Sin embargo, la cocina no tenía vida, se veía que no había nadie que se ocupara de ella; no había libros de cocina apilados en alguna estantería, listas de alimentos que faltaran en la nevera, cajas metálicas de galletas… Todo estaba guardado en los armarios y todo relucía de extrema limpieza.
– ¡Qué desperdicio de cocina! -exclamó ella.
– ¿Qué le pasa'? -preguntó él, perplejo.
– No le pasa nada malo, sólo que nadie se ocupa de ella; una cocina necesita un cocinero. Es un lugar que hay que vivir como cualquier otro de la casa y se ve que no pasas mucho tiempo en ella.
Leo miró a su alrededor como si advirtiera el vacío por primera vez.
– Casi nunca utilizo la cocina -afirmó él-. La reformé con el resto de la casa, pero la verdad es que la decoradora hizo lo que quiso.
– ¡Qué lástima! -dijo ella de nuevo-. Daría cualquier cosa por una cocina como ésta.
– ¿Cualquier cosa? -preguntó Leo en un tono extraño.
Serena alzó la vista de la encimera y lo miró sonriendo.
– Casi cualquier cosa -respondió-. Más vale que empiece. ¿A qué hora llegan?
– A las siete y media. ¿Quieres que te ayude a hacer algo?
– No -dijo ella, mientras se ponía el delantal-. Tan sólo quiero que te quites de en medio.
Leo sonrió y Serena se puso inmediatamente a trabajar. La tarde pasó y Serena, por fin, terminó los preparativos y puso la mesa con los más finos manteles que Leo tenía en la casa y la cubertería de plata.
Una vez terminado todo, Leo la condujo al piso de arriba para que se cambiara.
– Puedes usar mi habitación -dijo él. abriendo la puerta de su dormitorio-. Hay un baño ahí -añadió señalando con el dedo-. No importa que pongas tus cosas sobre la cama, así daremos la impresión de que usas la casa, por si acaso a Noelle se le ocurre cotillear.
Serena se quedo sola en la habitación de Leo. Estaba decorada en color marfil y negro y era muy grande también. Sin embargo, era un dormitorio que mostraba la frialdad del carácter de Leo. No había fotos ni nada que indicara lazos sentimentales con otras personas. Se preguntó si aquella forma de ser se debería a algún desengaño amoroso; si habría sufrido como ella la experiencia de un amor decepcionante.
Fijó su atención en la cama y pensó que era el
único lugar en el que podría descubrirse al auténtico Leo. Sintió un súbito deseo de echarse en ella y descansar su espalda contra la suavidad del edredón. Miró su reloj y comprobó que eran las seis. Todavía le quedaba tiempo y pensó que podría descansar un rato antes de arreglarse. Veinte minutos la relajarían y la prepararían contra los nervios que iba a pasar en aquella cena.
El sol del atardecer iluminaba su rostro y su calor la adormeció. Su mente voló lejos, aunque Leo era parte de unos sueños en los que ambos estaban unidos, amándose, besándose…
– ¿Serena?
Serena sintió que alguien sacudía su hombro y apartaba algunos cabellos de su rostro. Lentamente abrió los ojos para ver el rostro de Leo junto al suyo. ¿Acaso seguía soñando?
– Hola -dijo adormilada y con una sonrisa de placidez.
– Creo que será mejor que te levantes -señaló él-, o no respondo de las consecuencias…
Serena recuperó la noción de la realidad y se incorporó.
– ¿Qué ha pasado?
– Te has quedado dormida -explicó Leo.
Leo ya se había puesto unos pantalones negros y una camisa blanca sin abrochar. El pelo lo tenía húmedo pues estaba recién duchado. Se había afeitado y Serena advirtió el fresco aroma de su colonia. Quiso entonces acercarse a él y besarlo. desabrocharle la camisa y tenderle sobre la cama.
– ¿Qué hora es? -preguntó tratando de disipar sus fantasías.
– Las siete menos cuarto.
– ¿Las siete menos cuarto? -repitió ella-. ¿Por qué no me has despertado antes?
– Estabas profundamente dormida y pensé que te vendría bien descansar -dijo él.
