– La señora Harcourt es muy hermosa, incluso ahora. -Probó aquel cuchillo verbal-. Entonces debía de ser una belleza imponente. Tengo una pariente lejana que era así.
– Sí. -Las manos de Agnes se crisparon en las riendas, la piel de sus guantes se tensó-. La mitad de los jóvenes de la región estaban enamorados de ella.
– ¿Y ella eligió al señor Harcourt? -Era una pregunta estúpida, y lo más probable es que no guardara ninguna relación con la muerte de Maude, pero Mariah no tenía nada mejor con que seguir la pista.
– Sí. -Por un momento pareció como si Agnes no fuera a decir nada más. Luego tomó aliento y por fin se decidió a hablar-. Aunque no fue tan sencillo como eso.
– ¿A no? Supongo que rara vez es sencillo -dijo Mariah mostrándose comprensiva-. Y muy rara vez es lo que parece a primera vista. La gente emite juicios precipitados, a veces.
– Son los más fáciles -coincidió Agnes.
Tras una curva cerrada, Mariah vio el pueblo de Snargate delante de ella. Aquello estaba resultando muy difícil. Casi estaban llegando al prado comunal. Más allá veía la taberna, la iglesia con los antiguos tejos y el cementerio, y detrás el porche de entrada cubierto de matas desnudas de madreselva.
Hicieron la primera entrega de especialidades navideñas, y la segunda, y luego se marcharon de Snargate para recorrer la corta distancia que las separaba de Appledore.
– Supongo que siempre se especula cuando se trata de hermanas y una es tan hermosa como Bedelía -comentó Mariah en cuanto volvieron a ponerse en camino, con las mantas bien pegadas a las rodillas.
El cielo se despejó un poco y estandartes azules aparecieron entre las nubes.
Como si deliberadamente quisiera hacerse daño, Agnes le contó la historia.
– Maude no lo sabía en realidad. Esa Navidad ella no estaba. Tía Josephine estaba enferma y sola, y Maude fue a cuidarla. Zachary cortejaba a Bedelía. ¡Estaba tan enamorado de ella…! Iban juntos a todas partes, a bailes, cenas y al teatro en Dover, incluso aunque nevara. En aquel tiempo la reina era joven y feliz, y el príncipe Alberto aún era muy apuesto. Vimos retratos de ellos en los periódicos. Fue antes de la guerra de Crimea. ¿Se acuerda usted?
– Claro que sí.
Había sido una época de pesadilla. Su marido aún estaba vivo, encantador, persuasivo, brutal en privado, le exigía cosas que una mujer decente no habría osado ni imaginar. Aún recordaba el gusto de la lana de la alfombra en su boca y el peso de su cuerpo encima de ella, obligándola a tenderse. En público todo era satisfacción, el glamour de los interminables miriñaques en una figura que su cintura y sus caderas demasiado anchas hacían ahora irreconocible. Pero la vida privada era un infierno en el que no podía pensar sin sentir una vergüenza tal que le provocaba náuseas. ¿Cómo podía ella, sobre todo ella, criticar la cobardía de nadie? Aquello le inspiraba un sentimiento de rabia y de piedad, y una sed de venganza tan fuerte que casi podía notarla en la boca. El viento cortante era casi un consuelo.
Pero Agnes estaba perdida en sus propias pasiones y ni siquiera se daba cuenta de que su compañera estaba con ella mentalmente.
– Entonces llegó Arthur Harcourt -prosiguió-. Creo que fue a principios de marzo, al comienzo de la primavera. Los días se hacían más largos y todo empezaba a florecer. Arthur no solo era guapo, sino encantador, divertido y amable. Nos hacía reír tanto a todos que nos daba vergüenza que nos sorprendieran. Una no disfrutaba de las cosas con tanto desparpajo en aquella época. Se consideraba que no era propio de una dama. A él no le importaba. Y bailaba como un ángel. Todo parecía merecer la pena cuando él estaba con nosotras.
Mariah adivinaba el resto. Bedelia se desenamoró de Zachary y se enamoró de Arthur, que era mejor partido. El pobre Zachary fue rechazado, y se conformó con el premio de consolación, la feúcha y menos brillante Agnes. Y como no tuvo el suficiente valor ni la confianza en sí misma para huir, Agnes aceptó.
