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Tenía claro que prefería ser mujer a princesa. Deseó ser Annie, tan fuerte y decidida. Seguro que ella sabría qué hacer.

Enfundada en un camisón que le había prestado Sally y que no era otra cosa sino una camiseta vieja de Tim, se estiró en la cama y se quedó mirando el techo.

Sí, desde luego, aquel día era más mujer que nunca.

Debía dilucidar cómo combinar lo mejor de sus dos mundos. Para hacerlo, no tenía más remedio que irse.

Su sonrisa se desvaneció.

Irse le parecía imposible. No solo había aprendido a amar aquellas tierras y a todos los presentes, incluida Sally, no. Había algo mucho más importante.

Iba a echar de menos a Tim con todo su corazón. Iba a echar de menos su sonrisa, su voz y cómo la hacía sentir.

Y, por supuesto, iba a echar de menos los orgasmos con gritos.

Al recordar lo maravillosa que había sido la noche anterior con Tim encima y el cielo estrellado sobre los dos, sintió que se estremecía.

En ese momento, llamaron a la puerta y se incorporó con el corazón latiéndole aceleradamente.

– Natalia.

Era su voz inconfundible.

Vio cómo giraba el pomo y cómo se abría la puerta. Y allí estaba Tim, más apagado que de costumbre.

– Te he despertado -dijo mirándola de arriba abajo-. Perdona.

– No -contestó Natalia con la respiración entrecortada-. Perdona por lo del desayuno. Supongo que estarás muerto de hambre…

– Hombre precisamente muerto de hambre… -dijo él sonriendo de forma pícamela-. Escucha, anoche…

– Perdona, sí, sí, me visto y bajo ahora mismo a preparar algo -lo interrumpió-. Tal vez los chicos quieran hacer un descanso y comer algo también -añadió.

Estaba hablando a borbotones, sin pensar. Estaba nerviosa. No podía dejar de hablar porque, de lo contrario, temía irse abajo. No podía soportar la idea de alejarse de él.

– Tim, ¿quién te va a hacer la comida cuando me haya ido?

– Eso no importa -contestó él-. Natalia, lo de anoche…

– Debería haberte ayudado a encontrar una sustituta. Tal vez debería quedarme unos días más… Para que te dé tiempo de poner un anuncio y encontrar a otra persona…

Tim se acercó a ella y le acarició la cara.

Horror. Natalia sabía que estaba a punto de perder el control. Se puso a mirar el techo.

– Mírame, por favor -le pidió Tim agarrándola de la cintura con la otra mano.

Natalia se perdió en el verde de sus ojos y él le acarició el pelo.

Estuvo a punto de apretarse con él, pero no podía ser. Tenía que poner distancia entre ellos.

– Debería… ducharme -dijo a modo de excusa.

– Me estás evitando, Natalia, y tenemos que hablar.

– No me apetece hablar -contestó ella intentando apartarse.

Tim se lo impidió.

– Eras virgen -dijo-. Me gustaría saber por qué me has hecho un regalo así.

– Un poco de inexperiencia no es para tanto, ¿no? -intentó sonreír sintiendo un terrible nudo en la garganta-. Bueno, tengo que hacer cosas…

Tim le acarició el cuello con ternura, como si supiera que le dolía tanto que apenas podía hablar.

– Para mí fue diferente, especial, a pesar de la llegada de la señora Cerdo -sonrió Tim-, pero no sé si para ti… En fin, no sé si lo habías pensado bien. ¿Por qué no me lo dijiste?

– Porque no sabía cómo.

– Qué te parece algo como «oye, Tim, por cierto, es la primera vez».

– Estás enfadado.

– En absoluto -le aseguró-. Estoy emocionado, Natalia, pero me hubiera gustado saberlo. Habría hecho las cosas de otra forma.

– Estuviste perfecto.

– Te habría llevado a una cama y me habría asegurado de que no hubiera cerdos cotillas cerca -le dijo con cariño-. Cuéntame, anda.

