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En 1961, un año después de nuestro primer encuentro, don Juan me reveló que poseía un conocimiento secreto de las plantas medicinales. Me dijo que era brujo. Desde ese punto, cambió la relación entre nosotros; me convertí en su aprendiz y durante los cuatro años siguientes luchó por enseñarme los misterios de la hechicería. He escrito sobre ese aprendizaje en Las enseñanzas de don Juan: una forma yaqui de conocimiento.

Nuestras conversaciones fueron todas en español, y gracias al magnífico dominio que don Juan poseía del idioma obtuve explicaciones detalladas de los complejos significados de su sistema de creencias. He llamado brujería a esa intrincada y sistemática estructura de conocimiento, y brujo a don Juan, porque él mismo empleaba tales categorías en la conversación informal. Sin embargo, en el contexto de elucidaciones más serias, usaba los términos "conocimiento" para categorizar la brujería y "hombre de conocimiento" o "el que sabe" para categorizar al brujo.

Con el fin de enseñar y corroborar su conocimiento, don Juan usaba tres conocidas plantas sicotrópicas: peyote, Lophophora williamsii; toloache, Datura inoxia, y un hongo perteneciente al género Psylocibe. A través de la ingestión por separado de cada uno de estos alucinógenos produjo en mí, su aprendiz, unos estados peculiares de percepción distorsionada, o conciencia alterada, que he llamado "estados de realidad no ordinaria". He usado la palabra "realidad" porque una premisa principal en el sistema de creencias de don Juan era que los estados de conciencia producidos por la ingestión de cualquiera de las tres plantas no eran alucinaciones, sino aspectos concretos, aunque no comunes, de la realidad de la vida cotidiana. Don Juan no se comportaba hacia tales estados de realidad no ordinaria "como si" fueran reales; los tomaba "como" reales.

Clasificar como alucinógenos las plantas citadas, y como realidad no ordinaria los estados que producían, es, desde luego, un recurso mío. Don Juan entendía y explicaba las plantas como vehículos que conducían o guiaban a un hombre a ciertas fuerzas o "poderes" impersonales; y los estados que producían, como los "encuentros" que un brujo debía tener con esos "poderes" para ganar control sobre ellos.

Llamaba al peyote "Mescalito" y lo describía como maestro benévolo y protector de los hombres. Mescalito enseñaba la "forma correcta de vivir". El peyote solía ingerirse en reuniones de brujos llamadas "mitotes", donde los participantes se juntaban específicamente para buscar una lección sobre la forma correcta de vivir.

Don Juan consideraba al toloache, y a los hongos, poderes de distinta clase. Los llamaba "aliados" y decía que eran susceptibles a la manipulación; de hecho, un brujo obtenía su fuerza manipulando a un aliado. De los dos, don Juan prefería el hongo. Afirmaba que el poder contenido en el hongo era su aliado personal, y lo llamaba "humo" o "humito".

El procedimiento de don Juan para utilizar los hongos era dejarlos secar dentro de un pequeño guaje, donde se pulverizaban. Mantenía cerrado el guaje durante un año, y luego mezclaba el fino polvo con otras cinco plantas secas y producía una mezcla para fumar en pipa.

Para convertirse en hombre de conocimiento había que "encontrarse" con el aliado tantas veces como fuera posible; había que familiarizarse con él. Esta premisa implicaba, desde luego, que uno debía fumar bastante a menudo la mezcla alucinógena. Este proceso de "fumar" consistía en ingerir el tenue polvo de hongos, que no se incineraba, y en inhalar el humo de las otras cinco plantas que componían la mezcla. Don Juan explicaba los profundos efectos del humo sobre las capacidades de percepción diciendo que "el aliado se llevaba el cuerpo de uno".

El método didáctico de don Juan requería un esfuerzo extraordinario por parte del aprendiz. De hecho, el grado de participación y compromiso necesario era tan extenuante que a fines de 1965 tuve que abandonar el aprendizaje. Puedo decir ahora, con la perspectiva de los cinco años transcurridos, que en ese tiempo las enseñanzas de don Juan habían empezado a representar una seria amenaza para mi "idea del mundo". Yo empezaba a perder la certeza, común a todos nosotros, de que la realidad de la vida cotidiana es algo que podemos dar por sentado.

