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A esta peculiar sensibilidad compartida por la luz del norte, ejemplificada asimismo en otros ensayos – por ejemplo en el dedicado a Hamsun, punto de referencia central para Mann – se opone en cambio un sustancial extrañamiento respecto a la civilización austro-habsbúrgica, a la que le dedica artículos breves y circunstanciales, poco más que decorosas formalidades. Mann habla con amable respeto de Grillparzer, Altenberg, Hofmannsthal y Kafka, pero sus observaciones no están a la altura de la complejidad de ese mundo que sustancialmente se le escapa, como se ve con particular evidencia en el caso de Kafka, a cuya grandeza rinde desde luego homenaje, pero sin rozarla siquiera. También en las Consideraciones ese mundo – que sin embargo habría podido ofrecerle un formidable contraaltar anárquico – conservador a la democracia palabrera de los literatos de la civilización – está ausente. En esas páginas Mann se contraponía a la modernidad progresista en nombre de una tradición más antigua, pero en realidad reciente y, por si fuera poco, mucho más comprometida con esa modernidad occidental que lo que él creía. Su "apoliticismo" alemán es esencialmente protestante, es por consiguiente una matriz de la modernidad revolucionaria, democrática y política. La tradición austríaca, católica y barroca se remonta a una ecumene mucho más antigua y profunda, a una unidad mucho más radicalmente "otra" respecto a la modernidad democrática y precisamente por ello extraordinariamente capaz de abrirse a la comprensión y expresión de la crisis contemporánea, posmoderna, al mundo incierto, fragmentario y tentacular nacido de las ruinas de la totalidad moderna.

Thomas Mann era extraño a la ecumene danubiana plurinacional; aunque haya visto aguda y generosamente el genio de Musil, permaneció extraño a la radical revolución del lenguaje y la novela que llevó a cabo – con una simbiosis de arte y ciencia lejanísima de las formas y el espíritu de la gran épica decimonónica – la literatura austriaca del siglo XX.

La temática de los ensayos de Mann es amplísima, signo de una versatilidad y una disciplina que van en aumento según pasan los años, en un crescendo de compromisos y deberes que acaba por abrumarle y lo induce a refugiarse, en un gesto extremo de defensa, en el manierismo y el estereotipo, en medio de los cuales, en los momentos más insospechados, resplandece el relámpago del genio o la malicia del mago. Geniales aperturas sobre la literatura universal, ora ambivalentes (las miopes reservas acerca de Strindberg) ora generosas (la admisión de que era incapaz de escribir grandes cosas como Lord Jim); evocaciones autobiográficas de distinto calibre y longitud, casi elásticamente modulables a placer; comentarios a las peripecias políticas de decenios espantosos, autointerpretaciones de sus propias obras maestras, divagaciones sobre el cine y el teatro, conversaciones radiofónicas. Un compromiso político acuciante y noble, sobre todo en su lucha contra el nazismo, que exige un alto precio, porque Mann se da cuenta, como escribió en una ocasión, de que no se trataba sino de "sermones" – sermones democráticos, más necesarios en aquel momento que una obra de arte, pero sin embargo pensados siempre por quien, en las páginas de las Consideraciones, había visto con agudeza en la perenne movilización a favor de la expresión de opiniones y la predicación uno de los más graves riesgos y más pesados fardos para el escritor contemporáneo.

A veces, igual que un órgano forjado por lo menos en parte por la función, el sermón se expone a convertirse en un hábito, a convertirse en el estilo y el tono estable del escritor; un estilo perfecto pero demasiado hermoso, demasiado liso, demasiado tranquilizador, que transforma una falta de magnanimidad en una benevolencia ceremoniosa y oficial, prodigada a todos como si fuera un cigarro o una cruz de caballero. Ese refinado decoro se vuelve casi indecoroso en el tono con el que, por ejemplo, Mann escribe el prólogo a un libro en memoria de su hijo Klaus, que se suicidó tras una vida de cuyos padecimientos la frialdad del padre no era desde luego del todo inocente. Resultan intolerables la falta total de tormento y la noble mesticia, casi complacida, con las que Mann habla de la "vida precozmente concluida de mi querido hijo" que se ha ido "sin preocuparse de las penalidades de todos nosotros", comentando con una exclamación retórica ("¡oh, cuánto en contra de mi afecto!") el hecho de haber proyectado una grave sombra sobre su vida e incluso casi enorgulleciéndose de no experimentar "amargura si al final no pudo pensar en nosotros", como si se tratase de un extraño o de alguien con un sentimiento de culpa respecto a él y no al revés. Quizás, en todo este asunto, hay que ver también el peso del trabajo y de la intercambiabilidad de todo, de la indiferencia que ello trae consigo, al igual que el dinero.

