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He tenido maestros y a ellos les debo ese poco de libertad interior que poseo y que ellos me dieron tratándome de igual a igual, incluso cuando eso me creaba notables dificultades ante su estatura intelectual y humana, pero de esa forma me daban a entender que en un diálogo se está siempre entre iguales, aunque quien esté enfrente de nosotros tenga en su haber experiencias, pruebas superadas o prestaciones intelectuales mucho más importantes.

Esa es la arriesgada y buena paridad que enseñan los maestros. Y lo que sobre todo enseñan es la responsabilidad.

Quizás sea la frecuente carencia de ésta la que ha inspirado a Rossana Rossanda, en un incisivo testimonio, la melancólica y firme constatación de la ausencia de maestros, capaces de buscar el sentido del mundo y de hacer que brille también en su propia vida. Responsabilidad significa pagar el precio que comportan cada afirmación y cada acción, afrontar las consecuencias de cada toma de posición y las renuncias implícitas en toda elección; significa en primer lugar, como indica el ejemplo de Akher, no empujar a los demás hacia caminos que éstos no son capaces de recorrer. Los falsos maestros crean a menudo clanes de adeptos destinados a convertirse en víctimas, como el profeta de la droga que, capaz de dominar personalmente su uso sin dejarse llevar a la destrucción, arrastra y arruina a los discípulos que no tienen la fuerza para seguirle en esa práctica sin autodestruirse. En los años setenta había quien predicaba que la revolución se hacía con las armas en la mano, perfectamente consciente de que para él se trataba de una inocua metáfora y dejando que otros tomasen sus palabras al pie de la letra, viéndose luego, a diferencia del maestro, en la necesidad de pechar con las consecuencias.

Maestro es quien no ha programado serlo. Quien, por el contrario, se las da de pequeño Sócrates es fácilmente patético; dejará de serlo cuando se dé cuenta de que no podrá jamás ser Sócrates, sino, todo lo más, uno de sus interlocutores que al final se sienten refutados, pero enriquecidos. Saber ser y seguir siendo alumnos no es poca cosa, es como ser ya casi maestros.

1996

LA LITERATURA TIMORATA

Con los buenos sentimientos, decía Gide, no se hace literatura. No hay en efecto artista que, temeroso de que se le considere edificante, no predique la transgresión en lugar de invitar a observar los mandamientos o la moral kantiana. De hecho, la literatura mantiene raras veces la promesa de vérselas con el mal, del que la realidad está impregnada igual que el aire de las ciudades de contaminación, y de expresar los sentimientos malignos que anidan en el ánimo, volviéndolo sucio y opaco como el cuello de una camisa que no nos hemos cambiado. La ostentadora profanación, tan grata a tantas expresiones artísticas efectistas, demuestra ser a menudo bienintencionada, de la misma manera que son en general las personas más formales las que presumen de haber tenido malas notas en conducta. Los escritores iconoclastas celebran el eros frente a la represión, las posturas rebeldes frente al autoritarismo dogmático, la revuelta de los marginados frente a los tutores de las jerarquías sociales. Todo esto es muy de alabar, pero no es sino una profesión de moralidad y de buenos sentimientos; son éstos los que llevan a defender las libertades de todo tipo y a las víctimas de las opresiones, mientras que los inquisidores y tiranos son los que representan el mal y los que tienen por lo tanto el derecho de investirse de su diabólica seducción.

Suele ocurrir que los escritores a los que les gustan las provocaciones sean precisamente los buenos chicos, que celebran la democracia pero critican como se debe al capitalismo, que se oponen al comunismo despótico pero cultivan un noble y vago socialismo libertario. Prácticamente ninguno está del lado de los sentimientos verdaderamente inicuos, ninguno aprueba la amoral libertad del individuo capaz de desahogar sin la menor inhibición su propia voluntad de poder sin cuidarse lo más mínimo del dolor infligido a los demás, igual que el niño que disfruta aplastando a un insecto o quitándole un juguete a otro niño más débil, sin inmutarse ante las lágrimas de éste.

