A la mañana siguiente, Jane se levantó, se puso una bata de algodón encima del camisón y salió afuera. Aun era temprano, el sol se había levantado hacía poco y el aire era fresco y limpio. Y allí, con los pantalones del pijama solo y bailando sobre la hierba, estaba su amado. Jane lo contempló con cariño mientras él alzaba los brazos hacia el cielo como si quisiera abrazar el mundo entero.
Perry saltaba a su alrededor ladrando, y hombre y perro continuaron girando el uno alrededor del otro, gritando al unísono. Cuando Gil vio a Jane, corrió hacia la caravana.
– Mira -dijo él excitado señalando el campo entero-. ¿No es maravilloso?
– Es sólo un campo de pastos -contestó ella, riendo.
– ¿Sólo un campo de pastos? ¿Dónde tienes los ojos? Eso es como decir que el lienzo de un pintor es sólo un trozo de tela dura. Este es mi lienzo, aquí voy a pintar.
Gil le tomó una mano y tiró de ella.
– No, Gil, estoy descalza -protestó Jane.
Al instante, la alzó en sus brazos y dio vueltas con ella hasta marearla.
– Allí van a estar los espectadores, detrás de una cuerda de protección -dijo Gil después de pararse, de cara a unas tiendas de campaña-. Hasta la cuerda siguiente, habrá unos treinta metros, es la zona de seguridad. Y a otros treinta metros, justo donde estamos ahora, es el sitio desde donde voy a lanzar los cohetes. Y luego, a nuestra espalda, habrá otro espacio vacío que es donde caen los cohetes que se lanzan.
Gil la besó vigorosamente.
– ¿Estás preparada para un día de trabajo de verdad?
– Me parece que no me va a quedar más remedio. ¿Te importa si desayunamos primero?
– Te doy cinco minutos.
– Qué amable.
Mientras Jane preparaba el desayuno, Gil examinó sus planos y no dejó de hacer comentarios. Desayunaron con hambre. De vez en cuando, Gil hacía alguna anotación tras un momento de inspiración. Para cuando terminaron de desayunar, había rellenado otra media hoja de papel.
Aquella mañana fue algo terrible. Llegaron tres empleados del ayuntamiento y comenzaron a levantar un andamio según las instrucciones que Gil les iba dando. Al igual que el día anterior, su autoridad natural se impuso mientras insistía en que se le obedeciera hasta en el mínimo detalle, y aquellos que intentaron saltarse alguno sin importancia, tuvieron que volver a hacer el trabajo.
– No se le escapa nada. ¿verdad? -observó uno de los empleados con cierto resentimiento-. Lo siento por usted, señora. ¿Con usted es también así de autoritario?
– ¿Conmigo? -Jane lanzó un suspiro-. Se le ha olvidado que existo.
Jane se arrepintió de sus palabras cuando Gil la mandó al campo a cavar pequeños hoyos desde donde se iban a lanzar los cohetes.
– De quince centímetros de profundidad por lo menos y de nueve de ancho. Y ladeados, hacia el lado opuesto a los espectadores.
Jane hizo lo que pudo, pero cuando Gil fue a inspeccionar lo que había hecho, dijo críticamente:
– Demasiados anchos.
– Son nueve centímetros.
– Son, por lo menos, once o doce.
– Nueve u once, qué más da.
– No, no vale. Demasiado ancho es tan malo como demasiado estrecho. El tubo tiene que entrar ajustado, no puede quedar holgura porque el casquillo podría ir en dirección contraria. Vuelve a llenar los agujeros y haz nuevos a unos centímetros de los que ha cavado.
– ¡Sí, señor!
– Ah, otra cosa, esta hierba está bastante alta, será mejor que la cortes donde vayas a cavar el agujero.
– ¿Algo más?
Gil sonrió y le besó la punta de la nariz.
– Si se me ocurre algo más, te lo diré -contestó Gil en tono provocativo.
Al instante, se dio media vuelta y se olvidó de ella.
Jane pidió prestadas unas cizallas para cortar la hierba a uno de los empleados del ayuntamiento y se puso a trabajar de nuevo, pensando que no había emprendido aquel viaje para eso. Para mayor frustración, Perry insistió en unirse a ella en la tarea, con lo que, de vez en cuando, Jane tenía que pararse para no correr el riesgo de cortarle una oreja.
