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Una tarde la vio salir del estacionamiento de la fundación con ese hombre y se convenció que irían a pasar la noche juntos. No le importó y eso probaba que no sentía celos.

En cambio lo inquietaba atribuirle aventuras con cualquiera de esos poetas jóvenes que perdían las horas mirando libros en el bar, revisando solapas para ponerse al día o consultando precios como pretexto para hablar con ella. No era por la edad: serían más jóvenes que ellos, pero tampoco el arquitecto debía tener más de treinta, y aunque a ella le gustaran los jóvenes y hasta de poco más de veinte años, si los aceptaba o, directamente, los seducía, no era buscando un desenlace sexual que difícilmente podría satisfacerla, sino para dar lugar a esos diálogos íntimos que suceden al sexo y en los que se aprontaría a corroborar la imagen negativa del ex-marido entre los resentidos por el fracaso.

Odio, sentía. Saber que ninguno de esos muchachos llegaría a conseguir la menor notoriedad en la cultura no lo calmaba. Por el contrario: acentuaba una rabia que no podía discriminar si se dirigía a ella o al pobre proyecto de intelectual fracasado.

Pero parecería que odiar no daña a los demás. Por el contrario, el odio termina confirmándoles lo que son porque eligieron serlo y, de ese modo, funciona como una influencia positiva en el ánimo. Es todo lo contrario de la envidia. Las ondas maléficas de la envidia no proceden del envidioso ni de la mujer resentida que estimuló su insidia. Están en uno, allí en la parte de uno mismo que descubre en el mundo focos de negación de lo que es y de lo que elige ser.

Que esto suceda desde siempre, y no solo en las sociedades sometidas a democracia, prueba que no es que el alma o la mente escruten a un padrón de individuos para tabular su prestigio o su popularidad. ¿Qué es?

Tal vez sea el reconocimiento de la existencia de algo -¿una forma de amor?- que entre algunas personas define su bienestar por oposición a otro que parece tenerlo inmerecidamente.

– ¿Qué es el amor? -se preguntaba también el animador por otros motivos. Faltaban minutos para anunciar el brindis, pronto empezaría a llover, y la pareja que venía siguiendo con la vista desde la tarima del show acababa de salir hacia los ascensores, llevándose sus bolsos pero sin pasar por los vestuarios a cambiarse. La chica caminaba con largos pasos y movimientos de animal joven. El tipo era muy parecido al arquitecto de su ex mujer: al llegar, lo había identificado como parte de la custodia de la Cementera, y después estuvo preguntándose por qué se había quedado en la reunión.

Ahora entendía: habría resuelto quedarse interesado en esa chica: querría rondarla, nadar con ella y hablarle señalando el cielo y los edificios vecinos, que fue lo único que le vio hacer desde el momento en que la comitiva de su jefa se retiró del apart.

Al parecer, por la manera de partir tomándola del hombro y poniéndole una mano en el pecho, justo en el borde del corpiño de la bikini, había conseguido su objetivo, y, de alguna manera, se mostraba orgulloso tal como habría hecho el arquitecto. También en esto se parecían.

Físicamente cualquiera podría haberlos confundido: solo los diferenciaba el corte de pelo policial de este en contraste con la melenita de soñador que usaba el otro: sus pelos castaños, quizás aclarados con alguna loción, siempre estaban volando sobre sus hombros a merced de su hábito de volver bruscamente la cabeza hacia un lado cada vez que conseguía completar una frase agradable.

Se oyó un trueno y todavía no tenía resuelto cómo convendría anunciar el brindis. Si estuviese lloviendo todos emprenderían la retirada y también él estaría yéndose con su cheque de seiscientos. Si hubiera empezado a llover unos minutos antes ya se habría ido y habría visto a la chica del custodio caminando igual, como en puntas de pie, pero chorreando lluvia desde sus empeines, como cuando la descubrió por primera vez saliendo de la pileta.

