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Tracey no podía seguir aguantando aquella reunión. El dolor había perforado su corazón y se vio obligada a excusarse, diciendo que tenía que ir un momento al dormitorio. Luego salió del comedor a toda prisa.

Cuando llegó al piso de arriba, oyó que Valentine estaba llorando, a pesar de los vanos esfuerzos por calmarla de una criada. Le bastó una mirada a la colorada cara de la niña para comprender que el turno de la fiebre le había llegado a Valentine.

Aunque no deseaba ningún mal a nadie, y mucho menos a uno de sus adorables bebés, Tracey se sintió aliviada, pues tenía una excusa para no volver a la cena.

Julien no tardó demasiado en ir en su busca. Se le acercó a grandes pasos.

– ¿Se puede saber qué te pasa, Tracey? -preguntó realmente enfadado. Hasta Valentine, que se agarró al cuello de su madre con más fuerza, notó su irritación.

– Como ves, Valentine no se encuentra bien. Antes de la cena tuve la impresión de que estaba un poco sofocada, así que vine para comprobar…

– ¡Dios! ¡Está ardiendo! -exclamó Julien preocupado después de ponerle la mano en la frente.

Tracey podía leer sus pensamientos: había organizado la cena de esa noche para acorralarla, pero no había contado con la repentina fiebre de Valentine.

– Tengo que conseguir que le baje la fiebre -dijo Tracey-. Vuelve con los invitados y atiéndelos tú durante el resto de la velada. Por favor, diles que lo siento, que tengo que cuidar a Valentine.

– Es verdad que está enferma -comentó Julien después de una tensa pausa-. Pero ése no es el motivo por el que has salido corriendo del comedor -sentenció en voz alta.

– Por favor, Julien, estás asustándola.

– No siempre podrás escudarte en los niños para evitarme. Todavía queda mucha noche -la advirtió con determinación, dejándola sin aliento.

Nada más marcharse Julien, Tracey abrazó el cuerpecito de Valentine para descargar la tensión acumulada. Luego le dio una aspirina disuelta en un poco de agua y se llevó a la niña a su propia habitación.

La cama era suficientemente grande para las dos y, de ese modo, Valentine no molestaría a sus hermanos y Tracey podría cuidarla sin tener que cambiar de habitación cada dos por tres.

Tracey necesitaba sentir el reconfortante calor del cuerpecito de Valentine, una dulce criatura a la que podía amar sin que nada ni nadie se lo prohibiera.

La niña, que debía de sentirse segura, protegida entre los brazos de su madre, se tomó medio biberón de zumo de manzana y, luego, se durmió al mismo tiempo que Tracey.

Cuando despertó al día siguiente, Tracey descubrió que estaba sola. Dado que ninguna de las criadas se habría atrevido a entrar, estaba claro que, en algún momento de la noche, Julien se habría colado en su dormitorio.

Tracey sabía de sobra a qué había ido: durante las tres anteriores semanas, había cumplido con su palabra y no había intentado nunca hacerle el amor. Pero la cena de la noche anterior había precipitado sus emociones, las cuales apenas podía controlar. Julien estaba a punto de estallar.

A pesar de que se habían sentado en extremos opuestos de la mesa, la fogosidad de las miradas que le había lanzado le habían derretido el corazón. Ella también había sentido la llama de la pasión, lo cual no había pasado inadvertido para Julien.

Tracey escondió la cara entre las manos. Estaba convencida de que Julien había ido a visitarla a media noche, porque ya no podía seguir reprimiendo sus deseos.

Gracias a Dios, la había encontrado dormida con Valentine entre los brazos; pero, ¿qué pasaría la siguiente vez, cuando los tres niños estuvieran durmiendo tranquilamente en su habitación?, ¿cuándo Julien supiera con certeza que estaba sola?

Se levantó de la cama como un resorte. No podía haber una próxima vez.

Como Isabelle se marchaba en el avión de la tarde, Tracey usaría a Valentine como excusa para despedirse de su hermana en la residencia. Y mientras Julien la llevara al aeropuerto, Tracey se escaparía a un hotel del centro.

