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Claudio Magris

Utopía Y Desencanto

Historias, esperanzas e ilusiones de la modernidad

Traducción de J. A. González Sainz

UTOPIA Y DESENCANTO

En el Diálogo entre un vendedor de calendarios y un transeúnte, Leopardi pone de relieve la estremecedora vanidad de esperar, a finales de cada año, un año más feliz que los anteriores, a los que también se esperó a su vez con la confianza de que traerían consigo una felicidad que sin embargo nunca trajeron. Ese breve texto inmortal del gran poeta italiano, tan inexorable en el diagnóstico del mal de vivir, está exento no obstante del fácil pesimismo apocalíptico de muchos maestros de la retórica actuales, que se complacen en anunciar continuamente desastres y en proclamar que la vida no es más que vacío, error y horror. El diálogo leopardiano está impregnado en cambio de un tímido amor a la vida y una hosca espera de la felicidad, que quedan desmentidos por la sucesión de los años pero continúan viviendo, con temor y temblor, en el ánimo y permiten sentir el dolor y el absurdo con mucha mayor fuerza que el pathos catastrófico.

Esos pensamientos y esa pesadumbre ante la vuelta de hoja del año se asoman con mucha mayor intensidad cuando lo que acaba – y lo que respectivamente empieza – no es sólo un año y ni siquiera un siglo, sino un milenio. El calendario hace alarde de una extraordinaria inflación de aniversarios y conmemoraciones, desde las bodas de oro milenarias de Austria al bicentenario de la bandera italiana pasando por el fatídico comienzo del año Dos mil – simbólicos giros epocales, grandes Arcos de Triunfo del Tiempo, espectaculares escenografías del Progreso y la Caducidad. En la vigilia del año Mil había – aunque menos numerosos de lo que a menudo nos gusta creer – quien esperaba el fin del mundo; en los peores momentos de la guerra fría se temía un apocalipsis nuclear, la pesadilla del day after. En los umbrales del año Dos mil no existe ningún pathos finalístico, pero sí ciertamente un profundo sentido de la transformación radical de la civilización y de la misma humanidad y por consiguiente un sentido del indiscutible fin no del mundo, sino de un modo secular de vivirlo, de concebirlo y administrarlo.

Ya en los últimos años del siglo pasado, Nietzsche y Dostoievski habían vislumbrado el advenimiento de un nuevo tipo de hombre, de un estadio antropológico distinto – en el modo de ser y sentir – del individuo tradicional, existente desde tiempo inmemorial. En su Ubermensch, Nietzsche no veía a un "Superhombre", a un individuo de capacidades potenciadas y más dotado que los demás, sino más bien, conforme a la definición de Gianni Vattimo, a un "Ultra – hombre", una nueva forma del Yo, no ya compacto y unitario sino constituido, según él, por una "anarquía de átomos", por una multiplicidad de núcleos psíquicos y pulsiones no apresadas ya dentro de la rígida coraza de la individualidad y la conciencia. Hoy en día la realidad, cada vez más "virtual", es el escenario de esa posible mutación del Yo.

El propio Nietzsche decía que su "Ultra – hombre" era íntimamente afín al "Hombre del subsuelo" de Dostoievski. Ambos escritores atisbaban de hecho en su tiempo y en el futuro – un futuro que en parte lo es todavía también para nosotros, pero que en parte es ya nuestro presente – el advenimiento del nihilismo, el fin de los valores y de los sistemas de valores, con la diferencia de que para Nietzsche, como nos recuerda Vittorio Strada, se trataba de una liberación que celebrar y para Dostoievski de una enfermedad que combatir. En este comienzo de milenio, muchas cosas dependerán de cómo resuelva nuestra civilización este dilema: si combatir el nihilismo o llevarlo a sus últimas consecuencias.

"El viejo siglo no ha acabado bien", escribe Eric J. Hobsbawm en su Historia del siglo XX, añadiendo que acaba, para usar una expresión de Eliot, con una retumbante explosión y un enojoso lloriqueo. Otros reparan sobre todo en lo terrible de estos cien años – el "terrible siglo Veinte", con su primacía en lo que a hecatombes y exterminios se refiere, puestos en práctica con una monstruosa simbiosis de barbarie y racionalidad científica. Sin embargo sería injusto olvidar o menospreciar los enormes progresos realizados durante el siglo, que ha visto no sólo cómo masas cada vez más amplias de hombres alcanzaban condiciones humanas de vida, sino también una continua ampliación de los derechos de categorías marginadas o ignoradas y una toma de conciencia cada vez más amplia de la dignidad de todos los hombres, presente incluso allí donde hasta ayer mismo no se sabía o no se quería reconocer e incluidas las formas de vida y civilización más apartadas de nuestros modelos.

