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Jillian gruñó por dentro. Lo último que necesitaba era que su madre metiera la nariz en su relación con Nick.

– Te llamo para pedirte que te quedes con los niños un poco más. Tengo que llevar al doctor Jarret a cenar y mostrarle la ciudad.

– ¿El doctor Jarret? ¿Es soltero, guapo, rico?

– No está casado, es atractivo y no nos conocemos lo suficiente como para poder pedirle un extracto bancario.

Sylvia suspiró.

– Me encantaría poder quedarme, pero tu padre y yo tenemos un compromiso. Lo mejor será que se lo pidas a tu amigo. Te lo pasaré.

– Mamá, no, no puedo…

Antes de que pudiera decir nada, Nick respondió.

– ¿Jillian?

Ella respiró profundamente al oír su voz varonil.

– ¿Qué tal va todo?

– Muy bien. ¿Cuándo vuelves a casa?

– Pues, por eso precisamente estaba llamando. Me temo que voy a llegar un poco tarde. Tengo que ir a cenar con el doctor Jarret. Espero estar de vuelta entre las nueve y diez. Me da vergüenza pedírtelo pero…

– No te preocupes. Puedo quedarme con los niños sin problema.

– Roxy se va a poner furiosa conmigo. Se supone que estás allí para hacerle las librerías, no para ocuparte de los niños. Pero eres fantástico con ellos y no sé cómo librarme de esta cita.

– ¿Cita?

Jillian tragó saliva.

– Bueno, no es exactamente una cita.

– ¿Vais en grupo?

– No-dijo ella-. Sólo el doctor y yo, pero es una cita estrictamente profesional.

– ¿Está casado?

– No.

Su respuesta fue seguida de un largo silencio por parte de él. ¿Se había enfadado? Jillian no podía descifrar su reacción sin tenerlo delante.

– ¿Nick?

– Ya te veré cuando vuelvas. Que te lo pases bien.

Jillian colgó lentamente con la sensación de que algo no le había gustado a Nick.

De pronto, sintió una mano sobre el hombro y se sobresaltó. Al volverse, vio al doctor Jarrett.

– Bueno, profesora Marshall, según me han dicho vamos a salir a cenar. ¿Está preparada?

Tras una breve parada en su apartamento para cambiarse, se dirigieron a un estupendo restaurante cerca de Kendall Square.

El camarero les recitó los platos especiales del día y los vinos. Aunque Jillian dijo no querer vino, el doctor Jarrett lo encargó igualmente. Acto seguido, se encontró con un largo discurso sobre las excelencias de cada vino de la lista y de cómo Jarrett había comprado varias botellas por el indecente precio de cinco mil dólares cada una.

– La primera vez que probé ese vino, supe que quería tenerlo-dijo él, extendiendo los dedos y tocando los de ella-. Y cuando quiero algo, lo consigo.

Jillian apartó la mano y trató de cambiar el rumbo de la conversación. Pero Jarrett continuó su inaguantable monólogo.

Ella miró al reloj y se dio cuenta de que ya era la, hora de meter a los niños en la cama.

Después de unos pocos días se había acostumbrado a todos aquellos rituales a los que obligaban los pequeños. De pronto, sintió ganas de tener a los pequeños querubines en sus brazos. Era fácil quererlos, aun a pesar de todos los problemas que causaban.

Jillian sonrió para sí y se puso a pensar en Nick. Se preguntó una vez más sobre su extraña reacción. ¿Serían celos? Quizás su frialdad se había debido, simplemente, a que Sylvia estaba cerca de él mientras mantenían la conversación.

– ¡Claro!-dijo Jillian en voz alta sin darse cuenta.

– Estás de acuerdo conmigo, ¿verdad?-dijo Jarrett, asumiendo que ella seguía el rumbo de su conversación-. El tope de esa botella de Bordeaux eran trescientos dólares.

Jillian rogó para sí que aquella tortura acabara pronto. Cuanto antes saliera del restaurante, antes llegaría a casa.

Se preguntó cómo la recibiría Nick, cómo se sentiría respecto a aquella cita.

Sólo un loco de amor podría estar celoso de un pomposo engreído y aburrido como el doctor Jarrett. Y dudaba de que aquel fuera el caso.

