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– Cierto. Pero no imaginaba que fueras a poner en peligro tu empresa por mí cuando no es necesario. Podemos trabajar juntos. Sería como en los viejos tiempos -dijo intentando hablar con aire desenfadado.

– No, cariño -sentenció con candor-. Hasta que Rose me puso al corriente de tu accidente, las cosas se hacían siempre a tu manera. Ahora soy yo quien dicta las reglas. Y si no te gustan, volverás al hospital. Tú eliges -concluyó.

Tracey se quedó temblando. Todo iba a ser más complicado de lo que había esperado.

– No puedo volver al hospital -respondió angustiada.

– Bien -dijo con satisfacción-. Entonces, disfrutemos de la comida, ¿de acuerdo?

Tracey agradeció que el dueño regresara en ese momento con la comida, para no tener que contestar, y decidió forzarse a comer el copioso desayuno que tenía frente a sí.

Julien sabía que Tracey tenía algún motivo para no querer continuar con su matrimonio, pero se negaba a aceptarlo, cualquiera que éste fuera. Creía que el tiempo lo arreglaría todo y que acabaría recuperando a su mujer.

Y si no, de algún modo, de alguna manera, ella tendría que convencerlo de que existía una razón de peso para que no siguieran casados.

Tracey había rezado la noche anterior para no sucumbir a Julien y, una vez juntos, se dio cuenta de que tendría que rezar mucho más si quería ser fuerte y superar aquella prueba.

A juzgar por la amabilidad con la que pidió otros dos croissants, era evidente que Julien estaba contento con como estaba discurriendo el encuentro.

– Sea cual sea el motivo que te decidió a salir de mi vida -empezó a preguntar después de apurar una segunda taza de café-, ¿cómo lograste salir adelante tanto tiempo antes de ponerte en contacto con tu tía Rose?

Tracey esperaba esa pregunta. Si se hubieran intercambiado los papeles y hubiera sido él quien se hubiera marchado, Tracey lo habría ametrallado con cientos de preguntas hasta obtener una respuesta que la satisficiera. Sinceramente, no podía sino admirar la calma y la consideración de Julien, a quien, sin duda, debía una explicación.

– Tenía dinero suficiente para llegar a Londres. Quería encontrar un buen trabajo allí, pero, como no iba recomendada ni tenía referencias, nadie me contrató, salvo una pareja que, estando su niñera enferma, necesitaba temporalmente a alguien que cuidara a sus hijos. Cuando la niñera salió del hospital, no tuve más remedio que ponerme en contacto con tía Rose.

Julien encajó aquella confesión sin mover un solo músculo de la cara, totalmente inexpresiva.

– Dado que no volviste a trabajar en Chapelle House, en San Francisco -dijo mientras colocaba la taza de café sobre su plato-, ¿qué hiciste para llenar las horas, aparte de contratar a un abogado para acabar con nuestro matrimonio?

– No… no lo recuerdo, de verdad -contestó. Aquella pregunta le había dolido profundamente-. Lo último que recuerdo es que me monté en un avión que iba al aeropuerto de Gatwick. Supongo que tía Rose me buscó un lugar donde nadie podría encontrarme.

– Quieres decir donde yo no podría encontrarte -interrumpió-. Ni siquiera tu hermana sabía donde estabas.

Cada cosa que decía la hacía sentir culpable. Tracey se llevó las manos a la cabeza, la cual empezaba a dolerle.

– Sólo sé que Rose me dijo que un coche me atropelló mientras estaba cruzando la calle; pero no recuerdo nada del accidente. Y hasta ayer, cuando Louise me puso al día, no sabía que seguía casada; que no nos habíamos divorciado.

– Si de verdad pensabas que iba a consentir en divorciarme de ti tal como escapaste -comentó mientras la miraba inclemente a los ojos a la vez que se ponía de pie-, entonces no me conoces en absoluto. Pero eso va a cambiar. ¿Estás preparada para ir a casa? -preguntó dictatorialmente lanzando su servilleta contra la mesa.

«Tu residencia jamás podrá ser mi casa», pensó Tracey. Sin embargo, estaba obligada a decir que sí.

