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– No sé. El sindicato establece treinta dólares a la hora.

Ella se quedó boquiabierta.

– ¡Eso supone unos sesenta mil dólares al año! ¡Es poco menos de lo que yo gano teniendo un doctorado en ciencias!

– Es una cuestión de oferta y demanda. Supongo que hay más necesidad de carpinteros que de matemáticos. La invención de la calculadora les arruinó el negocio.

Ella se ruborizó y Nick tuvo que reconocer que le encantaba desconcertarla. Era tan engreída y estaba tan llena de prejuicios que invitaba a burlarse de ella sin piedad. Le habría gustado saber lo que habría dicho de saber que era licenciado en Ingeniería Industrial y en Arquitectura y ganaba diez veces lo que un carpintero. Pero prefería guardarse esa información para sí mismo. Probablemente la necesitaría más tarde para bajarle los humos.

– Sepa que la matemática teórica es una ciencia muy compleja-dijo ella.

– Algo que un tipo de clase trabajadora como yo jamás comprendería, ¿verdad?-dijo él-. En cualquier caso, ¿por qué está tan interesada en saber cuánto gano? ¿Se está planteando cambiar de trabajo?

– No…-abrió la boca para continuar, pero se detuvo.

– ¿Qué?

– Nada-dijo Jillian-. Es, simplemente, que los niños lo adoran y había pensado que, quizás, podría venir a hacerles una visita esta tarde.

– Si le resulta tan difícil cuidar de ellos, ¿por qué se ofreció?

Ella se removió inquieta en la silla.

– Tengo mis razones. Además, estoy segura de que para el final del día ya me habré hecho con ellos.

– Me temo que está siendo excesivamente optimista. Cuidar de unos trillizos no es algo fácil.

Ella alzó la barbilla en ese familiar gesto de cabezonería que siempre usaba cuando no le gustaba una respuesta.

– Soy una mujer muy capaz, señor Callahan. Y ahora, si me disculpa, tengo cosas que hacer…

– Vendré a eso de las tres-la interrumpió él, levantándose y posándole inesperadamente las manos sobre los hombros.

Jillian volvió la cabeza y forzó una sonrisa.

– A los niños les encantará.

Dicho aquello, Nick se marchó.

Para mediodía ya había logrado apartar a Nick Callahan de su mente. Pero, tenía que reconocer que el recuerdo de sus manos sobre sus hombros la había torturado largas horas. Jamás antes la había tocado ningún hombre de un modo tan casual y a la par tan perturbador.

A la hora de comer, el fantasma del carpintero volvió a asediarla. No podía pensar en otra cosa. Esperaba ansiosa el regreso de Nick.

Después de alimentar a los pequeños con unos sustanciosos macarrones que acabaron en su mayor parte esparcidos por el suelo, se peleó con los trillizos durante inagotables minutos de travesuras.

Cuando, después de una ardua lucha, logró acostarlos la siesta, se quedó exhausta y rendida sobre el suelo, junto a la cama de los pequeños.

¿Cómo demonios iba a ser capaz de sobrevivir ocho días más? Se sentía incapaz de organizar, pues ellos siempre buscaban algún modo de aportar más trabajo a su ya abarrotada y desbaratada agenda.

El único foco de luz en todo aquel caos era Nick. Una imagen de él atrapó sus pensamientos. Se tocó los hombros allí donde sus manos se habían posado, sintiendo un reconfortante calor.

Podía racionalizar sin problemas lo que sentía. Era un hombre muy atractivo, de eso no cabía duda. Y no había nada de malo en reconocer la belleza masculina: hombros anchos, el pelo lleno de mechas rubias por el sol, brazos musculosos…

Sus pensamientos se encaminaron a un territorio más íntimo.

«Nick Callahan no es tu tipo», se dijo a sí misma. «Es arrogante y engreído, y no usa su cerebro. Tú siempre has preferido tipos inteligentes antes que guapos».

Abrió los ojos para tratar de borrar la mente que tan insistentemente se le aparecía. Pero se dio cuenta de que estaba agotada. Apenas si podía mantenerse despierta, a pesar de que tenía que aprovechar los pocos minutos que los niños dormían para organizar.

