Rezaban a la hora en que la gente volvía del trabajo. Eran las siete y media, y cada cinco o diez minutos pasaba un tren, vibraba todo.
Planchando, cocinando, durmiendo o mirando la tele nunca oía pasar los subtes que solo se volvían a notar al rezar la novena, y en la madrugada de los lunes, cuando arrancaban después de mucho tiempo sin andar porque los domingos no había servicios.
Por el barrio nuevo -pensar que lo llamaba nuevo y estaban allí desde hacia más de quince años le causaba gracia- no pasan subterráneos y los domingos, como los sábados y feriados, son días mudos porque la gente se va a las quintas o a las playas del Uruguay. Las bolitas del tiempo son como vagones de un subterráneo invisible que va volando lejos y se pueden pellizcar en el aire sin sentir nada.
Esa tarde se oía la música del hotel, y, por momentos, se intercalaba la voz grave de un locutor que presentaba a alguien o despedía a una que se retiraba de la fiesta.
De a ratos se sentía todo más cerca: era cuando aflojaba el viento. No miró abajo, seguramente estarían refrescándose en el agua, pero miró el cielo a través del tajito: todo estaba nublado y las nubes bajas, las más oscuras, se estaban acercando. Solo quedaba un pedazo de azul, arriba, hacia el lado del río. Pronto las nubes lo irían a tapar.
Antes de eso cayeron las primeras gotas. Hubo un gran ruido, no un trepidar como el del subte. Fue como si un tren enorme corriese por encima del edificio y no terminara nunca de pasar. Las luces del pasillo amarillearon, se apagaron, volvieron a prenderse y a apagarse, después titilaron y al fin quedó todo el piso a oscuras. Se oía un trueno, pero formado por el ruido de muchos rayos que caían cerca y casi a un mismo tiempo. Después se repitieron relámpagos tan fuertes que transparentaban la misma tela negra de las ventanas que no había dejado pasar ni el sol de la mañana. Ahora el ruido era una cortina de agua que pegaba contra los techos y las paredes. Le pareció que nunca había oído llover tan fuerte. Era como si en lugar de agua o de granizo estuviesen tirando tablones contra las casas.
Seguramente las calles se estaban inundando. Buscando velas en la cocina, oyó el ruido de los caños de desagüe que bajaban por la parte de servicio del departamento. Cada tanto rugía un remolino y después se sentía un golpeteo en la pared porque estarían pasando globos de burbujas y chorros de aire chupados por las cloacas, arrastrados por el agua. ¡Cómo se iba a inundar todo aquella tarde! Había pasado un rato y con toda la casa cerrada ya se sentía que estaba refrescando.
Prendió una vela y alumbrada por su llama amarilla caminó hacia la ventana del tajito para mirar. Pero casi no se podía ver. Caía un verdadera cortina de agua y las gotas, -mejor dicho, los chorros- iban de izquierda a derecha, señal de que había cambiado el viento. Se adivinaban los bordes y las paredes de los edificios. Abajo en la terraza no había más fiesta. Le pareció oír gritos o chillidos que venían desde allí, pero bien podía ser la mezcla de silbidos del viento que cuando arreciaba abría huecos en la cortina de agua. A través de uno de ellos pudo ver la pileta sin gente, donde flotaban trapos que serían toallas o manteles y una mesa o la tabla de una mesa que daba vueltas por el medio. En un balcón alcanzó a ver bolitas de hielo, más grandes que huevos de paloma, pero ya debía haber dejado de granizar. En el final de la terraza se movían formas de colores, que serían personas vestidas corriendo de un lado a otro como si no supieran cómo salir o dónde ponerse para escapar del granizo, si es que seguía cayendo, o de la lluvia torrencial con gotas grandes, casi heladas.
