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– ¿Jeannette? ¿Te importaría pedirle a una de las doncellas que traiga un edredón grande?

– En absoluto -respondió algo sorprendida por tal petición. Salió de la habitación y, entonces, Tracey acarició la cara de Raoul con la mano que tenía libre.

Raoul estiró la mano izquierda, agarró un dedo de Tracey e intentó metérselo en la boca.

– Aquí está -dijo Jeannette cuando regresó.

– ¿Te importa colocarlo sobre la silla? Luego, Clair y tú podéis tomaros el resto del día libre -dijo Tracey, que, al ver el gesto de sorpresa de la niñera, se vio obligada a dar una explicación-. Necesito tiempo para estar con mis hijos.

– Muy bien. Pero no nos alejaremos mucho, no vaya a necesitarnos.

Tracey no estaba segura de si Jeannette no quería separarse de Raoul debido al apego que sentía por él o a que estuviera preocupada por su salud. Sería una suma de ambas cosas.

Sin duda, si ella hubiera estado con Raoul tanto tiempo como Jeannette, sería incapaz de renunciar a él llegado el momento. No podía permitir que las niñeras siguieran encariñándose con los bebés. Tenía que pedirles que abandonaran su trabajo y que intentaran contratarse en otra familia. Tracey sintió algo de lástima por ellas, pues sabía que en ningún sitio las tratarían tan bien como las habría tratado Julien. Cuando se quedó a solas con los dos bebés, colocó a Valentine dentro de la cuna en la que ya estaba Raoul y, durante unos minutos, no dejó de mirarlos, mientras éstos sujetaban con sus manitas los biberones y terminaban de bebérselos.

Aprovechando que estaba sola, extendió el edredón junto a la cuna sobre la moqueta. Luego se quitó la chaqueta y los zapatos, todo lo cual colocó sobre una silla, sacó a Raoul de la cuna y empezó a jugar con él poniéndolo boca abajo. Después le tocó el turno a Valentine y así estuvo jugando durante varios minutos con uno y otro alternativamente.

Tracey estaba disfrutando muchísimo, se sentía exultante, inmensamente feliz y no dejaba de besar a sus hijos, de acariciarles la espalda y contarles los planes que tenía para ellos.

– Vaya, vaya, Jules -dijo una voz familiar que aceleró los latidos de Tracey-. Parece que mi familia está de reunión. ¿Nos unimos a ver de qué están hablando?

Acto seguido, Julien colocó a Jules entre sus dos hermanos y luego se tumbó tan cerca de Tracey que habría podido tocarla con sólo mover ligeramente la mano.

Tracey se sentía muy alterada por la proximidad de su marido. En cuanto a Jules, tampoco él parecía muy contento, aunque, en su caso, su desdicha se debía a que lo alejaran de su padre.

Movida por un deseo de calmar a su niño, Tracey fue acercándose centímetro a centímetro hacia Jules y empezó a jugar con sus deditos. Al principio no hizo caso de su madre, pero ésta siguió hablándole y jugando con él y, finalmente, dejó de protestar.

Tracey tenía la cabeza tan cerca de los otros dos bebés que empezó a acariciarlos con su rubia melena. De todos modos, no lograba dejar de notar el calor que le producía estar junto a su marido, que seguía pegado a ella. Casi perdió el conocimiento al oler la fragancia varonil de su cuerpo mezclada con el olor de su jabón.

Se tumbó boca arriba y siguió jugando con Jules, a quien fue levantando y bajando con los brazos alternativamente, a la vez que le daba besitos en la tripa. Los otros dos bebés se entretenían con el pelo de su madre, sin que los molestara el que Jules estuviera acaparando la atención de Tracey.

De pronto, se dio cuenta de que Julien la estaba mirando. Estaba quieto y sus ojos refulgían como llamas ardientes. Aunque no hizo ningún movimiento concreto, nada de lo que pudiera acusarlo, el deseo de su marido era casi palpable, o al menos ella se sentía rozada por aquella mirada tan penetrante y peligrosa.

Tracey se vio obligada a cambiar de posición para darle la espalda y vencer cualquier posible tentación. Empezó a mecer a Jules entre sus temblorosas manos y decidió cantarle una nana. Tal vez fuera la música lo que más lo serenara, porque Jules dejó que su madre lo besara y lo mimara sin oponer resistencia.

