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No había podido dejar de pensar en él desde que habían estado a punto de besarse el día anterior.

Sí, por favor, aunque fuera un momento… Se moría por verlo. ¿Sería demasiado pedir que se hubiera quitado la camisa por el calor?

Se sorprendió ante el rumbo que estaban tomando sus pensamientos y se apartó del porche. Entonces, se fijó en los animales del redil, los desvalidos.

Se le paró el corazón y notó que le sudaban las palmas de las manos. Sabía que aquel terror era ridículo, pero no lo podía evitar.

Y todo porque, con cinco años, su padre la había montado en un pony para la cabalgata de Navidad y, al soltar las riendas para saludar a todo el mundo, se había caído. Hasta ahí, bueno. Lo peor había llegado cuando el animal le había tirado encima todo lo que había comido durante una semana.

La ciudad entera se había reído. Había sido el hazmerreír y veinte años después seguía teniendo pánico de los animales por eso.

Se acercó a ellos como si tuvieran un imán. El cerdito de tres patas fue hacia ella cojeando. Se paró en la valla y gruñó varias veces.

Natalia sentía el miedo, pero dio un paso más.

También se acercaron la cabra y el caballo.

Natalia se encontró con seis ojos, cuatro sanos y dos, no, que la miraban con insistencia y tres hocicos que olisqueaban en busca de comida evidentemente.

– No tengo nada -les dijo con tristeza-. Lo siento.

Los animales sacaron la cabeza por la valla.

– No tengo comida -dijo riendo-. Esperad un momento -añadió al ver sus caritas de pena.

Corrió a la cocina y tomó lo primero que vio. Volvió con tres zanahorias. Al olerías, los animales se pusieron como locos. Estaban armando una buena.

Aun así, Natalia tuvo el valor para tirarle la primera zanahoria al caballo. El animal era tan viejo que, por supuesto, no la agarró al vuelo.

En cuanto la hortaliza tocó el suelo, y para consternación del equino, el cerdo fue hacia ella corriendo.

– En, que eso no es tuyo… -dijo Natalia arrodillándose y metiendo la mano por la valla para ayudar al caballo.

La cabra le agarró la manga de la camisa y empezó a comérsela.

– No -gritó horrorizada.

Intentó apartar el brazo, pero la cabra no la dejaba.

El cerdo se apresuró a babosearle el brazo en busca de más zanahorias. A Natalia casi roto le dio un ataque al corazón al imaginarse sin brazo. Tiró con fuerza y consiguió soltarse… aunque cayó de espaldas en el barro.

Se miró bien y vio que no le faltaba ninguna extremidad.

– Podría haber sido peor -dijo viendo que se le había roto la camiseta-. Menos mal que no me ha visto nadie.

– ¿Cómo que no? -dijo una voz a sus espaldas.

Sally. Estupendo. Natalia suspiró y se giró hacia ella.

– Hola, estaba…

– ¿Dándole de comer a la cabra? -sonrió la hermana de Tim-. Ya lo he visto -añadió pasando de largo.

Natalia se puso en pie y se dijo que daba igual. A Sally no le iba a caer bien de ninguna manera, así que…

Mientras se cambiaba de ropa, se dio cuenta de que había estado tan entretenida que no había pensado en Nuevo México en las últimas horas.

Al recordar que aquello era solo temporal, la invadió la tristeza mientras se dirigía a la cocina.

De hecho, solo le quedaban un par de días allí, así que haría mejor en no encariñarse con nada. Sin embargo, tenía la sensación de que ya era demasiado tarde.

– Nunca es demasiado tarde.

Al oír la voz de Amelia, dio un respingo y miró a su alrededor, pero estaba sola en la cocina.

– ¿Amelia? -susurró sintiéndose ridícula.

Nadie contestó.

Se rió de sí misma y se puso a hacer la comida.

«Nunca es demasiado tarde». ¿Qué quería decir aquello, que se podía quedar un poco más si quería? Tocó el teléfono móvil que llevaba en el bolsillo. Podía llamar a Nuevo México e inventarse una excusa para no ir. Al fin y al cabo, no tenía que volver a Grunberg hasta el lunes.