– Oh, Tim -dijo al borde de las lágrimas-. Las princesas estamos como en una burbuja, ¿sabes? Era virgen porque… nunca he tenido la oportunidad de dejar de serlo.

– ¿Solo por eso? -dijo sorprendido.

– No -contestó Natalia acariciándole la mano-. Nunca había conocido a un hombre con el que quisiera acostarme.

– Lo que nos lleva al tema más importante.

– El preservativo.

– El preservativo roto.

Natalia se imaginó con un niño hijo de Tim viviendo en aquel rancho para siempre.

Se le disparó el pulso. «Sería lo más maravilloso que me podría pasar en la vida», pensó.

– ¿Natalia?

– ¿Sí?

– Prométeme que me llamarás desde donde estés. Quiero saberlo.

– Tim…

– Natalia, prométemelo.

– Te lo prometo.

– De acuerdo -dijo relajándose un poco y sonriendo-. Muy bien.

«¿Y qué pasa con nosotros?», quería gritarle.

Obviamente, no había nosotros. Tim quería saber si se había quedado embarazada, pero nada más. Si no lo estaba, no había necesidad de escribir, de llamar ni de ir a visitarlo.

Era libre para irse, sin remordimientos.

Ahora sí que estaba al borde de las lágrimas, así que se metió en el baño.

– Voy a preparar algo de comer y luego…

Y luego, se iría.

Cerró la puerta y Tim no dijo nada.

Probablemente, habría salido ya de la habitación. Se desvistió y se metió en la ducha para llorar a gusto.

Bajó a la cocina más tranquila por la ducha helada y preparó algo de comer. En realidad, había sobrado muchísimo chile de la noche anterior, qué raro, así que lo calentó.

Decidió pedirle a Sally que se lo llevara a los hombres. Así no tendría que verlos por última vez.

Sobre todo, a Timothy Banning, que parecía más que contento de que se fuera.

Sally salió de la cocina con el chile, fingiendo que olía de maravilla, y Natalia se sentó sola en la mesa.

No podía hacerlo. No podía irse sin despedirse.

Salió de la casa y se dirigió a las cuadras pensando que le habría encantado vivir allí.

Decidió no mirar demasiado a Tim, no fuera a ser que equivocara una sonrisa de cariño con una señal para que se quedara.

Abrió la puerta de las cuadras con una gran sonrisa.

Y se quedó de piedra.

Allí estaban Tim, Red y los demás. Estaban en cuclillas alrededor de un hornillo donde estaban calentando unos burritos que miraban con hambre desmedida.

– Menudo robo -dijo Red.

Seth negó con la cabeza.

– Cinco dólares es lo que cuesta un burrito. Si no lo quieres, no te preocupes, que alguien se lo comerá. ¿Alguien quiere patatas fritas? Un dólar la bolsa.

Toda la cuadra olía a burritos, frijoles y queso.

En el suelo, junto al hornillo había varios platos de chile, su chile, y cerca de ellos estaba la señora Cerdo.

Ni a ella le gustaba su chile.

Capítulo 12

CONFUNDIDA, se quedó allí de pie, mirándolos con la boca abierta.

– ¿Qué hacéis?

Tim, al que había pillado intentando obligar a la señora Cerdo para que se comiera su plato de chile, se puso en pie.

– Natalia.

– Así me llamo -contestó ella mirando a Red, que se estaba comiendo dos burritos.

El hombre se apresuró a esconderlos tras la espalda y a sonreír.

Sally no se molestó en ocultar su burrito y siguió comiendo.

– He engordado por tu culpa -dijo.

Natalia deseó que se la tragara la tierra. ¿Qué tal que la abdujeran unos extraterrestres? Sí, todavía mejor.

– Creí que el ritual era solo por las mañanas -acertó a decir muerta de vergüenza.

– Bueno, eso es con las chocolatinas -contestó Red-. Lo del burrito es nuevo, la verdad.

– ¿Cuánto tiempo lleváis haciendo esto? – les preguntó.

Pete miró al suelo, Red, al techo y Tim se acercó a ella, pero Sally se le adelantó.

– Desde el principio -dijo.

– Sally -protestó su hermano.