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Bajó a toda velocidad para hablar con Rose, que probablemente estaría tomando una taza de té en su habitación, tal como tenía por costumbre a esas horas de la tarde.

Sus pasos se detuvieron cuando Tracey escuchó el llanto de un bebé. Miró en derredor preguntándose de qué dormitorio habría salido aquel llanto, e intentó imaginar qué amigo de Julien podría encontrarse en la residencia con un niño.

No había sonado como si se tratase de un recién nacido, pero, desde luego, no era el llanto de su sobrino Alex. Además, Julien le habría dicho que Isabelle y Bruce estaban allí.

Tracey no tenía conocimiento de que Angelique, la hermana de Julien, tuviera ningún niño, de modo que no podía tratarse de su hijo salvo que en el último año hubiera habido alguna novedad al respecto.

Poco a poco fue avanzando en dirección a la puerta de la que provenía aquel misterioso llanto, cada vez más potente. Entonces oyó la voz de una mujer que intentaba en vano apaciguar el desconsuelo del bebé.

Impulsada por un instinto que no comprendía, pero que tampoco puso en duda, Tracey llamó a la puerta en la que antes solía dormir Isabelle y aquella voz desconocida la invitó a pasar.

Tracey empujó la puerta y se quedó asombrada al ver que aquélla ya no era una habitación para invitados, sino más bien una especie de guardería decorada con muchos colores.

¿A qué venía eso? ¿Qué niño podía importarle tanto a Julien como para convertir una habitación de la residencia en una guardería?

La mujer que la había instado a entrar debía de tener unos cuarenta años, vestía como las enfermeras del hospital y estaba sujetando una niña de cinco o seis meses, apoyándola contra su hombro. Saludó a Tracey con cordialidad, pero estaba demasiado ocupada con el bebé como para darle conversación.

Tracey se fijó en las trencitas negras que bordeaban la ovalada cara del bebé. Tenía los mofletes rojos y humedecidos por las lágrimas. Era la criatura más adorable que Tracey había visto en toda su vida.

Llevaba una camisetita blanca y un pañal del que salían dos robustas piernecitas. Tracey tuvo ganas de comerse a pequeños bocados el cuerpo de esa preciosa niña.

No sabía si lloraba porque acababa de despertarse de una siesta o porque querían obligarla a que se durmiera; pero, en cualquier caso, daba la impresión de que su llanto era inconsolable.

Tracey se acercó para mirarla más de cerca y, entonces, sintió un profundo latigazo en el corazón: la forma de fruncir el ceño y la pequeña y firme barbilla le resultaban cada vez más familiares.

Después de estudiar la complexión de la niña, sus largos dedos, que acababan en uñas de media luna, Tracey no pudo evitar relacionarla con el hombre al que amaba más que a nada en el mundo: Julien.

Como si se tratara de una revelación, comprendió que aquella niña era hija de Julien. Los genes no mienten y, además, nadie que no fuera de su misma sangre recibiría tantos honores y atenciones…

De modo que, si esa niñita era de Julien, éste habría encontrado a otra mujer después de que Tracey desapareciera. ¿A quién? ¿La conocía Tracey?

Sintió unos celos lacerantes, un sentimiento que no había experimentado jamás hasta ese momento.

¿Por qué no quería el divorcio si había otra mujer que lo amaba tanto como para darle una hija? Se agarró a la cuna para no desplomarse, preguntándose por qué había insistido en que compartieran ese mes juntos, cuando era totalmente evidente que había otra mujer esperándolo.

En realidad, ya sabía la respuesta a esa pregunta. Julien era un hombre íntegro y honrado y, después de enterarse de que Tracey había despertado del coma, querría darle una última oportunidad a su matrimonio.

Incapaz de mirar a esa niña, dio media vuelta y salió de la guardería a todo correr.

Dado que su amor por Julien era un amor prohibido, tal vez, con el tiempo, sería capaz de alegrarse de que Julien hubiera conocido a otra mujer a la que amar.