Nick acababa de comprobar que los niños dormían plácidamente, cuando, ya en la planta baja, vio abrirse la puerta de la calle.

Nick se quedó oculto entre las sombras al verla entrar.

Había cambiado el traje de chaqueta por un vestido negro entallado y sustituido el moño tirante por un cabello suelto que le caía en hondas sobre los hombros.

No le sorprendió su belleza, pero si el modo en que aquel atuendo la enfatizaba.

– Seguro que ese vestido los ha vuelto locos en el instituto-dijo él.

El sonido de aquella voz profunda saliendo de entre las sombras la sobresaltó.

– ¿Nick?-Jillian se acercó a las escaleras-. ¿Qué estás haciendo despierto a estas horas?

– Eso mismo podría preguntarte yo. Es más de medianoche, un poco tarde para una cita de negocios, ¿no crees?

Jillian lo miró confusa.

– La cena ha sido más larga de lo que esperaba. He estado a punto de quedarme en mi apartamento, pero luego he pensado que estabas aquí solo, con los niños… Me imaginé que preferirías que volviera a casa.

– Esta no es tu casa-dijo él en un tono de voz frío y distante-. Además, ¿por qué debía importarme lo que hicieras? ¿O si te quedabas en tu apartamento o en algún hotel de Boston, en la habitación de un extraño?

– ¿Un extraño? ¿De qué estás hablando?-le preguntó Jillian.

Nick pasó a su lado y se dirigió hacia el estudio, donde pretendía seguir trabajando. Pero Jillian no estaba dispuesta a pasar por alto su comentario.

– ¿Estás enfadado porque he llegado tarde?

Nick la miró. Pero la expresión de preocupación de Jillian no disipó su furia.

– ¿Te lo has pasado bien en la cena?-le preguntó con rabia.

Ella parpadeó nerviosa ante su tono intransigente.

– No, la verdad es que el doctor Jarrett me ha resultado un insufrible y aburrido egocéntrico.

– ¿Lo has besado?

Jillian se ruborizó.

– No… no exactamente.

– ¡Vaya, aquí nada es exacto! No es «exactamente» una cita, no es «exactamente» un beso. Tu especialidad son las matemáticas. ¿No podrías tratar de ser un poco más «exacta»?

El gesto jovial de Jillian se transformó en una mueca de indignación.

– De acuerdo. Me besó durante tres coma ocho segundos, usó dos centímetros de lengua y, en una escala de uno a diez, sentí, exactamente cero atracción hacia él-hizo una pausa-. ¿Por qué te importa todo esto?

Él la miró durante unos segundos, y la rabia se fue desvaneciendo.

De pronto, atravesó la habitación, la tomó en sus brazos y sus labios se posaron sobre los de ella. Pero era mucho más que un beso. Era el principio de algo, y el final de aquella danza de seducción que habían iniciado la noche que se conocieron.

Él alzó la cabeza y miró su rostro congestionado.

– Porque me importa-respondió él, suavemente. Acto seguido volvió a besarla.

Pero muy pronto, ella lo empujó y se apartó.

– ¿Qué estás haciendo?

– Pensé que era obvio-dijo él, con una sonrisa satisfecha-. ¿Quieres que siga, para que te quede más claro?

– ¡Ya está bien!-dijo ella indignada-. No… no puedes besarme así y esperar que con eso perdone tu actitud.

– Has sido tú la que ha llegado tarde de una cena con otro hambre.

– ¡Y tú el que se ha enfadado injustificadamente! Ni tienes derecho ni a enfadarte, ni a besarme así.

– Pues no te he oído protestar.

– Lo estoy haciendo ahora. Suéltame.

El la soltó rápidamente y se alejó de ella.

– Ya no tengo nada más que hacer aquí.

Dicho aquello, salió de la habitación, satisfecho al oír su gemido de frustración.

Un beso había sido suficiente para cambiar de rumbo la relación. Le daba lo mismo que Jillian Marshall quisiera un premio Nóbel o un hombre con el coeficiente de Einstein: se iba a encontrar envuelta en una relación con un carpintero, lo quisiera o no…