– No era mi intención quedarme dormida -dijo sintiéndose culpable-. Sólo quería descansar un poco.
– No importa -señaló él-… para eso están las:amas, entre otras cosas -añadió y recorrió las piernas de Serena con la mirada.
Fue entonces cuando ella se dio cuenta de que,staba medio desnuda.
– Será mejor que me duche -dijo estirando la:amiseta hacia abajo, pues se había quitado los valueros.
– ¿Puedes ponerme los gemelos? -preguntó él.
Serena se puso en pie, consciente de lo embaraoso de la situación, pues la camiseta apenas taiaba sus braguitas. Con las manos temblorosas y ratando de dominar su deseo. Serena obedeció..as manos de Leo se extendieron firmes, sin tem-lor, por lo que Serena confirmó que él no se sen'a turbado ante ella.
– Ya está -indicó por fin.
– Serena, se hace tarde; date prisa, por favor -insistió él, antes de salir del dormitorio.
Ella se fue corriendo a la ducha y se vistió. Se puso un vestido negro, uno de sus favoritos entre los que le regaló Leo. Era sencillo, pero el corte y la calidad de la tela hacían que le sentara perfectamente. Se maquilló y recogió la larga melena cobriza en un moño alto. Terminó con unas gotas de perfume y una última mirada en el espejo. Se encontró rabiosamente hermosa.
Leo había contratado a una joven, Jill, para que se ocupara de la cocina durante la velada, así, Serena podría encargarse de los invitados sin preocuparse de nada. Cuando bajó las escaleras, se dirigió a la cocina para darle a Jill las instrucciones de lo que debía hacer y después, fue en busca de Leo.
Lo encontró en el salón, de pie junto a una ventana mirando al río. Sus manos estaban escondidas en los bolsillos del pantalón y se balanceaba con cierto nerviosismo. Cuando se volvió para recibir a Serena, su aspecto era tan atractivo que a Serena le costó disimular la impresión.
Durante unos instantes, ambos se miraron sin decir nada.
– ¿Está todo listo?
Ella hizo un movimiento afirmativo con la cabeza.
– Ven aquí -dijo él, al ver que Serena no se apartaba de la puerta-. Tengo algo para ti -añadió y sacó una cajita de uno de los bolsillos de la chaqueta.
– ¿Qué es? -preguntó ella con curiosidad, aunque con reticencia.
– Ábrelo -ordenó él, entregándole la caja de cuero.
Serena se humedeció los labios y abrió la tapa para descubrir un collar de diamantes y unos pendientes a juego. Las piedras brillaban sobre el terciopelo rojo y Serena alzó la mirada perpleja.
– ¿No te lo vas a poner?
– No puedo ponerme esto -dijo ella con la voz temblorosa-. Es demasiado valioso.
– No digas tonterías -señaló Leo, haciendo un esfuerzo por aparentar rudeza-. Tan sólo son parte del disfraz. Con un poco de suerte, Oliver se dará cuenta de que eres mi prometida, no la suya -añadió irónico-. Venga, póntelo todo.
Serena se colocó los pendientes con nerviosismo y sin dejar de decirse que aquello era, como había dicho Leo, parte del disfraz, era un falso regalo de amor y no debía confundirse.
– Muy bien -dijo Leo, admirándola-. Date la vuelta para que te ponga el collar -añadió.
Serena obedeció y se imagen se reflejó en el espejo que había tras ella. Sintió las manos de Leo en su cuello y en la nuca mientras le abrochaba el collar.
– Ya está. ¿qué te parece?
Leo se había quedado tras ella y ambos se reflejaban en el espejo.
– Son preciosos -dijo ella con un hilo de voz. -Tú también… -murmuró él.
La mano de Leo acarició el hombro de Serenay, con un suave movimiento, la atrajo hacia él y la beso en el cuello.
Ella sintió una sacudida electrizante recorriendo su cuerpo y se puso tensa.
– No… no hace falta que finjamos en privado…
Leo alzó la vista y la miró a los ojos a través del espejo.
– No, claro que no, ¿acaso lo estamos haciendo? -dijo él y continuó besándola en el cuello y en el hombro.