Estaba viviendo un momento agridulce y las lágrimas, de alegría y dolor, se le agolpaban en las esquinas de los ojos. Alegría, porque se sentía realizada y rebosante como madre; pero estaba pagando un precio que le destrozaba el corazón. A su lado yacía el hombre al que amaría toda su vida; el hombre que no le estaba destinado.

Con todo, parte de ella se rebelaba contra aquel descubrimiento que había destruido su mundo de felicidad; parte de ella quería olvidar que eran hermanos y seguir amando a Julien como antes de que Henri Chapelle hiciera su confesión.

Pero Dios sabía ese terrible secreto, y Tracey no podía fingir que lo ignoraba. No podían ocultarse en ningún sitio; no existía ningún limbo perdido donde Julien y ella pudieran vivir felices el resto de sus días.

Dio un beso a Jules en un intento de disimular su dolor e intentó aceptar la idea de que, a partir de entonces, sólo sus hijos serían su razón de ser.

– ¿Preciosa?

«No, por favor. No digas nada», pensó Tracey.

Pero era demasiado tarde. Ya había hablado. Su voz, dulce y aterciopelada, tampoco escondía el ferviente deseo que sentía hacia ella.

– Estos meses atrás -prosiguió Julien-, cuando estabas sumida en la oscuridad, soñaba con momentos como éste, en casa, rodeado por mis hijos y mi mujer… ¿Cómo es posible que no sientas la misma dicha que yo?, ¿que no quieras que este estado de felicidad se prolongue eternamente? Respóndeme si puedes, amor mío. Convénceme de que no perteneces a mis brazos, de que no echas de menos aquella pasión arrebatada que compartimos hasta que desapareciste de mi vida.

Tracey no podía escuchar ese cortejo desesperado. Se sintió cruel y miserable por no poder contestar a sus preguntas y deseó quedarse dormida junto a sus bebés. ¡Cuanto le gustaría ser uno de ellos, felices y carentes de preocupaciones!

Sabía que Julien esperaba algún tipo de respuesta, de reacción a sus palabras, sabía que Julien quería escuchar que su amor era correspondido.

Empezó a rezar para seguir firme, sin perder la compostura, y, por suerte, poco a poco consiguió relajarse hasta cerrar los ojos y quedarse dormida.

Cuando empezó a recobrar la consciencia, sintió un peso sobre el vientre. En el estado de somnolencia en el que se hallaba, supuso que, de algún modo, Jules se las habría ingeniado para trepar hasta allí y, sin pensarlo dos veces, estiró la mano para rozar su pelo sedoso con la palma de la mano.

Pero se dio cuenta de que algo no iba bien nada más tocar la cabeza que reposaba sobre su vientre. Era demasiado grande para ser la cabeza de Jules. Abrió los ojos de golpe y tuvo que morderse los labios para no gritar.

Al parecer, durante la siesta, había soltado a Jules, que se habría ido a dormir con sus hermanos, y había girado el cuerpo en dirección a Julien, que también se había quedado traspuesto.

Lo que había logrado evitar estando despierta, había sucedido mientras ambos dormían instintivamente, Julien la había rodeado por la cintura y Tracey había dejado reposar un brazo sobre la cabeza de su marido.

Cuando Tracey estaba intentando recuperarse de la impresión y librarse del abrazo de Julien, Clair entró en la habitación, aunque se marchó inmediatamente, consciente de que estaba interrumpiendo una escena muy íntima entre dos amantes.

Tracey se dio cuenta de que tenía la blusa arrugada y de que la llevaba por fuera de la falda. Además, el brazo de Julien había ido remontando las piernas de su esposa hasta dejarle las pantorrillas al descubierto.

Se sintió azorada y culpable al mismo tiempo y sus mejillas se arrebolaron. No podía permitir que algo así volviera a suceder.

Todavía quedaban veintisiete días y ya habían «dormido» juntos. Se apartó de Julien presa del pánico, con la esperanza de no despertarlo; pero había olvidado a Jules, al que no le agradó el ligero golpe que su madre le propinó con el cuerpo al retirarse. Empezó a llorar y a gritar hasta que todos despertaron y, un segundo más tarde, sus hermanos lo acompañaron en el llanto.