Pero, dejando aparte esa carencia fundamental, en la ligereza de Ninon hay una melancólica y firme moralidad que le prohíbe hacer comercio con un cuerpo que todos se disputaban y con un alma igualmente disputada por jansenistas y molinistas, que querían convertirla, y que la induce a denunciar las injusticias padecidas por las mujeres. Virtuosa como Catón y sabia como Epicuro, según reza un epigrama, Ninon parece buscar en la frivolidad un refugio a la desolada profundidad de la vida. La época le favorece: algunas décadas más tarde la cultura francesa se asomará a un vacío de disolución y anonadamiento, al que Madame du Deffand, de una genialidad muy distinta pero igualmente experta en la guerra con el tiempo, servirá de extraordinario emblema. Ninon no puede conocer todavía ese radical libertinaje intelectual; su escepticismo religioso no la induciría nunca a la vulgaridad de la Mariscala de Luxemburgo que, al leer la Biblia, se confesaba escandalizada de que el Espíritu Santo escribiera tan mal. Ninon no le tiene miedo al vacío ni a la nada, sino a la melancolía de la vida, y para distraerse le bastan las galanterías, como las conchas a los niños y a ciertos pueblos de algunas islas remotas.
Sus cartas presumiblemente apócrifas al marqués de Sévigné le atribuyen no sin criterio un pesimismo desencantado que es la premisa de la moralidad. Las cartas – dejando aparte su abismal distancia poética – constituyen una especie de novela epistolar del género de Las amistades peligrosas: una dama da avispados y cínicos consejos a un caballero sobre la táctica a seguir para seducir a otra mujer y al final acaba siendo víctima de su juego, es ella la que se enamora del hombre y queda expuesta a las penas del amor. A menudo descontadas y en ocasiones ordinarias, en esas cartas resuena sin embargo no sin agudeza la gran narrativa francesa, cuyo ápice está representado por Las amistades peligrosas, que analizó despiadadamente la pasión amorosa, no ya poniendo el cerebro en el lugar del corazón – como a veces se ha dicho en tono de reproche – sino captando todo el tormento, la nostalgia y la intensidad de la pasión del corazón a través de un análisis riguroso y desencantado, de una exactitud geométrica, sin cuyo concurso no se pueden sondear los abismos del corazón y no queda más que un falso y enfático sentimentalismo.
La mujer imaginaria que escribe las presuntas cartas de Ninon desenmascara la deleznable sublimación con la que el egoísmo erótico disfraza a menudo sus abusos y camelos, la retórica de la pasión irrefrenable y de su arcano fatalismo, con la que quien miente y se comporta sin respeto con el otro justifica su propia violencia atribuyéndole una aureola titánica, poniéndola a cuenta de una misteriosa ley superior de su corazón, que la haría necesaria. Sanamente atentas a la materialidad del amor y remisamente sensibles, a pesar de su cinismo inmoral, a su profundidad espiritual real, las cartas defienden a esta última de las mistificaciones que la tergiversan con la pretensión de hablar en su nombre e inducen a convencerse de que se ama incluso cuando no se ama al otro, sino sólo a la propia infatuación de uno por el otro, del que no se quiere su bien, sino únicamente la satisfacción propia.
Mucho tiempo después, y con una potencia poética bien distinta, Tolstoi escribirá en su Sonata a Kreutzer páginas memorables acerca del falso ennoblecimiento sentimental de la prepotencia y la posesión sexual. De la misma forma la cocotte, melancólicamente sabedora de que el amor es una guerra en la que hace falta estar armados, desmitifica el culto de la transgresión e imparte una lección moral todavía válida.
El sexo, se dice en las cartas, es como el dinero: buen sirviente y pérfido amo. Ninon habría tenido el derecho de decirlo, porque debió vivir presumiblemente conforme a esa sentencia. Pero ni siguiera eso basta para dar la felicidad, puesto que Ninon, serena a pesar de todo en la enfermedad, llegó a decir que si de joven le hubieran mostrado la vida que le esperaba se habría ahorcado. Pero no es poca cosa, con esa desolada conciencia de su existencia, haber llegado en cambio a los noventa años (según otros sólo a los ochenta y cinco) y haber desmentido tantas veces el dicho de su amigo La Rochefoucauld sobre la vejez de las mujeres.
