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– No se lo diría así.

– No hay ninguna manera buena de decírselo. ¡Suena fatal!

– Bueno, entonces, ¿estás tú dispuesta a casarte con él?

Emma no contestó. La camarera se había acercado a servirles la comida.

– Al menos yo no tengo novio -murmuró después de que la camarera se fuera.

Katie se enderezó, había algo de esperanza en sus ojos.

– ¿Lo harás?

– No, no digo que vaya a hacerlo -repuso Emma, intentando aclararse-. No está bien. Me repugna la idea de rendirnos a ese hombre.

– Al menos podríamos mantener la mitad de la empresa…

Era verdad. Soñaba con poder contar con más tiempo o con tener a alguien que pudiera prestarles el dinero, pero no había solución, Y lo peor de todo era que su padre ya no estaba con ellas. Los tres habían sido un gran equipo.

– Emma, vamos a tener que hablar con el departamento legal. Tenemos que declararnos en bancarrota.

Emma suspiró. No, no estaba dispuesta a dejarse vencer, no iban a declararse en bancarrota. No cuando tenían una última oportunidad.

Decidió aceptar la oferta de Alex Garrison. Si no lo hacían, acabarían en la calle y todo el fruto del trabajo de su padre acabaría en nada.

Pensó que si después del acuerdo con Garrison contaban con unos buenos años, a lo mejor podrían intentar volver a comprar su parte de la cadena.

Además, Emma no tenía novio ni pensaba que fuera a tener ninguna relación seria pronto. No conocía a mucha gente, sólo a otros aburridos directores de hotel que no paraban de viajar de un sitio a otro.

Se convenció de que sólo era un matrimonio de conveniencia, un matrimonio sobre el papel y que no iba a reportarle grandes sacrificios. Pensó que se trataría de una boda con un juez de paz, un par de fotos para la prensa y no tendría que verlo mucho después de eso.

Miró a su hermana a los ojos y le dijo lo que había decidido antes de que pudiera cambiar de opinión.

– Tenemos que hablar con los del departamento legal para asegurarnos de que examinen la propuesta de Alex.

– ¿Vas a hacerlo? -preguntó Katie con los ojos como platos.

Emma se terminó el martini de un trago.

– Voy a hacerlo.

Capítulo 2

La señora Nash llevaba toda la vida llamándolo Alex, pero desde que dejara el ático para mudarse a la mansión familiar de Long Island, otra de las ideas de Ryan para mejorar su imagen, había comenzado a llamarlo señor Garrison. Cada vez que lo hacía, Alex se daba la vuelta para ver si estaba hablando con su padre en vez de con él. Su progenitor llevaba tres años muerto, pero aún le ponía nervioso la mera mención de su nombre.

– Llámame Alex -le dijo.

– Señor Garrison -insistió la mujer-. Una tal señorita McKinley ha venido a verlo.

Alex bajó un momento el periódico que estaba leyendo.

– ¿Cuál de las dos?

– La señorita Emma McKinley, señor.

– ¿Estás intentando molestarme?

– ¿Qué quiere decir, señor?

– Ya te he dicho que es Alex. Por el amor de Dios, solías cambiarme los pañales y darme azotes…

– Y si me lo permite, le diré que no fue de mucha ayuda.

El se levantó y se acercó a la mujer.

– Estás despedida.

La señora Nash ni siquiera se inmutó.

– No creo.

– ¿Por qué? ¿Porque conoces todos los secretos de esta familia?

– No, porque nunca puede recordar la combinación para abrir la puerta de la bodega.

El se quedó en silencio un segundo.

– En eso tienes razón.

– Gracias, señor.

– Insubordinada -murmuró él al pasar a su lado.

– ¿Se quedará la señorita McKinley a comer?

Eso le hubiera gustado saber a él. Esperaba que aceptara su propuesta. Las vidas de los dos serían mucho más sencillas. No tenía ni idea de qué le iba a decir.

– No lo sé.

Se dirigió hacia el vestíbulo mientras sus antepasados lo contemplaban desde sus retratos en la escalera. Su padre era el último de la fila y lo miraba con el ceño fruncido. Alex se imaginaba que le resultaba muy duro estar muerto y no poder intervenir en las decisiones de su hijo.

