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La historia universal acerca y pone en contacto – a menudo, como dice Goethe, con la violenta compenetración debida a las guerras – a naciones y sociedades lejanas que se encuentran en fases de desarrollo a veces radicalmente diversas, como si vivieran en épocas o en siglos distintos. El aislamiento premoderno de los pueblos no violentaba esa distancia material, que equivalía, espiritual y socialmente, a una verdadera distancia temporal. La historia moderna, que rompe las viejas barreras, produce también esa mezcla de tiempos diferentes, transforma el mundo en un mercado o un almacén en los que las épocas están puestas una junto a otra, como en una tienda de antigüedades, y produce ese tipo de hombre ecléctico e historicista, en realidad poshistórico, que es el individuo contemporáneo, el individuo nietzscheano aplastado por la memoria histórica y por la simultaneidad de todo el pasado, o el hombre sin atributos de Musil, que vive – como se dice en uno de los primeros capítulos de El hombre sin atributos – en una casa que es una híbrida superposición y mezcla de estilos de varias épocas.

Goethe, al que le da tiempo a ver las tazas decoradas con escenas sacadas de su Werther procedentes de la China, tiene ya plena conciencia de este no-estilo que va asumiendo la historia universal y por consiguiente también la Weltliteratur, aunque no niegue nunca los elementos de progreso y emancipación implícitos en ese proceso, que le fascina y le turba. El segundo Fausto quiere representar el devenir cósmico – natural – histórico, la génesis del mundo moderno desde el encuentro entre clasicismo y civilización germano-cristiana y la profecía del pueblo libre sobre un suelo libre arrebatado a la naturaleza por medio del trabajo; el segundo Fausto es sin embargo, como ha escrito Citati, también una especie de café cantante, en el que las figuras de las distintas épocas históricas o incluso de las distintas eras son personajes de una mascarada que parecen desfilar simultáneamente, como un cortejo cósmico y carnavalesco en el que Fausto merodea seducido pero también extrañado, ante esa pasarela del devenir que es ya la parodia y la irrisión de la historia, la opereta en la que vive el hombre poshistórico.

La relación de Goethe con la Weltliteratur está impregnada de esa fascinación – repulsión por la dimensión mundial – desmesurada, genérica y caricaturesca – que ha asumido cualquier fenómeno de la historia moderna por modesto que sea.

En el plano meramente literario, la Weltliteratur designa, como se ha subrayado ya en distintas ocasiones de forma magnífica, tanto el interés de Goethe por las distintas literaturas extranjeras como el extraordinario papel que él desempeña a escala mundial. Goethe hace suyos a los clásicos franceses, ingleses, italianos o españoles; presta atención a Voltaire, ama a Sterne, traslada la lección de Goldsmith al relato de su amor por Friederike, se detiene en la genialidad judía e infunde a su clasicismo la moralidad de Racine, traduce a Benvenuto Cellini y se reconoce en la poesía persa casi hasta llegar a una reticente identificación, lee a los grandes clásicos españoles y siente curiosidad por las literaturas más diversas, apartadas y periféricas; lo que significan para él Shakespeare y los antiguos no es menester recordarlo.

Por Weltliteratur se entiende, además, su relación personal directa con los mayores y más célebres autores contemporáneos – de Scott a Madame de Staël y de Byron a Nerval pasando por Carlyle – y su papel de centro ideal de la cultura europea, las visitas reverenciales, y con una asiduidad casi persecutoria, de la intellighentsia europea a su casa de Weimar. Weltliteratur significa también una irradiación y difusión internacionales de sus obras, que se traducen e imitan en toda Europa y vuelven a él de rebote, mostrándole un rostro del que él mientras tanto se había librado o pensaba haberse librado. Todo ello le revela pues el carácter extrañante y la alienación implícita a una circulación mercantil que obedece ya a leyes anónimas y objetivas, sustrayéndose a aquella relación directa entre autor, editor y público que un escritor, en el pequeño círculo de Weimar, podría hacerse ilusiones de dominar, si la pequeña Weimar no fuera un punto nodal del internacional "libre comercio de las ideas y los sentimientos", como el mismo Goethe define a la Weltliteratur.