Le había preguntado a un socio del apart si era una del servicio de acompañantes y le habían dicho que no: era una amiga de las de la agencia de prensa que a veces solía ayudarlas. Nadie sabía su nombre.

7

Escuchaba decir que estaban "pasando desgracia tras desgracia", y todo a propósito de una boludez. En cambio, el viaje por la autopista hasta el country de su colega había sido, en verdad, una desgracia.

Primero tuvieron un embotellamiento en el empalme: durante media hora avanzaron a paso de hombre, y de repente todo se despejó y retomaron el camino sin enterarse de las causas de la demora.

Después hubo un problema en las cabinas de peaje. Según algunos habían asaltado a un cobrador, otros decían que un chofer fuera de sí había bajado discutiendo y desencadenó una pelea. Habían oído que una ambulancia se llevó a dos guardias sangrando: por lo menos, al salir del peaje cada uno podía elegir la explicación que más le gustase.

Finalmente, al llegar al country del otro escribano encontraron una larga cola de autos y todoterrenos. Había alguien de gobierno visitando a una familia, se temía un atentado y los de seguridad revisaban baúles, motores, bajo los asientos y en el equipaje de las familias buscando armas y explosivos. Gente inexperta, se distraía verificando detalles y les llevó minutos revisar la mochila de la nena, que venía cargada de cosméticos infantiles y libros de Disney.

Cuando llegaron al jardín de su colega, ya tenían listo el asado y él seguía afligido por tanta demora sin poder librarse de la imagen del guardia que morosamente controló hoja por hoja un cuaderno escolar y se detenía a leer los epígrafes de unas imágenes de la muñeca Barbie.

Durante el almuerzo se fue calmando. Por suerte, la familia de su colega había dispuesto una mesa atendida por una empleada donde comerían los niños y la arboleda que rodeaba el jardín tenía un efecto benéfico: pinos y eucaliptus filtraban el fuerte viento impregnándolo de una atmósfera balsámica que atenuaba el calor. Las mujeres casi ni hablaron y parecían interesadas por la conversación de sus maridos: tres escribanos pesimistas por el destino de su profesión.

Confirmar que, en su escala, esos dos colegas afortunados padecían la misma merma de trabajo que él y compartían sus peores pronósticos sobre el futuro también tenía el efecto balsámico de un bosque de cedros. Las mujeres tenían razón: en el country el calor y la desazón se hacían más tolerables que en la ciudad.

Pero a los postres se agregó al encuentro su cuñado el juez. Había aparecido en su nueva Harley trayendo a las hijas abrazadas a su cintura. No sabía que estuviera invitado y su presencia venía a hacerle más difícil la charla entre colegas.

Era el nuevo rico de la familia. Casado con la hermana de su mujer, su pedantería ostentosa escandalizaba a los parientes. Ahora estrenaba esa moto con el entusiasmo de un chico de veinte años y esa novedad pronto se agregaría a la lista de patrimonios que comentaba la familia, alternando envidia y admiración, según los variables ánimos de momento.

No toleraba la teatralidad de la carrera de acumulación de bienes que emprendía su cuñado. A medida que incorporaba una nueva propiedad, -barcos, chacras, edificios de renta- se agrandaba proporcionalmente su protagonismo en reuniones de familia y encuentros sociales como el de aquella sobremesa. Ya no podía imaginar una escena en la que el juez no fuese el centro de la atención de todos.

Ahora contaba que en las últimas semanas había tenido que vivir desgracia tras desgracia.

Se les había muerto el administrador de la chacra y había desaparecido toda la documentación de operaciones de compra, venta, ampliaciones y gastos de personal. Tuvieron que contratar a un auditor que les aconsejó que diesen todo eso por perdido.

– Una desgracia… Y no por la plata -descartaba-: por ahí, con cien mil dólares se soluciona todo… Es la sensación de que hoy en día uno tiene que vivir dependiendo de gente así… Si fuera un negocio no sería tan grave, pero esta chacra era una cuestión más de familia… ¡Mi mujer quedó hecha mierda…! ¡Loca por este tema!