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Entonces, Henry Morgan volvió a llamarla por teléfono.

– Acabo de tener una larga conversación con Alex Dane, el padre. Quiere tener una reunión inmediatamente con usted. Le he dicho que estaría libre hoy a las tres de la tarde.

– Sí, desde luego. ¿Quiere que vaya a la oficina central?

– No, ha dicho que le parece que Wellhampton es el lugar apropiado para la reunión y estoy de acuerdo con él. Tenía pensado asistir a la reunión, pero estoy seguro de que podrá arreglárselas sin mí. En la central están encantados con usted, señorita Landers.

Jane colgó el teléfono sin saber qué pensar. Había hecho lo posible por mantener las distancias con Gil, pero ahora parecía ser que tendría que vérselas con su padre.

A las tres menos cinco, el escritorio de Jane estaba despejado y ella estaba lista cuando su secretaria anunció la llegada del señor Dane.

Jane miró a la puerta y sonrió para recibirle. Pero la sonrisa se desvaneció cuando el señor Dane apareció en el umbral de la puerta.

– ¡Tú! -exclamó ella-. ¿Cómo te atreves a venir aquí?

– Tengo una cita para las tres de la tarde -contestó Gil.

– La cita era con Alex Dane -dijo ella, furiosa.

– Mi padre me deja a mí esta clase de cosas; bueno, la mayoría.

– Quiero que salgas de aquí inmediatamente.

– No puedo, tenemos que hablar de unos negocios. Soy el representante oficial de Dane & Son. ¿Qué dirían tus jefes si me echaras?

– Mis jefes se pueden ir… al demonio.

– No hablas en serio. Tienes que pensar en tu brillante carrera -le recordó él.

Jane se lo quedó mirando. Gil llevaba un traje formal, una camisa blanca y una corbata seria. Tenía aspecto de agente de bolsa. Sin embargo, el brillo de sus ojos la hizo temblar. Entonces, recordó cómo la había engañado y, de repente, recuperó de nuevo el sentido común.

– Muy bien, señor Dane; en ese caso, hablemos de negocios -dijo ella fríamente-. ¿Le apetece un café?

– Jane, por favor, no me hables así. Tienes que dejarme que te explique…

– ¿Explicar? ¿Crees que hay explicación posible para mentirme como has hecho y para traicionar a tu prometida?

– Connie no es mi prometida -dijo Gil sin más-. Y no tenía derecho a hacerte creer lo contrario.

– ¡Vamos, por favor! ¿Acaso ese enorme anillo ha sido un producto de mi imaginación?

– No, pero…

– ¿Y se lo compraste a ella?

– ¿Vas a dejar que hable sin interrumpirme? La familia de Connie y la mía son amigas desde hace años, y nuestros padres querían que nos casáramos. Yo me negué porque no estaba enamorado de ella; pero en un momento de debilidad, me rendí. Mi madre estaba muy enferma y pensó que eso la haría feliz. Llevé a Connie a comprar el anillo y ella eligió el más caro de la tienda. A Connie le gusta lo más grande y lo más caro.

Gil suspiró y continuó.

– No sé lo que habría pasado si me hubiera casado con ella, pero sí sé que no habríamos sido felices. Por fortuna, mi madre se curó, se dio cuenta de lo que yo sentía y me aconsejó que no siguiera adelante con la boda.

Gil la miró y se encogió de hombros antes de seguir hablando.

– Connie lo comprendió y, le estaba tan agradecido por habérselo tomado tan bien, que la dejé quedarse con el anillo. Por eso es por lo que lo tiene. Y no creas que le he destrozado el corazón porque esto ocurrió hace un año y, desde entonces, ha estado prometida a otro. Sin embargo, rompió el compromiso con el otro y entonces volvió a ponerse el anillo que yo le regalé, y empezó a lanzarme indirectas. No está más enamorada de mí que yo de ella, pero supongo que ha decidido que yo soy mejor que nada. No me gusta lo que está haciendo, pero después de tanto tiempo no puedo pedirle que me devuelva el anillo.

– ¿Y Perry? ¿No era suyo también?

