– Espero no estar fuera de los límites también, -añadió John.
Henry miró de reojo a su asediado tutor.
– John también, -dijo él, con su voz volviéndose ligeramente irritable.
– Mis felicitaciones, Dunford, -Alex dijo, borrando las lágrimas de risa de sus ojos-. Predigo que tienes un éxito rotundo en las manos. Los pretendientes abatirán tu puerta.
Si a Dunford le agradó el pronunciamiento de su amigo, no salió de su rostro.
Henry resplandeció.
– ¿En realidad piensas así? Debo confesar que sé muy poco acerca entablar relaciones con la alta sociedad. Caroline me ha dicho soy demasiado ingenua.
– Mucho, -dijo Alex seguro de sí mismo-, es por eso qué vas a ser un éxito.
– Deberíamos estar en camino, -Belle cerró el paso-. Mamá y Papá ya han salido con destino al baile, y les dije que llegaríamos en poco tiempo. ¿Iremos todos nosotros en un carruaje? Pienso que podremos meternos con dificultad.
– Henry y yo iremos a solos, -respondió Dunford suavemente, tomando su brazo-. Hay algunas cosas que me gustaría tratar con ella. Antes de que se presente. -La dirigió hacia el portal, y juntos salieron del cuarto.
Probablemente fue mejor que él no pudiera ver las tres sonrisas idénticas dirigidas a ellos cuando salieron.
– ¿De qué quieres hablar conmigo? -Henry le preguntó una vez que su carruaje se puso en marcha.
– De nada, -admitió-. Pensé que a te gustaría tener un poco de paz, antes que arribemos a la fiesta.
– Eso es muy prudente de su parte, milord.
– Oh, por el amor de Dios, -él la miró con ceño fruncido-. Haz cualquier cosa pero no me llames milord.
– Estoy practicando, -ella se quejó.
Hubo un momento de silencio, antes de que él le preguntara:
– ¿Estás nerviosa?
– Un poquito, -admitió-. Tus amigos son muy amables y me trataron muy bien.
– Bien. -Él palmeó su mano de una manera paternal.
Henry podía sentir el calor de su mano a través de sus guantes, y deseó prolongar el contacto. Pero no sabía cómo lograrlo, así es que hizo lo que siempre hacia cuando sus emociones burbujeaban tan cerca de la superficie: Sonrió amplia y descaradamente. En ese momento el tomo su mano.
Dunford se reclinó, pensando que Henry se sentía maravillosamente autosuficiente si le hacía bromas de esa manera en vísperas de su debut. Ella le volvió abruptamente la espalda para quedarse con la mirada fija fuera de la ventana, viendo Londres pasar. Él estudió su perfil, reparando curiosamente en que la mirada desenvuelta que había estado en sus ojos y que había desaparecido. Estaba a punto de preguntarle acerca de ello cuando ella se mojó sus labios.
El corazón de Dunford golpeó ruidosamente en su pecho. Nunca soñó que Henry estaría tan transformada en sus dos semanas en Londres, nunca pensó que la chica descarada de provincia podría convertirse en esta mujer tan atrayente -aunque igualmente descarada-. Deseó tocar la línea de su garganta, pasar su mano a lo largo del bordado de su escote, para explorar con sus dedos el calor magnífico que yacía debajo de él…
Se estremeció, bien consciente de que sus pensamientos guiaban su cuerpo en una dirección más bien incómoda. Y él se volvía dolorosamente conocedor del hecho que comenzaba a importarle ella demasiado, y seguramente no en la forma que un tutor debe querer y cuidar a su pupila.
Sería tan fácil seducirla. Sabía que podía hacerlo, y si bien Henry se había asustado en su último encuentro, no creía que intentaría detenerle otra vez. Él podría darle placer a ella con mucho gusto. Y sabia que no se negaría.
Él se estremeció, como si la moción física le pudiese restringir de apoyarse a través del asiento y tomar el primer paso hacia su meta. No había traído a Henry a Londres para seducirla. Dios mío, pensó torcidamente, cuántas veces tenía que repetirse eso. ¿Cuántas veces tuvo que refrenarse durante las últimas semanas? Pero era cierto, y tenia derecho a conocer a todos los solteros elegibles de Londres. Él tenía que dejarla ir para que ella eligiera por sí misma.