Cuando se despertó, lo hizo con la sensación de que era la voz de Nick la que resonaba en el fondo de sus sueños.

Alzó la cabeza, se acercó a uno de los trillizos y entonces lo vio.

Zach había sacado de no sabía dónde un rotulador rojo con el que había decorado profusamente su rostro travieso. Sin pensárselo dos veces, el pequeño surcó las mejillas de su tía con el endemoniado artilugio.

– Rojo-dijo el diablillo-. Huele a fruta.

– ¿Jillian? ¿Dónde estás?-resonó la voz de Nick en la parte de abajo.

Jillian se levantó con urgencia y buscó las toallitas. Limpió con frenetismo el rostro «apache» del niño, justo a tiempo de guardarse las pruebas del delito en el bolsillo del vestido.

Cuando el carpintero entró ella sonrió.

– ¡Hola! ¿Qué tal? ¡Mirad quién está aquí, el tío Nick!

Los niños gritaron su nombre y él los sacó de sus cunas. Inmediatamente, los pequeños salieron del cuarto corriendo y los dejaron solos.

– ¿Va todo bien?-preguntó él.

– Sí, estupendamente-respondió ella-. Los niños se han dormido un rato y… creo que finalmente estoy consiguiendo organizarme.

Nick miró de un lado a otro de la caótica habitación.

– Sí, ya lo veo.

– En realidad no hacía falta que viniera.

El gesto de él fue entre confuso y divertido por la situación.

Tendió la mano sin pensar como para tocarle la mejilla. Ella se apartó asustada.

Nick forzó una sonrisa.

– Es que…

Ella se revolvió sin pensar.

– Creo que en la situación que nos encontramos no ha lugar…

– No intentaba propasarme. Sólo quería limpiarle la mejilla. La tiene manchada.

Ella se ruborizó, pero actuó como si no pasara nada, quitándose los restos de pintura roja que decoraban su cara con la misma toallita que aún conservaba en el bolsillo.

Sin decir más, se arrodilló y se puso a recoger juguetes.

– Y bien, ¿qué quiere que haga por usted?

Ella lo miró durante unos segundos, mientras un sinfín de ideas se le agolpaban en la mente, podría tocarla del modo en que lo había hecho aquella mañana o, simplemente, dejarse contemplar. Era un placer ver aquel cuerpo de ensueño.

– ¿Y bien?

– No lo he pensado-dijo ella, encogiéndose de hombros-. Quizás podría jugar con los niños un rato. O, tal vez, se los podría llevar a dar un paseo, mientras yo recojo la casa.

Él le tendió la mano y la ayudó a levantarse, quitándole con el pulgar lo que aún quedaba de pintura sobre su mejilla. Pero, en aquella ocasión, ella no se apartó. Se permitió a sí misma disfrutar de su breve tacto.

– ¿Por qué no se viene con nosotros?-sugirió él.

Ella sonrió, sorprendida y complacida con la sugerencia.

– De acuerdo. La verdad es que me vendrá bien un poco de aire fresco.

– Y a mí me vendrán bien un par de ojos adicionales para vigilar a los pequeños.

Nick tardó sólo unos segundos en ponerles los zapatos, lo que, normalmente, suponía media hora para ella.

En cuestión de minutos ya estaban en la calle, corriendo tras una pelota, mientras se dirigían al lago.

Fue un paseo agradable y reconfortante.

– Se le dan bien los niños-reconoció Jillian ya de vuelta hacia la casa. Llevaba a Sam en los hombros y actuaba como si el papel del padre fuera algo natural para él.

De pronto, Jillian tuvo una duda.

– ¿Tiene hijos?-le preguntó. Roxy, en su breve conversación telefónica le había dicho que era soltero, pero no había especificado nada sobre niños.

– Me encantan los niños, pero no, no tengo hijos.

– ¿Ha estado casado?

– Casi. Pero no funcionó-dijo él con un tono helador.

Jillian se arrepintió de su curiosidad.

– La verdad es que los niños lo adoran-se aclaró la garganta y cambió de tema-. A mí nunca se me han dado bien. Bueno, supongo que ya se ha dado cuenta. Por eso decidí ocuparme de ellos. Me gustan los niños, pero se necesita práctica y paciencia.