Es realmente delictivo olvidar las atrocidades del siglo de Auschwitz, pero tampoco es lícito pasar por alto las atrocidades cometidas en los siglos anteriores sin que la conciencia colectiva cayera en la cuenta y le remordieran. Creer confiadamente en el – progreso, como los positivistas del siglo XIX, es hoy día ridículo, pero igualmente obtusas son la idealización nostálgica del pasado y la grandilocuente énfasis catastrófica. Las nieblas del futuro que se cierne exigen una mirada que, en su inevitable miopía, se vuelva menos miope gracias a la humildad y a la autoironía.

Estas nos ponen en guardia frente a la tentación de abandonarnos al pathos de las profecías y las fórmulas que hacen época, ya que se tornan cómicas a la que uno se descuida, como la famosa frase según la cual en 1989 habría acabado la Historia, frase que ya entonces bien podía haber encontrado acomodo en el Diccionario de lugares comunes y de idioteces de Flaubert. El Ochenta y nueve, por el contrario, lo que hizo fue descongelar la Historia, que había permanecido durante decenios en el frigorífico, y ésta se desentumeció dando lugar a una maraña de emancipación y regresión, tan a menudo unidas como las dos caras de la misma moneda. El principio de autodeterminación, que afirma la libertad, desata conflictos sangrientos que conculcan la libertad de los demás; otro ejemplo del cortocircuito del progreso y el regreso es el constituido por el incremento económico y el desarrollo de la producción, que provocan una disminución de la ocupación aumentando así el número de los excluidos de un tenor de vida aceptable y creando por consiguiente las premisas, advierte Dahrendorf, para gravísimas tensiones y conflictos sociales.

La contradicción más patente es la que afecta al mismo tiempo a procesos de unificación y agregación – la unidad europea, sin ir más lejos – y de atomización particularista, como la reivindicación de las identidades locales, que niegan con furia el contexto más amplio, estatal, nacional o cultural que las comprende. A la nivelación general, producida especialmente por los medios de comunicación que proponen a escala planetaria los mismos modelos, se contraponen diversidades cada vez más salvajes; ambos procesos amenazan un fundamento esencial de la civilización europea, la individualidad en su sentido fuerte y clásico, inconfundible en su peculiaridad, pero portadora y expresión de lo universal.

El milenio se anuncia con contradicciones llevadas al extremo. La derrota, si no en todos sí en muchos países, de los totalitarismos políticos no excluye la posible Víctoria de un totalitarismo blando y coloidal capaz de promover – a través de mitos, ritos, consignas, representaciones y figuras simbólicas – la autoidentificación de las masas, consiguiendo que, como escribe Giorgio Negrelli en sus Anni allo sbando [Años a la deriva], "el pueblo crea querer lo que sus gobernantes consideran en cada momento más oportuno". El totalitarismo no se confía ya a las fallidas ideologías fuertes, sino a las gelatinosas ideologías débiles, promovidas por el poder de las comunicaciones.

Una resistencia a este totalitarismo es la que radica en la defensa de la memoria histórica, que corremos el riesgo de que nos la borren y sin la que no cabe ningún sentido de la plenitud y la complejidad de la vida. Otra resistencia estriba en el rechazo del falso realismo, que confunde la fachada de la realidad con toda la realidad y, privado de todo sentido religioso de lo eterno, absolutiza el presente y no cree que éste pueda cambiar, tachando de ingenuos utopistas a quienes piensan que se puede cambiar el mundo. En el verano del Ochenta y nueve esos falsos realistas, tan numerosos entre los políticos, se habrían mofado de quien hubiese dicho que tal vez podía caer el muro de Berlín. El milenio parece concluir con el fin del mito de la Revolución y también de esos grandes proyectos de cambiar el mundo que han caracterizado, como observa Alberto Cavallari, el siglo pasado y gran parte del nuestro.