Ya daba igual no poder cumplir con su promesa de permanecer todo un mes junto a Julien. Tenía que marcharse ese mismo día.

Capítulo 9

Los tres niños se durmieron por fin. Valentine había dado más guerra que sus hermanos debido al resfriado, pero también acabó rindiéndose.

Tracey miró la hora: la cuatro y diez. Julien y Rose estarían a punto de llegar a Ginebra, adonde habían ido para despedir a Isabelle y a Alex. Era el momento perfecto para escaparse.

En cuanto Solange se despistara, Tracey agarraría un monedero que había escondido en un cajón y desaparecería para siempre. Cuando alguien descubriera su nueva fuga, ya estaría alojada en algún hotel, desde el que telefonearía a la residencia para pedirle a Solange que se ocupara de los niños hasta que Julien volviese.

Después de mirar una vez más a sus hijos, Tracey se dispuso a salir de la habitación con gran sigilo. Pero no lo logró, pues se topó de frente contra algo rocoso que le impedía seguir avanzando.

– ¡Julien! -exclamó aturdida. Éste la estrechó contra su viril cuerpo-. ¿Qué… qué haces aquí?

– Decidí que Rose fuera sola a despedir a tu hermana al aeropuerto. Así podremos pasar el resto de la tarde juntos sin que nadie nos interrumpa -explicó Julien sonriente.

– Pero Valentine…

– Está dormida y las criadas estarán atentas si llora.

– No creo que debamos dejarla sola, Julien -logró decir. Tenía la garganta seca.

– ¿Ah sí? Y, entonces, ¿cómo explicas esto? -preguntó enfadado señalando el monedero-. Te vi esconderlo esta mañana, cuando pensabas que estaba en el despacho. Sé muy bien lo que estabas planeando, pequeña… Y ahora que has roto la promesa que me hiciste en el hospital, ya no hay ningún pacto entre nosotros. Después de un año de abstinencia, tengo intención de hacer el amor con mi mujer y no vas a poder hacer nada por evitarlo.

– ¡No! -gritó desesperada.

Pero Julien no la escuchó: la levantó en brazos y la besó con fiereza hasta desarmarla. Luego se dirigió hacia las escaleras y empezó a subirlas, aún sin soltarla.

Julien era un hombre muy fuerte y siempre sabía mantener sus emociones bajo control. La única vez que le había visto perder su sangre fría fue la noche en que discutió con Jacques y le prohibió que volviera a mirar a Tracey. Desde entonces, Jacques nunca había vuelto a acercarse a ella.

Pero Julien había sufrido mucho durante el último año y, al final, había acabado saliendo a la superficie el salvaje que llevaba dentro.

Cuando llegaron al dormitorio de Julien, Tracey ya no tenía fuerzas para resistirse. No fue capaz de oponerse a Julien cuando éste la colocó sobre la cama. Luego, terminada la lucha, se tumbó encima de ella y empezó a hacerle el amor con una pasión desbordante que había estado reprimiendo demasiado tiempo.

– ¡Para, Julien! -gritó Tracey cuando éste dejó de besarle los labios para descender hacia el cuello. Ya no había marcha atrás-. ¡Lo que estamos haciendo es pecado!

– Estamos casados, amor mío -desdramatizó Julien mientras aspiraba la fragancia de su piel-. Me siento tan feliz que me parece estar pecando. Pero no. ¿Por eso te escapaste? Dime la verdad, preciosa. No más mentiras. Tu padre era bastante puritano; ¿fue él quien te dijo que el amor físico entre un hombre y una mujer era pecado? ¿Es eso?

– No… -denegó con la cabeza al tiempo que rompía a llorar-. Él no era mi padre, Julien.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó atónito.

– Mi verdadero padre era Henri Chapelle -respondió sacando fuerzas de flaqueza-. Tu padre.

Julien estaba tan enamorado que no comprendía lo que oía. Estaba tan ofuscado que no se daba cuenta de la fuerza con la que la estaba sujetando.

– Eres mi hermano, cariño -dijo torturada-. Tu padre me lo confesó antes de que monseñor Louvel le diera los últimos sacramentos.