Sin pensarlo, Mariah puso una mano sobre la de Agnes, que descansaba en el borde de la manta mientras sujetaba fuerte las riendas. No dijo nada. Fue un entendimiento silencioso, un acto de compasión sin palabras.
Durante un rato viajaron en silencio por los senderos que llevaban a Appledore.
Luego, de repente, Agnes retomó la palabra.
– Entonces pensamos que Bedelia y Arthur se casarían. Parecía inevitable.
– Sí, claro -afirmó Mariah.
– Pero tía Josephine murió, Maude regresó a casa y todo cambió. -explicó Agnes.
– ¿En serio? -Mariah casi se había olvidado de Maude-. ¿Cómo?
– Arthur y Maude… -Agnes se encogió de hombros-. Parecían tan… tan enamorados que era como si Bedelia hubiera dejado de existir. No parecía un flirteo. Al principio Bedelia… no podía creerlo. Maude, de entre todas las mujeres… ¡Dios sabe lo que le contó a él!
– ¿Qué le contó a él? -preguntó Mariah sin poder evitarlo.
– Bueno, ¡debió de contarle algo terrible sobre Bedelia para que la abandonara de aquel modo! Y por supuesto, falso. Los celos son… algo muy feo. Te corroen el corazón, si les dejas.
– ¡Oh, eso es cierto! -asintió Mariah con toda sinceridad-. Pueden ser fruto de un instante de pasión, o un sentimiento que va creciendo poco a poco, pero es igual de funesto. De todos modos, parece ser que Arthur se lo creyó, fuera lo que fuese.
Odiaba tener que decirlo porque era como culpar a Maude y no estaba dispuesta a hacerlo, pero debía conseguir que Agnes siguiera contándole la historia.
– Oh, sí -aprobó Agnes-. Duró tal vez un mes, y luego Arthur recuperó la cordura. Se dio cuenta de que amaba de verdad a Bedelía. Rompió esa estúpida relación con Maude y pidió a Bedelía que se casara con él. Por supuesto, ella le perdonó y aceptó.
– Ya veo. -Aunque no veía nada en absoluto.
Tres hermanas, dos hombres. Alguien tenía que salir perdiendo. Mariah sintió mucho que tuviera que ser Maude. ¿O en realidad todos habían salido perdiendo y nadie consiguió verdaderamente lo que anhelaba?
– ¿Y Maude? -preguntó con suavidad.
– A Maude se le rompió el corazón -respondió Agnes con la voz ronca.
Agnes giró la cara, como si hubiera algo al otro lado de la calesa que requiriera su atención, aunque no había nada más que hierbas, el viento del mar y la marisma que se extendía hasta el horizonte.
– Simplemente escapó. Dios sabe adonde fue, pero al cabo de un mes recibimos una postal desde Granada, en el sur de España: «Me voy a África. Es probable que me quede. Maude».
Y Bedelia había dicho que no había vuelto a escribir nunca. ¿Sería verdad?
– ¿Hasta que regresó hace unos días? -preguntó Mariah en voz alta.
– Exacto.
– ¿Por qué volvió después de todos aquellos años?
Agnes sacudió la cabeza y se frotó los ojos.
– Quizá sabía que se estaba muriendo. Quizá quería que la enterraran aquí. La gente lo hace. Quieren que los entierren en su tierra, es decir, en el lugar donde nacieron.
– ¿Mencionó ella algo de esto?
– Ella dijo algo sobre la muerte. No puedo recordar con exactitud qué. Pero estaba triste, eso era evidente. Yo… Me habría gustado haberla escuchado.
Pero tenía la mente puesta en la visita de lord Woollard, y estábamos todos muy nerviosos porque deseábamos que saliera bien. -Tenía la voz teñida de sentimiento de culpa y el rostro demudado de tristeza-. Arthur merece de verdad el reconocimiento, ¿sabe? Y la cantidad de bien que podría hacer sería enorme.
– ¿Y les preocupaba que el comportamiento de Maude fuera inapropiado?
Agnes miró a Mariah. Luego volvió a apartar la mirada, con una mezcla de impaciencia y vergüenza en el rostro.
– Maude había vivido en lugares extraordinarios durante los últimos cuarenta años, señora Ellison. Lugares donde la gente comía con los dedos, no había agua caliente, donde las mujeres hacen cosas que… preferiría no pensarlo, y muchos menos hablar de ello.