Él se cruzó de brazos, obviamente esperando algo más.
– Pi… pienso que me confundiste con alguien, -ella continuó, dolorosamente consciente del sonrojo que avanzaba por su cara.
– ¿Y quién, te ruego me digas, era ese alguien?
– Alguien a quien llamas amorcito, me temo.
¿Amorcito? Así es como él llamaba a Christine, su amante, quién residía en Londres. Un sentimiento incómodo comenzó a formarse al fondo de su estómago.
– ¿Y entonces que ocurrió…?
– Bien, tu agarraste mi cuello, y caí sobre la cama.
– ¿Y…?
– Y eso es todo, -dijo Henry rápidamente, percatándose de pronto que podría evitar decir toda la verdad-. Te aparté de un empujón y te desperté, y en el proceso caí al suelo.
Sus ojos se entrecerraron. ¿Estaba ella omitiendo algo? Él siempre había sido muy activo en su sueño. No podría contar el número de veces que se había despertado en mitad de uno haciendo el amor con Christine. No quiso pensar acerca de lo que podría haber iniciado con Henry.
– Ya veo, -dijo un poco asustado-. Me disculpo por cualquier comportamiento hostil cometido en tu contra mientras estaba dormido.
– Oh, no fue nada, te lo aseguro, -dijo Henry agradecidamente.
Él miró impacientemente hacia el suelo donde estaba. Ella le devolvió la mirada, con una sonrisa inocente en su cara.
– Henry, -dijo finalmente-. ¿Qué hora es?
– ¿Qué hora es? -Ella repitió-. Debe ser cerca de las seis.
– Exactamente.
– ¿Disculpa?
– Sal de mi habitación.
– Oh. -Ella gateaba a sus pies-. Querrás vestirte, por supuesto.
– Querré volver a dormir.
– Hmm, sí, por supuesto que lo harás, pero no prestas atención al dicho que ya bien despierto, es casi imposible volver a dormir otra vez. Podrías, sencillamente, vestirte.
– ¿Henry?
– ¿Sí?
– Sal.
Ella voló del cuarto.
Veinte minutos más tarde Dunford se unió a Henry en la mesa del desayuno. Iba vestido informalmente, pero Henry podía distinguir que no eran ropas de trabajo y menos para construir una porqueriza. Pensó brevemente en decírselo, luego cambió de opinión.
Si arruinase su ropa, más razones para que quisiera irse.
Además, dudaba que él poseyera algo adecuado para construir una porqueriza.
Él se sentó enfrente y agarró una tostada con un movimiento tan fiero que ella supo que estaba furioso.
– ¿No podías volver a dormir? -Henry arrulló.
Él la miró ferozmente.
Henry se hizo la desentendida.
– ¿Te gustaría leer el Times? Yo casi lo he acabado. -Prescindiendo de su contestación empujó el periódico al otro lado de la mesa.
Dunford lo ojeó y frunció el ceño.
– Leí esto hace dos días.
– Oh. Estoy tan apenada, -contestó ella, incapaz de mantener un rastro de travesura apartado de su voz-. Toma algunos días para que venga el correo, como estamos casi en el fin de mundo, ya sabes.
– Acabo de percatarme.
Ella suprimió una sonrisa, contenta por lo bien que sus planes progresaban. Después de la osada escena de esa mañana, su determinación por verle en Londres se había cuadriplicado. Espantada, se dio cuenta de qué con lo que una de sus sonrisas hacia con su cuerpo, no quería saber especialmente lo que uno de sus besos le haría si lo hubiera dejado terminar.
Bien, eso no era enteramente cierto. Ella se moría por saber lo que uno de sus besos haría con su cuerpo, pero era doloroso saber que él nunca estaría interesado en dejarla averiguarlo. Por ello, estaba determinada a nunca volver a soñar con eso. La única manera en que él la besara otra vez era si la confundía con otra mujer. Y las probabilidades de que ese suceso sucediera dos veces eran pequeñas. Además, Henry tenía orgullo, aún si convenientemente se había olvidado de él esa mañana. A pesar de disfrutar de su beso, no apreció mucho saber que él en realidad estaba besando a otra.
