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Mann se esfuerza por recuperar para la democracia también esos elementos demoníacos, alemanes, que antes contrapuso a la democracia y a la "civilización". No pone velos a la brutalidad y la arrogancia inherentes a toda fuerza y toda gracia natural y subraya esos aspectos en muchas actitudes inaceptables de Goethe y Tolstoi, demasiado inmunes a la debilidad como para poderla entender y paliar, sino que intenta incorporar esos elementos de demoníaca vitalidad al conjunto de los valores humanísticos democráticos. Sabedor del "estado de desconcierto en que la humanidad acaba siempre por encontrarse ante el genio reaccionario", trata de conservar pero también de domesticar la demonicidad vital (de por sí no democrática) – por ejemplo subrayando la inquietud, las turbaciones o los sufrimientos de los hijos de la naturaleza. Estos generan desconcierto por su inescrutabilidad, que no parece tomar partido, que da la impresión de no basarse en nada y tiene algo de esfinge, de indecible, de demoníacamente neutral.

Absolutizadas en las Consideraciones, esas cualidades se convierten, en los ensayos, en una especie de vacuna que robustece al humanismo con una fuerte dosis de demonicidad y lo preserva de su disolución en la irracionalidad de lo demoníaco. Eficaz por lo que respecta a Goethe y a Tolstoi, esta operación no deja de presentar sus peligros cuando se hace referencia a otros autores – por ejemplo a Dostoievski, que el título de un estudio de 1945 exhorta a leer y ensalzar "con medida", aviso que, si no es una obvia repulsa de la exaltación mimética que lleva a los lectores incautos a "dárselas" de dannunzianos o hemingwayanos, es una imperdonable cautela moralista que estorba a la verdadera lectura de un grandísimo autor cuyo genio y humanidad son sumos y desmesurados.

El Bürger alemán – la misma Alemania, la alemanidad – ya antes oscilante entre extremos opuestos (también entre Occidente y Oriente, pero, entonces, más inclinado hacia este último) se convierte en una forma de mediar entre los dos opuestos, en una conciliación humanística bajo el lema de una "nobleza de espíritu" – expresión indudablemente infeliz, que sugiere una espiritualidad vaga e históricamente abstracta – que no es otra cosa que la metabolización de los valores "apolíticos" en la democracia.

Goethe se convierte entonces, cada vez más, en el "exponente de la edad burguesa", en la "exaltación y transfiguración de ese humano estado del medio que llamamos burguesía alemana" y que en 1932, año de publicación del citado ensayo, ya no es la Alemania poética que se opone "a la literarización" (o sea a la democratización, a la civilización) del mundo, como en las Consideraciones, y ni siquiera la Alemania en vilo entre el humanismo de Settembrini y la metafísica totalizante de Naphta, como en La montaña mágica, sino que es una Bürgerlichkeit injertada en la democracia y convertida al humanismo democrático.

Goethe es asimismo un ejemplo de conciliación entre la concreción de lo particular, inmune a las abstracciones ideológicas y a las fórmulas genéricas del gusto de los "literatos de la civilización" rechazadas por Mann incluso después de su cambio, y la universalidad humanística de la democracia; entre la ética del trabajo cotidiano, de la tranquila perseverancia en los deberes – de la que Thomas Mann, que era un ejemplo de ello, se sentía también amenazado en su infatigable productividad – y la juguetona ironía con la que el "mago" (como le llamaban a Mann en su familia) sabía cambiar los papeles, burlarse del mundo, del público y el aplauso aunque por otra parte lo buscara y aceptara con reverencia.