La lluvia: el agua. Para ver mejor, puso los índices en los bordes del tajito. En seguida sus yemas se mojaron. No tuvo que hacer mucha fuerza para que el corte se extendiera unos centímetros hacia arriba y separando los dedos abrió un ovalo del tamaño de una cuchara de postre. Así vería mejor, pero la cortina de agua se hizo m s densa, apenas se veían las ventanas del edificio vecino y, a través del pequeño agujero, salpicaduras de lluvia fuerte le mojaron la cara y un costado del pelo. Retiró los dedos, alisó el tajito de modo que no se notara que lo había agrandado y alumbrándose con la vela fue a mirarse en el espejo del salón. Al mojarse, un mechón de pelo blanco había oscurecido y se le había pegado a la cara. El párpado inferior y la mejilla del lado derecho estaban empapados. A la luz amarillenta de la vela una gota que le bajaba hacia el mentón y unos brillitos de agua en el borde de la cara y en el cuello, daban la impresión de que hubiese llorado. Pero en ningún momento de aquel domingo había sentido ganas de llorar. Al revés: el mechón blanco, que mojado parecía medio castaño o rubio, daba casi ganas de reír, igual que darse cuenta que hacía cerca de quince años vivían en ese mismo departamento y que sin contar los dos veraneos que tuvo que acompañar a los patrones y unas pocas escapadas de vacación a San José, todas las noches había dormido allí, en la misma cama, en su misma pieza.
9
Hacía casi un año que no lloraba. Recordaba la fecha: fue un cinco de abril. Hablaban por teléfono y algo había dicho su amiga, -cualquier cosa, algo sin mayor importancia- que le provocó una especie de sacudón que la hizo llorar.
Primero aparecieron las lágrimas y al notar que se le había nublado la vista y que unas lágrimas empezaban a bajarle por los párpados y le mojaban la cara, sintió ganas de llorar y más sacudones en el vientre.
Igual que ahora. Si abría la boca para respirar mejor le brotaba una voz de llanto, unas vocales, la "a", la "u", la "i" y una mezcla de sonidos "is", "os" y "ués" que debían sonar como un llanto fingido.
Es fácil fingir un llanto, pero no es posible que una simule tantas lágrimas como para mojarle totalmente la cara, el pelo y el cuello al tipo.
"Tus lágrimas! Tus lágrimas! ¡Tus laaágrimas!" había gritado él y esas frases y la manera de entornar los ojos mientras gritaba terminando, le daban el aspecto de un poeta loco.
¿Cómo ser un poeta loco?, se preguntaba ella y darse cuenta de que había llegado a pensar que el tipo se parecía a una imagen que era imposible definir, en lugar de causarle gracia le daba más ganas de llorar, cuando ya sentía que eso había terminado.
"Acabé mil veces…", dijo llorando y sintiendo ganas de reír. "Pero mentira… Miento", repetía y aclaraba: "mil veces no, pero diez por lo menos sí… ¡Nunca me pasó así!".
Él ni habló. Seguía jadeando, pero se había tendido hacia un lado como si quisiera dormir. Con los ojos cerrados y apoyando parte de su peso sobre el brazo que le cruzaba el pecho, le besaba la cara y le lamía los ojos y las lágrimas, exagerando el ruido que produciría al sorbérselas.
Sentía la fuerza del codo del tipo apretando su pecho izquierdo y hasta dolor allí, pero no era un dolor malo y se mezclaba con la sensación de llorar y con el asombro por todo lo que había sentido.
"Nunca antes me había sentido mujer…", dijo con voz ahogada y prefiriendo que él no terminase de oírla. Respiró, suspiró, volvió a sollozar o semillorar y después, como para evitar que se durmiera, o como para anunciar que iniciaría una conversación, le apretó el brazo diciendo "Te debo resultar una boluda…"
Él no respondió, volvió a besarle un párpado, la nariz y las mejillas y al fin apoyó los labios contra los suyos llenándole la boca con una saliva que, en efecto, tenía sabor a lágrimas. Quiso apretarle más el brazo, y producirle un dolor como el que había sentido en el pecho, pero era inúticlass="underline" tocándolo, era imposible distinguir la materia de los músculos tensos de la dureza de sus largos huesos. Eso acentuó sus ganas de llorar y besarlo. Lo besó, y después le habló con los labios mojados contra una oreja. Le dijo "largos huesos", y la sorprendió oírse diciendo primero "largos", seguido de "huesos", exactamente al revés de la manera debida, o, al menos, a la inversa de su manera natural de hablar.