1992
LINNEO Y LA DIVINA NÉMESIS
En el año 1735 Linneo, en una visita a un jardín de Hamburgo, anota en su cuaderno el epígrafe escrito a la entrada: "No hagas ningún mal y no serás víctima tú de ninguno, como el eco que te devuelve tu propio grito en el bosque." Es el año en el que publica su primera edición del Systema Naturae, la gran clasificación que lo ennoblecerá y hará de él un símbolo de las ciencias naturales, un escritor del que Rousseau decía, refiriéndose en especial a su Philosophia Botánica, que había sacado más provecho que de cualquier otro libro de moral. Los grandes moralistas, capaces de escrutar a fondo la vida y su anarquía, están acosados por el demonio del orden, de la pasión por catalogar y definir; esta pasión de totalidad está abocada a la derrota, porque ningún sistema puede ponerle por completo las bridas a la imprevisible irregularidad de la existencia, pero solamente el lúcido y geométrico amor por el sistema permite comprender de veras la originalidad de la vida, el resto que siempre queda respecto a la ley.
Es la enciclopedia, con su riguroso orden alfabético y su catastro, lo que evoca la imagen caótica y proliferante de la realidad; quien coquetea con el desorden y se da ínfulas confusas, desparramando los papeles sobre la mesa para dar una impresión de genial desarreglo, es un retórico inocuo y bienintencionado, lo mismo que quien exhibe su distracción o su juventud disoluta, y difícilmente podrá comprender lo verdaderamente demoníaco de la existencia.
No le faltaba razón a Rousseau al ver en el gran botánico sueco a un maestro de moral, o sea de procedimientos conceptuales que educan el pensamiento para penetrar en la ambigua y poco fiable multiplicidad del mundo, por mucho que otro botánico, Siegesbeck, acusara a Linneo de inmoralidad por haber elegido los caracteres sexuales de las plantas como elemento base para fundamentar su clasificación, invitando así a los jóvenes estudiosos de estambres y pistilos a fantasías licenciosas. Pero Linneo no amaba solamente el orden en el mundo vegetal; aquella inscripción de Hamburgo le impresionó porque establecía en el ámbito de la moral – en el reino del bien y del mal, de la libertad humana para elegir uno u otro comportamiento – una ley inexorable y rigurosa como la que rige en el mundo físico.
Según Linneo, que fue un profundo creyente, el hombre es libre de cometer o no el mal, pero, una vez cometido, se pone en marcha – según su "físico-teología" o "teología experimental" – un inevitable mecanismo de causa y efecto, semejante al que hace que la sequedad genere aridez en el terreno o que beber un veneno traiga aparejada la muerte. Linneo denominaba también a esta ley "Némesis divina", aludiendo con este término a un proceso regulativo que, en la naturaleza, interviene para contrarrestar todo exceso y restablecer el equilibrio.
Némesis divina es también el título de una obra singular de Linneo, que durante mucho tiempo permaneció inédita. La escribió en parte en sueco y en parte en latín, para admonitoria edificación de su hijo, que él, monarca de los naturalistas, habría llamado a sucederle en 1763 en su cátedra de botánica de la Universidad de Upsala, aunque el hijo no anduviese ni mucho menos sobrado de talento en esa disciplina. La Némesis divina – que le gustó a Strindberg, aunque sólo podía tener un conocimiento parcial de ella – es un libro sombrío y poderoso, en el que el genio del sistema construye una torva y perfecta economía de la existencia. Recogiendo y volviendo a contar historias sacadas de la Biblia y los clásicos, de la vida de la corte de Suecia, el ambiente académico sueco o las crónicas locales de sucesos, Linneo quiso demostrarle a su hijo, igual que se demuestra un teorema, que al mal cometido le sigue indefectiblemente un castigo.