Fue ese condenado instinto caballeroso. La vida era bastante más simple si su honor no siempre se entrometiese como cuando llego esta chica.
Henry se giró para mirarlo, y se vio ligeramente alarmada por la expresión ruda en su cara.
– ¿Pasa algo? -le preguntó quedamente.
– No, -él contestó, un poco más bruscamente que lo que había intentado.
– Estás molesto con conmigo.
– ¿"A cuenta de qué estaría molesto contigo? -Él chasqueó.
– Ciertamente suenas como que estás molesto con conmigo.
Él suspiró.
– Estoy molesto conmigo mismo.
– ¿Pero por qué? -Henry preguntó, mostrando su preocupación.
Dunford se maldijo a sí mismo en voz baja. ¿Ahora qué debo decir? ¿ Estoy molesto porque quiero seducirte? ¿ Estoy molesto porque hueles a los limones y yo me muero por saber por qué? Estoy molesto porque…-
– No tienes que decir nada, -Henry dijo, claramente sintiendo que él no quiso compartir sus sentimientos con ella-. Déjame ayudarte.
Su ingle se apretó con en ese pensamiento.
– ¿Te conté lo que nos sucedió a Belle y a mí ayer? Tiene mucha gracia. Fue… No parece importarte. No me escuchas.
– Eso no es cierto, -él se obligó a decir.
– Pues bien, fuimos a Tea Shoppe de Hardiman, y… No me escuchas.
– Si te escucho, -la reconfortó, tratando de poner una expresión más agradable.
– Está bien, -ella dijo lentamente, mirándolo evaluadoramente-. Esta señora entró, y su pelo estaba realmente verde…
Dunford no hizo comentarios.
– No me escuchas, -ella acusó.
– Si te escucho, -él comenzó a protestar. En ese entonces él la miró con duda y luego trata de sonreír inocentemente-, no te oía.
Ella le sonrió entonces, no la familiar sonrisa descarada a la cual se había acostumbrado, sino una nacida de la alegría pura e, ingenua en su belleza.
Dunford estaba encantado. Se inclinó hacia adelante, sin darse cuenta de lo que iba hacer.
– Quieres besarme, -ella susurró con admiración.
Él negó con la cabeza.
– Lo haces, -continuó ella-. Lo puedo ver en sus ojos. Me miras de la forma que siempre quiero mirarte, pero no sé cómo hacerlo, y…
– Shhh. -Él presionó un dedo en sus labios.
– No prestabas atención, -ella susurró en contra de él.
El corazón de Dunford lo golpeo. Ella estaba muy cerca de él, una visión en seda blanca, y le daba permiso para besarla. El permiso para hacer lo que había estado deseando hacer…
Su dedo se deslizó en su boca, enganchándose en su labio inferior lleno en su descenso.
– Por favor, -ella susurró.
– Esto no quiere decir nada, -gimió él.
Ella negó con la cabeza.
– Nada.
Él se inclinó hacia adelante y ahuecó su cara con las manos.
– Vas a ir al baile, y elegirás a un caballero agradable…
Ella asintió con la cabeza.
– Lo que tú digas.
– Él te cortejará… Tal vez te enamorarás.
Ella no dijo nada.
Él miro su hermoso peinado.
– Y vivirás feliz por siempre.
Ella dijo,
– Espero que sí, -pero las palabras se perdieron en contra de su boca cuando él la besó con tal anhelo y ternura que ella pensó que estallaría de amor. Él la besó otra vez, y no obstante, sus labios blandos y sus suaves manos calentaron sus mejillas. Henry gimió su nombre, y él sumergió su lengua entre sus labios, incapaz de resistir la tentación suave de su boca.
La nueva intimidad desbarató el poco control que él había estado ejerciendo sobre sí mismo, y su último pensamiento racional era no desarreglar su peinado… Sus manos se deslizaron para sus nalgas, y la presionó en contra suya, celebrando el calor de su cuerpo.