La relación entre el Werther, su fortuna y el wertherismo es un ejemplo típico de los necesarios equívocos de los que está tejido el proceso de la Weltliteratur, vivido en este caso por Goethe como protagonista y al mismo tiempo, por lo menos parcialmente, como víctima. Goethe se irritaba cuando, sobre todo en el extranjero, lo ensalzaban como el autor del Werther, mientras que él pensaba haberse quitado de encima, ya desde hacía tiempo, esa vieja piel. El proceso de la Weltliteratur implicaba un desagradable retorcimiento del tiempo, que procedía hacia adelante pero también hacia atrás, obligando a la madurez o a la vejez a darse de bruces de nuevo con su juventud.

Pero no se trataba solamente de la desazón del clásico, que no quiere reconocerse en el Stürmer, en el rebelde apasionado de antaño. La desazón era más profunda, derivaba de la conciencia de un malentendido radical e inevitable. En las Confesiones de un hijo del siglo, De Musset habló, sobreponiendo a Fausto y a Werther en una garrafal pero indicativa tergiversación, de un Goethe "patriarca de una nueva literatura", el cual "después de haber pintado en Werther la pasión que lleva al suicidio, dibujó en su Fausto a la mas sombría figura humana que hubiera representado jamás el mal y la infelicidad". Desde el principio Goethe asiste a estos clamorosos errores que desvirtúan su obra y de ese modo revelan el clima de una Weltliteratur que le indispone.

El éxito mundial del Werther es la historia de ese revelador equívoco. Chateaubriand habla de "veneno" a propósito del Werther; los héroes wertherianos del mismo Chateaubriand, de Constant, Sénancour o De Muset viven regodeándose en el "mal del siglo", o sea en la acedía y la desilusión, en el spleen, mientras que en Inglaterra, como en tantos otros países, al Werther se le tilda de inmoral; hasta Foscolo dice que el suicidio de Jacopo Ortis es el fruto de "unos determinados tiempos", mientras que el de Werther sería el resultado de la patología de ciertos individuos. El héroe de Eugenio Oneguin remeda las poses byronianas calcadas de las – tergiversadas – de Werther; la lista podría continuar, hasta completar un amplio panorama – ya trazado en más de una ocasión por la crítica – que abarcara a autores, obras y literaturas de los más diversos países.

Los personajes wertherianos están cansadamente resignados a la prosa del mundo, mientras que el Werther de Goethe se mata, observa Fortini, precisamente por las razones opuestas, porque no acepta la escisión entre la poesía del corazón y la prosa de la realidad. Por eso Goethe dice también que Werther tuvo tal vez una suerte mejor que la de quien, como su mismo creador, le sobrevivió.

A él – el benjamín de los dioses, el triunfador de la vida, el hijo del favor y de la fortuna – el destino le había pedido quizás verdaderamente demasiado, como dijo en una ocasión. Había sido llamado, durante su juventud, a cantar la plenitud de la existencia, el individuo que forma armoniosa e íntegramente su propia personalidad, y expande libremente sus energías en sintonía con el progreso y la libertad del mundo. En los años prerrevolucionarios Goethe, escribe Baioni, exalta en el Prometeo la autonomía titánica del individuo y celebra lo positivo de la competencia y de la lucha, vistas como necesarias y liberadoras. Tras la revolución y ante la transformación radical de la sociedad europea, Goethe pierde esa confianza e indica, en el Fausto, el nexo entre el progreso y la violencia inherente al crecimiento social. La realidad entera parece haberse hecho irreal como el papel moneda inventado por Mefistófeles, valor ficticio que no trae aparejada ninguna comodidad de nada y que además aliena al individuo, transformando su naturaleza y disolviéndola en la fungibilidad del valor de cambio. Hasta Helena, la suprema manifestación del ideal clásico o bien de lo universal humano perfectamente realizado en la belleza de la forma que compendia también a la armonía moral, está definida ahí como Schein, mera apariencia, con el mismo término que designa al papel moneda.