Se levantó de la mesa sin esperar su ayuda, dejó que se encargara de la cuenta y salió apresurada a tomar aire; un aire puro y otoñal.

Llevaba un vestido de abrigo con una chaqueta que se había comprado en San Francisco años atrás. Se subió el cuello de la chaqueta hasta esconder las mejillas para protegerse del frío mientras Julien volvía para abrir la puerta del coche.

Desde el accidente, toda la ropa le quedaba grande; pero el doctor Simoness le había asegurado que en menos de tres meses habría recuperado su peso normal, siempre y cuando comiera adecuadamente e hiciera ejercicio con frecuencia.

En ese momento, sentía enormes ganas de hacer ejercicio, de correr por el bosque en medio de aquel aire fresco hasta caer agotada de cansancio. Pero no podía complacer ese impulso estando Julien presente.

– ¿Te apetece dar un paseo? -le preguntó Julien con dulzura a la vez que le acariciaba los hombros de ese modo tan familiar, preludio seguro de caricias más íntimas en tiempos pasados.

– Yo también creía que me apetecía -respondió sin apartar los hombros y esforzándose por no perder el control-. Pero me siento muy cansada; supongo que es porque anoche no dormí casi nada. El doctor Simoness me recomendó que, durante los primeros días, no hiciera mucho ejercicio si no me apetecía. Si no te importa, Julien, me gustaría volver a la residencia y descansar un rato.

Se quedó callado y en silencio. Tracey creía que Julien insistiría en dar el paseo; pero éste retiró la mano de su hombro con un gesto de desencanto.

Era obvio que Julien estaba realizando un gran esfuerzo de autocontrol para no levantarla en brazos y besarla hasta hacerla olvidar su empeño en divorciarse.

Durante el desayuno, Tracey había visto esa mirada suya de deseo que solía derretirla. Pero de eso hacía mucho tiempo, cuando aún era inocente y no había escuchado cierta confesión. Todo había cambiado desde entonces y aquella mirada, en vez de derretirla, la martirizaba.

Fueron hacia el coche sin mediar palabra. Tracey hizo lo posible por andar con elegancia y dignidad, con la esperanza de que el crujir de las hojas al caminar ensordeciera los latidos de su corazón. No se atrevió a respirar hasta estar sentada y oír el ruido del motor.

– ¡Santo cielo! -exclamó Julien antes de entrar en la carretera de la montaña-. Te has quedado blanca. ¿Por qué no me has dicho que no te encontrabas bien? -preguntó en un tono que indicaba autoridad y ansiedad al mismo tiempo. Julien siempre se había mostrado muy solícito con ella, constantemente atento a cualquier cosa que pudiera necesitar.

Tracey no entendía como podía seguir preocupándose tanto por ella; pero, por increíble que pareciera, no dejaba de interesarse por su bienestar. De pronto pensó que no podían seguir así. Treinta días más al lado de Julien los destruiría a los dos. Habían bastado dos horas para desgarrarse a tiras los corazones.

Como Julien no debía enterarse de la verdad, Tracey sólo podía hacer una cosa: antes de que terminase la semana, tendría que encontrar la manera de escaparse y refugiarse en un convento temporalmente. Sabía que había uno en Jura, un cantón de Suiza, cuyas monjas solían acoger a las personas en dificultades que llamaban a su puerta pidiéndoles un techo para pensar y ordenar sus vidas.

A Julien nunca se le ocurriría buscarla allí. Sólo tenía que esperar el momento de escapar. Tenía que alejarse de la residencia, de Julien. Con una diferencia fundamentaclass="underline" esa vez desaparecería para siempre.

– Olvida lo que estés pensando, Tracey -le dijo Julien, que le había leído el pensamiento con increíble acierto-. Hicimos un trato y vas a cumplirlo, por mucho que te moleste acompañarme veinticuatro horas al día. Olvida cualquier plan de fuga que estés maquinando. No volverás a huir de mí de esa manera.

– Necesito cierta intimidad, Julien -protestó Tracey.

– Ya te he prometido que no dormiremos en la misma cama -dijo agarrando el volante con más fuerza-. Pero te advierto que mi magnanimidad no es infinita.