Los hombres como él no querían a mujeres como ella, y cuanto más pronto se fuera él, más rápido volvería a sentirse ella misma.
– ¡Oh, mira! -Ella exclamó, con rostro radiante de alegría-. Sale el sol.
– Apenas puedo contener mi excitación.
Henry se atragantó con su tostada. Al menos deshacerse de él iba a ser interesante. Ella optó por no enfrentarle hasta que terminara su desayuno. Los hombres podían ser insoportables con el estómago vacío. Al menos eso es lo qué Viola siempre le había dicho.
Terminado su plato de huevos, ella fijó su atención en la salida del sol que se veía a través de la ventana. Primero el cielo se tiñó de lavanda, después se veteó con rayas naranjas y rosadas. Henry tenía razón, ningún lugar en la tierra era tan bello como Stannage Park en esos momentos. Incapaz de reprimirse, suspiró.
Dunford oyó el ruido y la miró curiosamente. Ella contemplaba, con embeleso, la ventana. La mirada sobrecogida de su rostro lo humillaba. Él siempre había disfrutado de ver el amanecer y el atardecer, pero nunca antes había visto a un ser humano tan irrebatiblemente lleno de respeto y amor por la naturaleza. Era una mujer complicada, su Henry.
¿Su Henry? ¿Cuándo comenzó a pensar en ella en términos posesivos? Desde que ella cayó en tú cama esta mañana, contestó sardónicamente su mente. Parada junto a ti, ¿no recuerdas la besaste.?
Él había pensado en eso mientras se vestía. No había tenido intención de besarla, aún no se había percatado en qué momento estuvo Henry en sus brazos. Pero eso no quería decir que no recordara cada pequeño detalle ahora: La curva de sus labios, la percepción sedosa de su pelo en contra de su pecho desnudo, su ya familiar perfume. Limones. Por alguna razón ella olía siempre a limones. No podía evitar que sus labios se crisparan cada vez que percibía su fragancia a limones, tenía que recordarse su olor el día que se conocieron.
– ¿Qué es gracioso?
Él miró hacia ella. Henry lo estudiaba curiosa. Rápidamente volvió a fruncir el ceño.
– ¿Miro como si algo fuera gracioso?
– Estas sonriendo, -masculló ella, volviendo a su desayuno.
Él la observó comer. Ella comió un pedazo de pan y volvió su mirada fija a la ventana, donde el sol todavía pintaba el cielo. Suspiró otra vez. Obviamente amaba Stannage Park muchísimo, reflexionó él. Más de lo que había visto amar a alguien.
¡Era eso! Él no podría creer qué tonto había sido, para no haberse dado cuenta antes. Por supuesto que quería deshacerse de él. Ella había estado administrando Stannage Park durante seis años. Había trabajado toda su vida adulta y una buena parte de su infancia en esta hacienda. Era de suponer que no daría la bienvenida a la interferencia de un total extraño. Caramba, probablemente la podría despedir fuera de las instalaciones si quisiera. Ella no tenía ninguna relación con él.
Tenía que obtener una copia del testamento de Carlyle para ver los términos exactos sobre lo que le correspondía a la Srta. Henrietta Barret. El abogado que le había visitado para contarle sobre su herencia… ¿cuál era su nombre? ¿…? Leverett… Sí, Leverett le dijo que le enviaría una copia del testamento, pero no había llegado cuando él salió para Cornualles.
La pobre chica probablemente estaba aterrorizada. Y eso lo puso furioso. La miró fijamente de arriba abajo y vio su fachada alegre. Apostaría a que estaba más furiosa que aterrorizada.
– ¿Te gusta mucho estar aquí, verdad? -Le preguntó abruptamente.
Alarmada por su disposición repentina de hablar con ella, Henry tosió un poco antes de contestar finalmente:
– Sí. Sí, Por supuesto. ¿Por qué lo preguntas?
– Por ninguna razón. Simplemente me pregunté. Al ver tu expresión, ¿sabes?