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Cuando llegaron a la altura de una catedral gótica, cambió inesperadamente de dirección, hacia el norte, desviándose del centro.

– No vamos en dirección a la residencia -comentó Tracey intranquila.

– Primero quiero que desayunemos.

– Por favor, no te molestes. No tengo hambre.

– Por primera vez desde hace un año, soy yo el que sí la tiene -respondió con autoridad-. He reservado mesa para desayunar en el Chalet Des Enfants. Antes te encantaban las vistas que tenía. Y su comida.

Eso era cierto. Antes de casarse, solían concluir sus paseos en barca en aquel paradisíaco comedor, desde el cual observaban las cumbres de los Alpes franceses reflejándose en el lago Leman.

Julien la cortejaba con unos deliciosos croissants con miel y hablaban horas y horas de todo y de nada. Con él al lado, siempre era demasiado pronto para despedirse…

Ésos recuerdos le resultaban tan dolorosos que a punto estuvo de decirle que fuera solo a desayunar mientras ella lo esperaba en el coche; pero entonces se acordó del consejo de Louise: tenía que ser fuerte, física y psicológicamente, si quería convencerlo de que estaba totalmente recuperada.

Tracey cerró los ojos. Ese era sólo el primero de treinta días eternos y ya le parecía una tortura insoportable. Despertó de aquella pesadilla diurna cuando Julien empezó a frenar para estacionar el coche en el aparcamiento privado del restaurante. La ayudó a bajar del Ferrari y Tracey observó en sus ojos un dolor y una frustración inaguantables.

Se sintió culpable porque ella y sólo ella tenía el poder de satisfacer la curiosidad de su marido, revelándole la verdad. Pero, en tal caso, el dolor sería mucho mayor y Julien no sería capaz de levantar cabeza nunca jamás.

Había tenido muchos meses para meditar su decisión y había llegado a la conclusión de que debía permanecer callada. Por mucho que le doliera que lo rechazara en ese momento, era lo mejor para él, pues, si no salía definitivamente de su vida, Julien acabaría aceptando la tragedia que había sucedido y que los separaba y acabaría amándola de nuevo. Pero eso sería inadmisible. No: tenía que desaparecer para siempre; de ese modo, Julien conocería a otras mujeres que estarían deseosas de convertirse en su esposa; otras mujeres con derecho a casarse con él y a darle los hijos que tanto deseaba. Si no llegaba a enterarse del secreto que Tracey guardaba, Julien superaría su pérdida y estaría libre para rehacer su vida.

Por su parte, era imposible que Tracey volviera a casarse. Julien había borrado a cualquier otro posible pretendiente. Sólo le quedaba una solución: encontrar un trabajo que la obligara a viajar por todo el mundo y que la mantuviera tan ocupada que no le dejara tiempo para pensar en el pasado.

Salió del coche rápidamente para no dar lugar a que Julien la ayudara y entró a paso ligero en el restaurante, experimentando una sensación de déjà vu al abrir la puerta. Sólo había otra pareja sentada aquella mañana de domingo. Mejor: no le gustaba ver abarrotado aquel local.

Se sentó en una mesa sin dar tiempo a que Julien le corriera la silla, lo cual lo contrarió, a juzgar por el fruncimiento de su ceño. Aun así, seguía irresistiblemente atractivo.

En aquel sombrío interior, la piel y el cabello parecían oscurecérsele, y los ojos reflejaban el crepitar de una cálida hoguera que, desde el otro lado del comedor, iluminaba el ancho contorno de sus hombros.

Como Julien estaba sentado frente a ella, su cuerpo le tapaba parte de la vista que se podía apreciar desde la ventana. Esquivó su seductora mirada, pues entre ellos siempre había existido una química fogosa e incontrolable que podía resultar peligrosa. Aquel año de separación no había hecho sino aumentar la atracción entre ambos.

Pero ya no podía pensar en Julien como en otros tiempos. A partir de entonces, cada vez que su mirada encontrara los ojos de Julien, tendría que observarlo con la imparcialidad que podría sentir por un simple buen amigo.

Nada más sentarse, el dueño del local se acercó y saludó a Julien como si fueran viejos amigos. Este pidió por los dos sin consultar a Tracey: ciertos hábitos no eran fáciles de romper y Julien siempre se había ocupado de Tracey, pues conocía sus gustos y adivinaba sus deseos antes de que ella tuviera tiempo de formularlos.

Tracey se dio cuenta de que aquella armonía que siempre había reinado en su relación seguía presente. Juntó las manos y las apretó para intentar calmarse.

El dueño del restaurante se alejó y Julien, en vez de dirigirse a Tracey, se recostó con indiferencia en el respaldo de la silla.

– No creo que puedas imaginarte lo larga y solitaria que se me ha hecho mi estancia en el hospital -arrancó Tracey, que se había pasado la noche preparando aquel discurso.

– No habrá sido más larga y solitaria que mi vida durante este último año -respondió mostrándole su sufrimiento.

– Por favor, no me entiendas maclass="underline" todos se han portado muy bien conmigo y les estoy muy agradecida… y a ti también. De no ser por ti, nunca me habría recuperado del todo.

– Gracias a Dios, lo conseguiste.

– Pero el caso es que no estoy acostumbrada a la inactividad, y la idea de vivir en la residencia sin tener nada que hacer durante horas me resulta inconcebible. Si quieres que sobreviva a este mes que vamos a compartir, tienes que conseguirme un trabajo en tu empresa. Sé que puedo serte útil.

Julien respiró profundamente y la miró con gran intensidad.

– Nadie discute lo valiosa que sería tu aportación a la empresa; pero has de saber que he decidido tomarme el mes de vacaciones para estar contigo todo el tiempo posible. Vamos a estar constantemente juntos y te puedo asegurar que no te vas a aburrir.

Aquellas palabras dejaban bien a las claras que Julien no tenía intención de perderla de vista ni un segundo.

– ¡Me niego! -exclamó aterrada llamando la atención de los demás clientes. Se dio cuenta de que había cometido un error dejándole ver el miedo que le producía la idea de tener que pasar con él cada minuto de aquel mes.

Julien llevaba toda la mañana esperando descubrir algún signo de debilidad y por fin lo había encontrado.

– Louise me ha dicho -prosiguió Tracey- que te has pasado todo el año visitándome y cuidándome. Julien, no sabes lo culpable que me siento. Por favor, tienes que dejarme que te lo recompense colaborando contigo en tu empresa. Por mi culpa habrás dejado de prestar atención a muchos asuntos importantes. Te lo ruego, dame la oportunidad de premiar tu dedicación de algún modo. Después de licenciarme en filología en California, sólo trabajé unos días antes de…

– Antes de que nos casáramos -la interrumpió con decisión-. Un matrimonio que los dos deseábamos desde el día en que nos conocimos; pero yo tuve que esperar a que fueras mayor. Y no lo niegues, porque me estarías llamando tonto y no lo soy.

«Claro que no, cariño; claro que no», se decía Tracey.

– Lo único que te pido es que me dejes demostrarte que no te equivocaste al contratarme aquella primera vez -comentó Tracey realizando grandes esfuerzos por no perder el control.

– Aunque no volviera a poner un pie en mi despacho, la empresa lograría sobrevivir -le dijo mirándola a la cara-. Lo único que me importa es mi matrimonio y voy a hacer lo imposible porque salga adelante.

– Pero ya te he dicho que…

– Sé de sobra lo que me has dicho -la interrumpió con frialdad-. Treinta días es todo lo que tengo para convencerte de que quieres compartir tu vida conmigo y ser mi esposa. Me diste tu palabra de que aceptarías esta condición.