No se trata de desaprobar esa difusa moralidad, que es digna de aprecio aun cuando sea hipócrita, porque la hipocresía es siempre a pesar de todo el precio que el vicio paga a la virtud y la condena de la violencia es en cualquier caso siempre benéfica; nadie, por supuesto, desea escritores que hagan apología de los campos de concentración. Pero para afrontar realmente la red de maldad que nos atrapa y que cada uno de nosotros hila como un venenoso gusano de seda, no bastan ni la declamación más sincera de buenos sentimientos ni la primitiva apoteosis de la transgresión, que implica a menudo un cálido y tranquilizador pathos sentimental; hasta las crudas y negras hazañas de muchas existencias perdidas, a lo Genet, están envueltas muchas veces en una retórica afectiva que recuerda a Sin familia y que mitiga el auténtico horror del mal.

Este es tal no sólo por la crueldad de lo que a menudo sucede materialmente, sino sobre todo porque los mismos sentimientos, la misma capacidad de piedad y amor se resienten y corren el riesgo de dar en la mayor aridez. Es este infierno, que se asienta en el corazón, lo que una literatura que no fuera tímida ante el mal tendría que afrontar, sintiéndolo y retratándolo sin rémoras incluso dentro de sí misma; en algunas acres y desagradables pero sin embargo poderosas páginas, Kipling o Hamsun representaron por ejemplo la maldad y la indiferencia, tan ampliamente presentes en la vida que acechan también a la sensibilidad del escritor y de su cómplice lector. Por muy odiosos que sean, hay que atravesar esos bajíos de la existencia del ánimo y no ignorarlos en el viaje de descubrimiento de una auténtica bondad; hace falta viajar como Céline hasta el fondo de la noche, sin dorar la píldora. Céline se atrevió a ensalzar uno de los males más abyectos, el antisemitismo, pero hasta en la delirante y autodestructiva furia de su culpable panfleto aflora, a su pesar, su distorsionada generosidad, que habría podido y debido llevarle a escribir otro libro, opuesto a aquella aberración.

Sólo una literatura capaz de enfrentarse sin complacencias ni miramientos con el inmenso potencial de lo negativo inherente a la vida y a la historia puede expresar la ardua bondad; son Las amistades peligrosas y no las novelas sentimentales las que narran la intensidad, el extravío y también la ternura del amor. Las palabras "bondad" y "bueno" no desentonan en boca de Dostoievski, precisamente porque él se sumergió sin rémora alguna en el fango que fluye por nuestras venas, como un mesías que resurge pero antes muere y desciende de verdad al infierno; Bernanos puede encontrar la gracia porque no ennoblece con sentimientos conciliadores las dolorosas tinieblas.

Tal vez una mirada despiadada sea hoy más necesaria que nunca, en un momento en el que se han desmoronado las ilusiones de las grandes filosofías de la historia, persuadidas como estaban de que las contradicciones de la realidad traerían aparejadas en sí mismas su propia superación y conducirían en cualquier caso a un progreso ulterior; el devenir del mundo parece ahora a merced de una caótica e imprevisible ebullición, indiferente a los grandes proyectos y perspectivas. También en nuestra literatura más joven es a menudo el sentido religioso lo que desvela, rompiendo el tranquilizador envoltorio ideológico, el abismo de lo negativo; pensemos por ejemplo en la violencia, en la precisión visionaria y poética de un escritor como Doninelli. El mal no es por lo demás sólo la perversión tenebrosa que invade brutalmente todo el campo de la visión, es también el impalpable soplo de la nada que se advierte hasta en la cotidianidad más habitual e incluso amada.

En una fulminante y dolorosa escena de su novela I sogni tornano [Vuelven los sueños], un libro lleno de amor, amistad y solidaridad, Claudio Marabini ilumina por ejemplo el instante de cruel extrañamiento que tiene lugar, en la habitación de hospital en la que un hombre se está enfrentando y resistiendo a la muerte, entre él y su sobrina, que representa para él uno de los hilos más fuertes que lo ligan a la vida y cuya imprevista retracción, en la encantadora y terrible extrañeza de la infancia, da a entender lo tenaz pero también lo frágil que es ese hilo. El amor implica desencanto y capacidad de fijar la nada.