Lo mismo que a Goethe, también a Mann se le pidió acaso demasiado, aunque también se le diera mucho y aunque, como decía Cassio, si somos esclavos la culpa no es de las estrellas, sino de nosotros mismos. También en esa férrea y perseverante disciplina en el desempeño de los cometidos que el mundo le requería, Mann se identificó con Goethe y con su extraordinariamente sobrio sacrificio burgués. Hay algo heroico y al mismo tiempo también mecánico en su predicación, en su conversación, en sus intervenciones en la radio, sus ponencias, sus prólogos o sus respuestas a las innumerables cartas que recibía. Ningún orador oficial escapa al peligro de ser objetivamente falso, falso de buena fe, como Mann había aprendido del vituperio que le endilgó Strindberg a Bjornson. Mann afrontó ese papel, que no excluye riesgos de ese tipo, altos riesgos porque están en proporción a la estatura del escritor.

A veces – y se trata de alguno de los deslices más llamativos – algunos ocasionales escritos de encomio, sinceros y a la par ambiguos, sirven para tratar de arreglar, en la vida, lo que la verdad del arte ha desgarrado. Eso es lo que ocurre, por ejemplo, con los halagos pronunciados sobre Gerhart Hauptmann en circunstancias oficiales. Mann, de un modo claro y reconocible, se había inspirado en Hauptmann para el personaje de Mynheer Peeperkorn de La montaña mágica, imagen de una magnánima vitalidad y a la par de un pomposo y radical vacío. En los ensayos, igual que en una carta al propio Hauptmann, intenta poner remedio a la herida infligida al colega con aquel retrato, pero no se trata sólo de doblez o habilidad diplomática, de una forma de escribir aquellas páginas que llegan a ser crueles y luego distanciarse, sin renegar de ellas, para amansar al amigo ofendido, poniendo así a buen recaudo tanto el libro como la amistad.

Mann sabe que los rasgos de Hauptmann le sirvieron para trazar un retrato de un tipo humano universal al que no está dispuesto a renunciar por miramientos humanos, y no sólo por egoísmo de artista, sino también porque la ética del arte – del trabajo artístico – exige representar esa realidad, que genera dolor en alguien y enriquece humanamente a los hombres. Sin embargo sabe que la verdad de la vida – ciertamente no menos importante que la del arte – es más compleja que esa representación artística y no se deja reducir a ella. Las precisiones, los reparos, los retoques que hace en sus homenajes a Hauptmann no modifican la verdad de Mynheer Peeperkorn, pero perfilan mejor la de Hauptmann, impidiendo su vulgar identificación con la anterior.

Ese es quizás el tema esencial del arte de Mann, de su grandeza y su conciencia de culpa; tema que trató ya en aquel breve, juvenil y espléndido ensayo titulado Bilse y yo, de 1906, nacido como consecuencia de las reacciones que Los Buddenbrook habían provocado en Lübeck. La novela, que calca pormenorizadamente muchas figuras de la ciudad, generó un resentimiento unánime de ésta hacia Mann: en parte a causa de una efectiva falta de caridad con la que a menudo plasma a los personajes reales, abusando parasitariamente de ellos para convertirlos en objeto de su representación literaria más que participando con verdadero amor en su destino; en parte debido al insuperable equívoco que surge siempre entre un determinado mundo y la poesía que lo representa – con afecto, pero también con esa distancia crítica sin la cual no hay poesía ni amor, sino sólo obtusa retórica.