Pero en ese preciso instante se sentía desgarrada.

De pronto, se encontró en el pasillo con Julien, que la estaba mirando con una expresión enigmática.

La rozó con las manos para que se detuviera, pero Tracey no soportaba el tacto de su piel y retrocedió inmediatamente.

– Parece que has estado ocupado mientras yo estaba fuera -comentó. No quería acusarlo de nada, no tenía derecho; pero estaba segura de que su comentario era el de cualquier mujer normal enloquecida por los celos al descubrir la perfidia de su marido.

– Eso parece -respondió sin aparentar culpabilidad o embarazo. Luego le pidió a Clair, la niñera, que le acercara el bebé.

Ésta pareció aliviada al desprenderse de la niña, que seguía llorando sin parar. Pero no bien la hubo estrechado Julien entre sus brazos, se tranquilizó, como si el hombro de su padre fuera la almohada que hubiera estado esperando todo el rato.

No cabía duda de que Julien amaba con locura a su pequeña niñita: los ojos le brillaban emocionados, no dejaba de acariciarle la espalda con gran mimo, jugueteaba con las trenzas del pelo y colmaba su cuello de múltiples besos y carantoñas.

– ¿Quién es, Julien? -preguntó Tracey, que no podía seguir conteniendo su curiosidad.

– Se llama Valentine -respondió-. Y nació el catorce de febrero.

– No digo la niña -exclamó Tracey-. Me refiero a la madre.

– ¿Tú quién crees que es? -preguntó tras un tenso silencio.

– No tengo ni idea -respondió temblorosa.

– Es la mujer más bella del mundo. La única mujer a la que jamás podré amar -dijo con una veta de dolor en la voz.

Tracey bajó la cabeza, degollada por tanta crueldad. ¿Por qué quería seguir junto a ella si acababa de confesar el rabioso amor que sentía por la mujer que le había dado a esa niñita?

Empezó a pensar en todas las mujeres que Julien conocía, muchas de las cuales eran consideradas verdaderas bellezas. ¿Cuál habría sido la elegida?

– Si la miras de cerca, reconocerás a su madre. Fíjate sobre todo en sus ojos verdes.

Tracey se quedó sin aliento. ¿Ojos verdes? Julien no paraba de hablar de los preciosos ojos verdes de Tracey. Lo miró a la cara sin comprender.

– Cuando Louise te enseñó una foto de Rose, reconociste a tu tía. Tenía la esperanza de que al ver a Valentine, te dieras cuenta de que es nuestra hija, Tracey. Tuya y mía -explicó con temor.

– ¿Nuestra? -preguntó aturdida. Las piernas le temblaban tanto que Julien tuvo que conducirla a la habitación de la niña para que se sentara en una silla.

– Sí, preciosa. Nuestra y sólo nuestra.

– ¡Pero eso es imposible! -exclamó alterada.

– Parece que, por una vez, ha sucedido un imposible. Puedes llamar si quieres al hospital Hillview de San Francisco. Te atendió el doctor Benjamin. Mírala con detenimiento y verás que tiene tu sonrisa y tus preciosos ojos verdes.

Julien se puso de cuclillas y le entregó la niña a Tracey, aunque siguió sujetándole un dedito para que Valentine no rompiera a llorar de nuevo.

Tracey no se podía creer lo que Julien le decía, pero se sintió obligada a abrazar a aquella dulce criaturita y la miró mientras la sujetaba en su regazo: un milagro de la naturaleza.

Entonces, después de reconocer ciertos rasgos que sin duda sólo podían pertenecer a su familia y a la de los Chapelle, empezó a sollozar: Valentine era su niña. Y la de Julien…

– ¡No! -exclamó al ser consciente de las consecuencias de ese increíble descubrimiento. No podía seguir en aquella habitación.

Tracey transmitió su nerviosismo a Valentine, que rompió a llorar de nuevo echando los bracitos hacia el cuello de su padre.