Sin pensárselo dos veces, llamó al hotel de Taos y dejó encargo de que les dijeran a sus hermanas que no podía ir. Sabía que se estaba comportando como una cobarde, pero no podía evitarlo.

– Dígales que tengo… -intentó buscar algo que no fuera demasiado alarmante-… peste equina -añadió encantada-. Con eso la gente no se te acerca, ¿verdad?

– ¿Me está tomando usted el pelo? -dijo la recepcionista.

– No, claro que no -contestó Natalia pidiendo perdón a sus hermanas mentalmente-. Dígales que tengo la piel fatal y que huelo peor -añadió colgando muy satisfecha de sí misma.

Volvió a hacer la comida aunque estaba prácticamente hecha porque, extrañamente, habían sobrado unos entremeses de la cena. No era cuestión de desperdiciar comida, ¿no?

Mientras hacía el té con hielo, se distrajo mirando por la ventana. Amenazaba tormenta y el cielo estaba precioso. Dejó el té demasiado tiempo, pero supuso que daba igual porque a los vaqueros les gustaban las cosas fuertes, ¿verdad?

Más que el cielo la distrajo Tim, que estaba trabajando cerca de la casa. En cuanto lo vio, se le aceleró el corazón.

Se quitó el sombrero, se secó el sudor de la frente con el puño de la camisa y se la arremangó dejando al descubierto unos antebrazos fornidos y musculosos.

A pesar de lo fuerte que era, era un hombre bueno y delicado, que le estaba diciendo tonterías al oído a su caballo. El animal le dio con la cabeza haciéndolo reír.

El sonido de su risa cruzó la pradera y llegó a los oídos de Natalia.

– Ridículo -murmuró.

Sin embargo, no apartó la nariz de la ventana. No fuera a ser que tuviera calor y se quitara la camisa de una vez. Aquello no se lo quería perder por nada del mundo.

«Ten calor, ten calor›, le dijo mentalmente.

Tim se agachó y le agarró al caballo una pata para mirarle la herradura. Natalia también se puso a mirar, pero su trasero.

– Pero, bueno -dijo Sally-, ¿qué demonios estás haciendo ahora?

Capítulo 6

NATALIA se giró intentando mostrarse tranquila.

– Estoy… -se interrumpió sin saber qué contestar y se quedó mirando el cuchillo que tenía en la mano-… eh… Sally esperaba una respuesta.

– Haciendo la comida.

– Querrás decir la bazofia.

– No, eh… ¿qué?

– Nada, nada -contestó Sally apoyándose en la encimera y cruzándose de brazos-. Límpiate la barbilla, anda.

– ¿Porqué?

– Porque tienes la baba colgando de mirarle el trasero a mi hermano.

Natalia se rió sin convencimiento.

– No digas tonterías. Eso sería… insultante.

– Te he pillado.

Natalia no dijo nada más. Se limitó a poner los entremeses en una bandeja.

– ¿Todo el mundo listo para comer?

– Claro.

Lo había dicho de forma tan sarcástica que Natalia se giró hacia ella. Sally tomó un champiñón, lo miró y lo probó.

– Hum -dijo en lugar de gracias.

Aquello fue la gota que colmó el vaso.

– ¿Eso quiere decir que está bueno o que está malo?

– Sin comentarios.

– ¿Cómo que sin comentarios?

– No puedo hacerlos.

– Me estoy esforzando, ¿sabes?

– Sí -contestó Sally limpiándose las manos en los pantalones-. Lo que me pregunto es por qué.

– ¿Por qué me esfuerzo?

– ¿Por qué no recurres a la ayuda social, te vas a un albergue o te buscas un trabajo de cocinera para gente que le guste comer comida rara?

– Para empezar, no necesito en absoluto recurrir a la ayuda social.

– Ya.

Natalia dejó el cuchillo en la encimera para no tener tentaciones.

– Y, para seguir, no soy una ciudadana normal. Como ya te ha dicho tu hermano, soy una princesa. Supongo que te perdonaré que no lo creas porque, claro, aquí en mitad de la nada… En fin, en cuanto a por qué estoy aquí y al trabajo que hago… -se interrumpió al darse cuenta de que Sally, que hacía lo que quería cuando quería, no iba a entender que ella necesitara sentirse una mujer normal-… bueno, no es asunto tuyo.