En la época de mi retirada, me hallaba convencido de que mi decisión era terminante; no quería volver a ver a don Juan. Sin embargo, en abril de 1968 me facilitaron uno de los primeros ejemplares de mi libro y me sentí compelido a enseñárselo. Fui a visitarlo. Nuestra liga de maestro-aprendiz se restableció misteriosamente, y puedo decir que en esa ocasión inicié un segundo ciclo de aprendizaje, muy distinto del primero. Mi temor no fue tan agudo como lo había sido en el pasado. El ambiente total de las enseñanzas de don Juan fue más relajado. Reía y también me hacía reír mucho. Parecía haber, por parte suya, un intento deliberado de minimizar la seriedad en general. Payaseó durante los momentos verdaderamente cruciales de este segundo ciclo, y así me ayudó a superar experiencias que fácilmente habrían podido volverse obsesivas. Su premisa era la necesidad de una disposición ligera y tratable para soportar el impacto y la extrañeza del conocimiento que me estaba enseñando.

– La razón por la que te asustaste y saliste volado es porque te sientes más importante de lo que crees -dijo, explicando mi retirada previa-. Sentirse importante lo hace a uno pesado, rudo y vanidoso. Para ser hombre de conocimiento se necesita ser liviano y fluido.

El interés particular de don Juan en el segundo ciclo de aprendizaje fue enseñarme a "ver". Aparentemente, había en su sistema de conocimiento la posibilidad de marcar una diferencia semántica entre "ver" y "mirar" como dos modos distintos de percibir. "Mirar" se refería a la manera ordinaria en que estamos acostumbrados a percibir el mundo, mientras que "ver" involucraba un proceso muy complejo por virtud del cual un hombre de conocimiento percibe supuestamente la "esencia" de las cosas del mundo.

Con el fin de presentar en forma legible las complicaciones del proceso de aprendizaje he condensado largos pasajes de preguntas y respuestas, reduciendo así mis notas de campo originales. Creo, sin embargo, que en este punto mi presentación no puede, en absoluto, desvirtuar el significado de las enseñanzas de don Juan. La reducción tuvo el propósito de hacer fluir mis notas, como fluye la conversación, para que tuvieran el impacto deseado; es decir, yo quería comunicar al lector, por medio de un reportaje, el drama y la inmediacidad de la situación de campo. Cada sección que he puesto como capítulo fue una sesión con don Juan. Por regla general, él siempre concluía cada una de nuestras sesiones en una nota abrupta; así, el tono dramático del final de cada capítulo no es un recurso literario de mi cosecha: era un recurso propio de la tradición oral de don Juan. Parecía ser un recurso mnemotécnico que me ayudaba a retener la cualidad dramática y la importancia de las lecciones.

Empero, son necesarias ciertas explicaciones para dar coherencia a mi reportaje, pues su claridad depende de la elucidación de ciertos conceptos clave o unidades clave que deseo destacar. Esta elección de énfasis es congruente con mi interés en la ciencia social. Es perfectamente posible que otra persona, con un conjunto diferente de metas y anticipaciones, resaltara conceptos enteramente distintos de los que yo he elegido.

Durante el segundo ciclo de aprendizaje, don Juan insistió en asegurarme que el uso de la mezcla de fumar era el requisito indispensable para "ver". Por tanto, yo debía usarla con toda la frecuencia posible.

– Sólo el humo te puede dar la velocidad necesaria para vislumbrar ese mundo fugaz -dijo.

Con ayuda de la mezcla sicotrópica, produjo en mí una serie de estados de realidad no ordinaria. La característica saliente de tales estados, en relación a lo que don Juan parecía estar haciendo, era una condición de "inaplicabilidad". Lo que yo percibía en aquellos estados de conciencia alterada era incomprensible e imposible de interpretar por medio de nuestra forma cotidiana de entender el mundo. En otras palabras, la condición de inaplicabilidad acarreaba la cesación de la pertinencia de mi visión del mundo.