– Sí, lo era -contestó Gil, dejando caer los hombros-. Perry. A Connie se le antojó un cachorro. Yo le advertí que los cachorros crecían y se convertían en perros adultos que necesitaban hacer ejercicio, pero ella no me hizo caso. Al final, cuando descubrió que yo tenía razón, quiso que le pusieran una inyección y lo matasen. Yo no se lo permití y por eso ahora es mío otra vez.

– ¿Y el resto? -preguntó Jane, mirándolo a los ojos-. Ella me dijo que querías demostrarle que podías ganarte la vida por ti mismo y que te ha estado telefoneando durante todo el viaje.

– Es verdad que Connie me decía que yo lo había tenido todo muy fácil, pero yo aproveché la idea que me dio porque quería demostrarme a mí mismo que podía salir adelante sin la ayuda de mi familia, no porque quisiera demostrárselo a ella.

Gil miró a Jane, consciente de que no había conseguid convencerla.

– De acuerdo, los miembros de mi familia son profesionales: banqueros, abogados y agentes de bolsa. Y sí, me crié sabiendo que tenía un puesto en la compañía de mi padre y que lo único que tenía que hacer era aprobar los exámenes. Todo era demasiado fácil. Entonces, hace unos meses, Connie me dijo: «un hombre de verdad se abre camino en el mundo por sí mismo». Sabía que ella lo único que quería era ponerme celoso porque, en ese momento, estaba saliendo con un hombre así. Pero algo dentro de mí dijo: ¡Sí, eso es!

Gil guardó un momento de silencio antes de continuar.

– Fue entonces cuando decidí tomarme unos meses sabáticos y rompí con mi medio tanto como me fue posible. Y me hice llamar Wakeman porque no quería aprovecharme de mi apellido. Me compré una vieja caravana y empecé desde abajo. La única concesión al pasado fue convencer a Gil Wakeman de que le pidiera a Gilbert Dane un préstamo.

La vieja sonrisa apareció vagamente en el rostro de Gil cuando intentó animar a Jane con una broma.

– Gil Wakeman no quería hacerlo y, la verdad, es que Gilbert Dane tampoco. La opinión que éste tiene de Gil es como la tuya cuando me viste el primer día. Sin embargo, Gil consiguió convencerle.

– Sí, ya me lo dijiste el día que vi el cuaderno.

– Exacto. El señor Dane le hizo un préstamo a Gil, pero a cambio de un interés exagerado. Ningún favor. Y Gil devolvió el préstamo.

Gil concluyó sombríamente al ver que no había logrado conmover a Jane.

– Jane, cariño, te quiero. Todo lo que te he dicho es la pura verdad. Jamás ha sido mi intención engañarte. Al principio, eras sólo la directora de una sucursal bancaria, pero me enamoré de ti inmediatamente y creía que tú también estabas enamorada de mí… o de Gil Wakeman para ser exactos. Pero ya era demasiado tarde para confesarte la verdad. Quería hacerlo, pero me acobardé porque tenía miedo de perderte.

Gil suspiró.

– La otra noche, la de la recepción, cuando llevé a Connie a su casa, la obligué a que me contara todo lo que te había dicho. Me quedé horrorizado. Ya sé lo que debió parecerte, pero te juro que no hay nada entre Connie y yo. Y le dejé muy claro que no volviera a pensar en un posible matrimonio conmigo porque estaba enamorado de ti.

– No lo entiendes, ¿verdad? -preguntó ella con voz queda-. Crees que estoy enfadada sólo por lo de Connie, no te das cuenta de lo que has hecho. Me has engañado.

– Pero acabo de explicarte que Connie y yo…

– No me refiero a ella -le interrumpió Jane-. Me refiero a todo lo demás. Me refiero a la carretera y a no saber nunca lo que traerá el mañana, me refiero a eso de ser un espíritu libre al que sólo le importa la belleza del cielo y jamás se interesa por las cosas materiales. Todo eso era mentira. La verdad es que eres un hombre rico que se puede permitir el lujo de tener todo lo que se le antoje. La carretera está muy bien para un rato porque sabes que puedes volver a tu casa cuando te apetezca. ¡Eres un agente de bolsa! -Jane pronunció las tres últimas palabras con odio.

Gil empalideció.

– Hace sólo unas semanas un agente de bolsa te habría sonado a música celestial.