Entró en el vestíbulo y se encontró con su último problema relacionado con los negocios. Vestida con un elegante traje y aferrada a su bolso color marfil, lo esperaba Emma. Llevaba su melena castaña suelta y recogida tras las orejas. Las gafas de sol sobre la cabeza. Tenía los ojos del color del café, rodeados por espesas pestañas. Estaba perfectamente maquillada y vestida. Parecía muy nerviosa, y él no supo descifrar si sería una buena o mala señal.

– Emma -lo saludó él, extendiendo la mano.

– Alex -respondió ella, asintiendo.

– ¿Quieres pasar? -preguntó él, señalando el pasillo.

Ella miró hacia allí con algo de temor.

– Vayamos a mi despacho, creo que allí estaremos más cómodos -explicó Alex.

– Sí, gracias -repuso ella después de dudar un segundo.

– ¿Qué tal el tráfico? -le preguntó él mientras se encaminaban a su despacho.

Se arrepintió al instante de haber iniciado una charla intrascendental. El no estaba nervioso. Siempre permanecía frío en los asuntos de negocios y aquello no era más que un acuerdo financiero.

Si ella le decía que no, intentaría hacerle cambiar de opinión o probar con el plan B. Creía que Ryan estaba exagerando con el tema de la boda. Pensaba que su futuro no podía depender de lo que quisiera hacer la señorita McKinley.

Entraron en el despacho. Alex sabía que debía sentarse en su sillón, poniéndose así en una posición de poder sobre ella, pero no lo hizo. Señaló una de las dos sillas que había al lado de la chimenea de piedra para que Emma se sentara allí.

Ella asintió e hizo lo que le decía. Cruzó las piernas y alisó su falda beige. Después levantó la vista y él apartó la mirada de sus piernas.

– No había mucho tráfico -le contestó Emma.

Alex decidió centsarse en el asunto que la traía hasta allí.

– ¿Has tomado una decisión?

– Sí -repuso ella, asintiendo.

– ¿Y?

Ella jugó con un anillo de esmeraldas en su mano antes de contestas.

– Me casaré contigo.

Hablaba como si acabaran de condenarla a muerte.

Él sabía que tampoco iba a ser fácil para él. Tendría que cargar con una esposa que se casaba a regañadientes. Mientras estuvieran casados, Alex tendría que dar su vida social y sexual por suspendida. No tenía más que mirarla e interpretar la actitud de Emma para anticipar que tampoco iba a tener relaciones conyugales con ella. Seguro que tampoco iban a ser parte del acuerdo matrimonial.

Así que iba a tener que ser célibe.

– Gracias -repuso él de mala gana.

Ella asintió y se preparó para levantarse.

– Espera.

Emma levantó una ceja.

– ¿No crees que tenemos más cosas que decidir?

– ¿De qué hay que hablar? -preguntó ella, sentándose de nuevo.

– Para empezar, ¿a quién tienes que decírselo sin remedio?

– ¿Que me caso contigo?

– No, que todo es una farsa.

– ¡Ah!

– Sí, esa parte. Mis socios lo saben.

– Mi hermana también.

– ¿Alguien más?

– Sí, mi abogado. Te llamará para hablar del acuerdo prematrimonial.

Alex no pudo evitar reírse.

– ¿Quieres un acuerdo prematrimonial?

– Por supuesto.

– ¿Has visto el valor de mi fortuna en la revista Forbes?

Alex sabía que un acuerdo de ese tipo le convenía más a él que a ella.

– Claro que no. Me importa muy poco tu fortuna. A él le costaba creerlo, pero decidió no ahondar más en el tema.

– Lo primero que tenemos que hacer es comprometernos -le dijo él.

– Creí que eso era lo que acabábamos de hacer.

Alex abrió la boca para replicar, pero ella siguió hablando.

– Dijiste «cásate o te llevaré a la bancarrota», y decidí elegir el menor de los dos males. Creo que no he oído nada tan romántico en mi vida.