En Goethe, Mann hallaba esa mezcla de demonicidad y urbanidad o incluso oficialidad. En los ensayos goethianos Mann supera y considera "infecunda" la distinción entre poesía y literatura proclamada por todo lo alto en las Consideraciones e implícita con frecuencia en las posiciones "apolíticas". Aquí poesía y literatura se unen y se distinguen – con una frontera siempre fluida – dentro de la persona y de la obra, son un poco el alma y el cuerpo de una individualidad sentida por lo demás como unidad indisoluble. Mann, "genial administrador de la herencia goethiana", como le llama Giuliano Baioni, aprende de Goethe – no en vano también protagonista de una famosa novela suya – las contradicciones de la modernidad, la antítesis entre existencia artística y existencia burguesa, y la profunda, insuprimible afinidad que une al escritor moderno con el impostor y el falsario. En los ensayos goethianos Mann suaviza esa antítesis, le da la vuelta – imitando también en esto a Goethe – haciendo del poeta un ejemplo de conciliación de esa antítesis, pero tal vez esta conciliación un tanto ampulosa sea a su vez un truco de falsario, digno del escritor que era también el creador de Félix Krull, el estafador, el divino granuja.

Aparte de Goethe, la protagonista de los ensayos es obviamente la constelación Schopenhauer-Wagner-Nietzsche, cuya presencia es decisiva como ninguna otra, hasta el último momento, para la formación y la visión del mundo de Mann. Su amor, a cada uno de los tres, es constante, fiel hasta la muerte; unos cimientos de los que no puede ni quiere separarse y que él, por lo demás, proclama expresamente en los ensayos. También en este caso la radicalidad de los tres grandes, a los que en las Consideraciones hacía inconciliables enemigos y desmitificadores de la modernidad democrática y de la "civilización", es suavizada de alguna manera y retocada hasta hacerla integrable en la humanitas, término que, de nuevo, se desplaza del ámbito "desesperadamente alemán" al democrático-occidental. Incluso el pesimismo de Schopenhauer, tan inquietante en Los Buddenbrook, acaba imperceptiblemente domesticado en un "humanismo pesimista" más tranquilizador.

Esta operación no ofusca la lucidez con la que se ilustra la esencia de su obra, la penetrante finura del análisis, su fascinante y musical evocación. Por lo demás, es una operación perfectamente legítima, además de política y moralmente merecedora de todos los respetos en los terribles años de tiranías y muerte en los que se lleva a cabo. En el fondo es lo que hace – sin conciencia crítica y sin esfuerzo – cualquier lector común, libre de prejuicios ideológicos o antiideológicos, cuando se conmueve ante una extraordinaria y terrible página en la que se plasma el abismo de la vida y no se preocupa ni de que eso turbe su adhesión a una reforma social ni de que esta adhesión descalifique como ilícito a ese abandono poético al sentido del abismo.

De particular importancia es la personalidad de Nietzsche, que acompaña a Mann desde sus primeros relatos hasta más allá del Doctor Faustus. En las Consideraciones, la figura y 1a obra de Nietzsche emergían con toda su carga inaudita y subversiva, en su alemanidad antialemana y su alcance europeo y mundial, en su ambigüedad "literaria" entre la exaltación de la vida y el amor a la muerte, la destrucción de la moral y la severidad moral, en la esencia metafórica de ese pensamiento – poesía que sacó de quicio a un milenio entero de orden conceptual. El único espejismo fue el de hacer de Nietzsche un adversario del siglo XVIII (identificado con el progresismo ilustrado) y el defensor de un oscuro y demoníaco siglo XIX, cuando es justamente este último, con su pathos épico y moral de progreso, lo más lejano a Nietzsche, cercano en cambio a la sobria, desencantada y cínica lucidez del siglo XVIII francés. En el ensayo del 47 retrata e interpreta a Nietzsche con extraordinaria y amorosa inteligencia, implicada y a la par distanciada, pero al final se le recupera a él también – indudablemente amputado de algunos de sus componentes más preñados de futuro – en un "humanismo con un fundamento y un acento religioso" que si bien no es difícil encontrarlos – y con vehemencia – en su obra, no constituyen lo más señalado de su herencia en la historia de la civilización.