– Vamos, vete, tontaina -le dijo por fin con enfado.
Perry se marchó, la imagen viva del pesar, pero volvió en cuestión de segundos. Jane cayó hasta asegurarse de que, esta vez, el agujero era perfecto; después, llamó a Gil para recibir su aprobación.
– Anchura perfecta y ángulo perfecto -declaró él.
– ¿Pero? -preguntó ella.
– No la profundidad suficiente.
– No la profundidad suficiente -repitió ella con rebeldía mientras Gil se alejaba-. No la profundidad suficiente. Perry, ¿qué te parece si cavamos un agujero lo suficientemente grande para enterrarle? A ver qué dice entonces. Aunque, probablemente, diría: «no es el ángulo correcto». ¿Para qué me he molestado en venir? ¡Vaya un romance a la luz de la luna! ¡Pua¡ ¡Y Sarah creía que iba a ser un viaje memorable! ¡Sí, menudo! De lo único que me voy a acordar es del dolor de riñones y de un hombre que se transformó en Genghis Khan delante de mis propios ojos. Sí, Gil; como tú quieras, Gil… ¡Vete, perro!
Después de cavar venía el relleno. Dentro de cada agujero iba una bolsa de plástico, y dentro se metía la cubierta de cartón del cohete que contenía el casquillo. El plástico era para evitar que el cartón se humedeciera con la tierra mojada.
Cuando Jane terminó veinte agujeros, volvió a sentirse rebelde.
Sin embargo, al mismo tiempo, no le quedaba más remedio que admirar en Gil su obsesión por la seguridad mientras le enseñaba cómo encenderlos.
– Que no se te ocurra nunca inclinarte sobre el cohete mientras lo estás encendiendo -le dijo una y otra vez-, hazlo con los brazos estirados. Y si no prende al momento, échate para atrás. No te asomes para ver lo que pasa porque es justo entonces cuando se dispara. ¿Está claro?
– Por supuesto que está claro -dijo ella mareada-. Cuando alguien me repite algo diez veces seguidas, me queda claro. Soy tonta, pero no tanto.
Gil sonrió maliciosamente.
– Estoy un poco insoportable hoy, ¿verdad?
– Sí -pero su sentido de la justicia no le permitió dejarlo así-, pero te comprendo.
– La seguridad es importante -declaró Gil-, no quiero que arriesgues tu vida ni tu vista. Y ahora, sigamos con el trabajo.
La besó brevemente, pero Jane tuvo la sensación de que estaba pensando en otras cosas. Mientras se alejaba, Jane se preguntó cómo se le había ocurrido pensar que ese hombre era irresponsable.
Por fin, Gil se declaró satisfecho.
– Y ahora, a cenar. Y creo que deberíamos cenar como es debido, tenemos que estar fuertes para el trabajo que nos espera.
– En ese caso, ¿qué te parece si vamos al restaurante que vimos anoche al pasar? -sugirió Jane con imágenes de una romántica cena para dos.
Pero Gil sacudió la cabeza.
– No quiero dejar todo esto así -Gil indicó a su alrededor-. Nunca se sabe si a alguien no se le ocurrirá la idea de jugar con esto. Lo mejor es que vaya a comprar unos filetes. Podemos comer fuera, así no perderé de vista esto. ¿No te parece una buena idea?
– Maravillosa -contestó Jane sin entusiasmo.
Pero no le quedó más remedio que admitir que Gil tenía razón cuando vio que algunos chiquillos de la localidad habían traspasado la cuerda de seguridad y se estaban subiendo al andamio. Gil se deshizo de ellos con firmeza y acabó el resto de la comida sin quitarle los ojos al campo. No quiso el vino que Jane le ofreció, se conformó con agua mineral.
– Nunca bebo antes de los fuegos -explicó él; pero, al instante siguiente, le dedicó a Jane una sonrisa que la dejó sin habla-. Perdona, he hablado como un pedante, ¿verdad? Lo que pasa es que esto es muy importante para mí.
– Y yo que creía que eras un vivalavirgen -dijo ella burlándose de sí misma.
– Lo soy para muchas cosas, pero no para esto. Esto es terriblemente serio. Tengo que salir adelante. Tengo que…