– Acabo de encontrar el desayuno perdido de Zach-le dijo a su hermana, levantando los restos del alimento aplastado.

Roxy suspiró.

– Vaya-se metió debajo de la mesa-. Me pregunto qué más habrá aquí. ¡Pero si hay tres monitos!

Los otros dos miembros del aterrador trío de su hermana se rieron a carcajadas.

– No puedes decir en serio que te quieres ocupar de los tres mientras Greg y yo estamos en Hawai, ¿verdad?-le preguntó Roxy.

– Claro que lo digo en serio-respondió Jillian.

Roxy la miró desde el suelo.

– Jillian, no tienes que demostrar nada. Sé que eres capaz de hacer cualquier cosa que te propongas.

«Ojalá eso fuera verdad», se dijo Jillian mientras bajaba del taburete y se dirigía al fregadero para lavarse los restos de mermelada. Se había pasado toda la vida tratando de hacerse un lugar en la familia Marshall y queriendo demostrar que era tan buena como su hermana.

Roxy era la simpática, la guapa, la hija que se había casado con un hombre estupendo y que, además, había dado a sus padres, no uno, sino tres nietos.

Jillian, sin embargo, era tremendamente tímida y una de esas chicas que pasan completamente desapercibidas. Sólo tenía una cualidad: su inteligencia. Era realmente brillante. Y, mientras Roxy, en sus años escolares, se había dedicado a conquistar chicos y a pasear modelitos, ella se había especializado en el cálculo avanzado y la informática.

Se había licenciado un año antes de lo que le correspondía por su edad y, en la fiesta de graduación, se había sentado al lado de su despampanante hermana, sintiéndose como el patito feo junto al hermoso cisne.

Aunque el tiempo la había dotado de un hermoso cuerpo, todavía arrastraba las heridas de sus complejos y seguía ocultándose tras sus ecuaciones. Las matemáticas se habían convertido en toda su vida y le habían proporcionado el reconocimiento social que nunca había tenido: se había convertido en una de las teóricas matemáticas más alabadas del país.

Pero, en los últimos meses, su trabajo parecía no llenar del todo un cierto vacío interior que sentía.

– Roxy, ¿tú crees que yo podría ser una buena madre?

– No veo por qué no. Aunque, antes, tendrías que aprender el arte de la desorganización y no sé si a ti te sería fácil.

Jillian miró de un lado a otro. La casa estaba hecha un verdadero desastre. Sin duda su hermana había perdido por completo la capacidad de ordenar. En sólo una hora con los trillizos a Jillian ya se le habían ocurrido un centenar de formas de mejorar la forma de vida de aquel hogar caótico.

– Pues yo creo que deberías poner un poco de control en tu vida-murmuró Jillian. Roxy se rió.

– ¡Eso es imposible con los trillizos! Se niegan a aceptar ningún tipo de organización, igual que se niegan a comer verdura. Es genético-Roxy miró a su hermana fijamente-. ¿Por qué quieres hacer esto? ¿Es que has estado pensando en casarte y en tener tus propios hijos?

Jillian hizo una pausa antes de responder.

Claro que había estado pensando en tener hijos. Lo del marido, sin embargo, no le parecía imprescindible. Lo único que necesitaba realmente era un banco de esperma.

– No-mintió Jillian-. Sólo que me gustaría pasar más tiempo con mis sobrinos, eso es todo.

La verdad era que los trillizos eran las tres únicas personas del mundo con las que siempre se encontraba a gusto. La aceptaban como era y ella los amaba incondicionalmente.

Jillian suspiró. Quizás si su vida hubiera sido diferente, a aquellas alturas ya sería madre. Pero las perspectivas de un posible matrimonio a sus veintinueve años no eran muy halagüeñas. Probablemente por culpa suya. Al acabar el doctorado, seis años atrás, había desarrollado una lista de los estándares de su posible pareja: elevado coeficiente intelectual, una brillante carrera en ciencias y alguien que pensara que el trabajo de ella era tan importante como el de él. Tendría que ser un hombre extraordinario, quizás un premio Nóbel.

Había salido con un respetable número de amigos, la mayoría colegas del Instituto de Nuevas Tecnologías de Nueva Inglaterra. Pero después de tres o cuatro citas siempre tenía la sensación de que faltaba algo esencial.

Había llegado a la conclusión de que aunque saliera con todos los hombres del planeta jamás encontraría a la persona adecuada.

– Los trillizos dan mucho trabajo. Sería un error que pensaras que es fácil. Diez días se te pueden hacer eternos.

– Es sólo cuestión de organización…

– Sí, ya, con organización lo arreglas todo-la interrumpió Roxy-. Tú eres la única mujer que conozco que lleva el horario de limpieza en la agenda del ordenador. Yo limpio si está sucio, y si no, me echo una siesta.

Jillian levantó la barbilla desafiante.

– Te apuesto a que, si me das diez días, te organizo esta casa para que todo vaya como la seda.

– Mamá dice que ella se ocupará de los niños-dijo Roxy-. Ha contratado ayuda extra, ha guardado la porcelana y le ha advertido a papá que no podrá ir a jugar al golf durante una semana. He tardado dos meses en convencerla pero, finalmente, ha accedido.

– Estoy segura de que no le importará que cambies tus planes. Además, si necesitara ayuda, siempre podría llamarla. Está a diez minutos de aquí. Sé que puedo hacer esto, por favor, Roxy.

Roxy sonrió y asintió.

– De acuerdo, pero tienes que prometerme que si tienes algún problema, llamarás a mamá inmediatamente.

Jillian se arrodilló en el suelo y los niños comenzaron a rodearla. Le dio a cada uno un beso.

– Te lo prometo. Pero estoy segura de que todo irá bien. Nos lo vamos a pasar estupendamente, ¿verdad, chicos?

– ¡Zach! ¡Suelta eso ahora mismo!-dijo Jillian, tratando de evitar que el pequeño introdujera una galleta en el reproductor de vídeo.

Zach tenía fama de ser el más travieso, pero, a lo largo de todo un día en compañía de los trillizos ya había podido comprobar que los tres tenían sus momentos terribles.

– Caca-dijo una voz pequeña detrás de ella-. En el pañal.

– ¿Caca en el pañal, Andy?-preguntó ella-. Pero, ¿cómo me haces esto? Si hace sólo un momento que te ha cambiado.

Agarró al niño y se dispuso a cambiarlo, mientras repasaba los consejos que el libro del doctor Hazelton, renombrado pediatra, le daba para aquellos casos. El doctor decía que había que incentivar a los pequeños a pedir sus necesidades haciendo de ello un juego.

– Andy, tienes que imaginarte que eres el conductor de un camión y la tía Jillian es el cliente. Cuando vas a descargar, avisas al cliente para que te diga dónde quiere que lo eches. ¿Qué te parece?

– Bien-respondió Andy asintiendo.

Jillian le dio unas palmaditas en el hombro y se levantó. Pero, antes de que pudiera disfrutar de su pequeño triunfo, Sam entró en la habitación con un trozo de papel pegado a la mejilla. Ella no tardó en reconocer el papel pintado de la pared del servicio.

– ¿Qué has hecho?-preguntó Jillian y corrió hacia el baño. Allí se encontró que la hermosa tira decorativa que rodeaba las paredes había sido partida en múltiples piezas.

– ¡No puedo más! Me resulta imposible seguiros a los tres al mismo tiempo. ¡Voy a llamar a mi madre!

Después de sólo seis horas de cuidados infantiles, los trillizos Hunter habían ganado la batalla.