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Hesse es un intenso poeta de esa antinomia entre vida y forma – entre unidad indiferenciada del Todo y existencia individual, entre momento dionisíaco y momento apolíneo, entre vida y espíritu – que anima a buena parte de la literatura europea desde finales del siglo pasado a los primeros decenios del XX. Como escritor humanista que tiende a la armonía, Hesse se da cuenta perfectamente de que toda armonía alcanzada es momentánea e ilusoria, al igual que los contrastes que ha recompuesto, y que la desavenencia resurge enseguida, inextinguible como el propio fluir de la vida. El espíritu castalio, del que habla el fragmento citado, tendría que haber resuelto ya el conflicto con el mundo, porque ha absorbido y trascendido en él las contradicciones del mundo, tras años de paciente y ascético estudio contemplativo. Es más, el espíritu castalio – simbolizado por la perfección del juego de los abalorios, que combina y sublima todas las fuerzas y los valores de la vida en la pureza inmaterial y pitagórica de una cifra o de una ley musical – matemática – es el mundo, debiera ser la fórmula y la quintaesencia del mundo propiamente dicho, su síntesis. Pero toda síntesis deja siempre fuera amplias partes y componentes de la realidad, con las que después se las tiene que haber, en una nueva síntesis. Llegado a la cima de la jerarquía castalia, Josef Knecht siente que el mundo queda sin embargo siempre lejos, fuera del tranquilo reino del espíritu, y sale de Castalia para aventurarse en él, encontrando la muerte en un lago.

También de esta desavenencia quiere Hesse hacer un concierto, la armonía musical de quien ha comprendido que no hay lucha entre espíritu y mundo sino que cada uno de los dos es también el otro. Como poeta de ese conflicto, Hesse lo afronta de forma singular, contradictoria y ambigua pero original. Se sitúa lejos de cualquier solución dialéctica de los contrastes, de cualquier fe en una síntesis hegeliana que supere y anule a esos opuestos que él, en su visión mística y pánica, quiere mantener en su insuprimible particularidad y que por consiguiente se niega a sacrificar a una síntesis o a un proceso de síntesis sucesivas que los elimine. Hesse está por lo demás también lejos de la mediación manniana, que busca en la oscilación entre los opuestos una solución intermedia que salve a ambos suavizándolos en la ironía y distanciándose en la parodia conciliadora y desmitificadora, que permite "purificar el aire", como dice Adrián Leverkühn, y tomar así parte, con distancia pero con afecto, en la fiesta de la vida. Hesse lo quiere todo; quiere la identidad del Uno y lo Múltiple y la quiere ahora. Es más, da esta identidad como algo presupuesto y presente, intuible para quien sepa abrirse humildemente a ella e inalcanzable por parte de toda voluntad de aferraría, pues la pierde precisamente a causa de la arbitrariedad y la presunción implícitas en la intencionalidad intelectualista.

Muchas páginas de Hesse, y tal vez las mejores, plasman la revelación de la identidad de la vida en el remolino de sus fenómenos y mutaciones, que la poesía trata de captar en su unidad o bien en su simultaneidad (puesto que la Vida siempre idéntica y omnipresente en su fluir ignora los límites categoriales de espacio y tiempo) luchando con las barreras inherentes a la dimensión lineal del lenguaje, que desgaja la visión simultánea en una sucesión temporal y recorta del mar de lo indiferenciado las diversas individualidades. Knulp, el vagabundo de la novela homónima, contempla las colinas del crepúsculo sintiendo que la luz que está a punto de apagarse y la misma vida humana, hermosa y breve como unos fuegos artificiales en la noche, son un concierto de beatitud, y al final, mientras se está muriendo, oye la voz de Dios que dice la gran verdad: "Todo es como debe ser." Emil Sinclair, el narrador en primera persona de Demian, va en busca de Abraxas, la divinidad que es al mismo tiempo Dios y Demonio, y el retrato que dibuja es a la par el del rostro de su amigo Demian y el de su amada Beatriz, el de Eva, la gran amante – madre, y el suyo propio. El último verano de Klingsor es todo un enfebrecido canto a la identidad de la vida y la muerte, a la guadaña afilada que está al acecho entre el rojo follaje del otoño que es, al mismo tiempo, una explosión de colores y vitalidad, limo primordial y estrellas lejanas. En Klein y Wagner el protagonista percibe, mientras se está ahogando suicida en el río, "la música del cosmos", el unísono maravilloso y terrible de todas las cosas.

Siddharta aprende del río la verdadera imagen y realidad de la existencia, liberada de las categorías de espacio y de tiempo: el río es siempre igual y distinto, es a la vez el manantial la cascada el curso tranquilo y la majestuosa desembocadura; cuando su amigo Govinda se inclina para besarle en la frente, ve que el rostro sonriente de Siddharta, aun siendo todavía el rostro de Siddharta, es asimismo una miríada de figuras, de formas y mutaciones, la totalidad simultánea de lo que ocurre en el mundo y que solamente el espíritu humano está obligado a escindir, a poner en orden secuencial o en una relación de exclusión recíproca, a desgajar y descomponer. El lobo estepario transfiere en fin este motivo al interior de la unidad psicológica del yo individual y del mecanismo de sus pulsiones y afectos. Medio burgués como es debido, medio lobo feroz, Harry Haller es en realidad una multitud de núcleos psíquicos o de fragmentos de núcleos psíquicos que se condensan en cristalizaciones provisionales y se disuelven y separan continuamente; la dimensión más verdadera de esta vertiginosa alternancia de papeles, en la que el principio de individuación se exaspera hasta el punto de negarse a sí mismo y a cualquier forma finita definitiva, es el sexo, cuya proliferación indistinta es el amor a la vida entera.

La originalidad de Hesse en la representación de este tema – que ha contado con muchos grandes poetas, desde la literatura fin de siecle al Aleph de Borges o a la Odisea en el espacio de Kubrick – estriba en el hecho de que no sólo intenta conciliar las contradicciones vitales en la imagen de la unidad de la vida, sino conciliar también la concepción mística del Gran Uno, tendencialmente antirracionalista y amoral, con una concepción y un compromiso moral, que se basa en el dualismo del bien y el mal y en el juicio erigido por encima de la vida. Hay en la vida y en la obra de Hesse un fecundo contraste entre el irracionalismo de su visión pánica y la racionalidad humanística de su posición y su opción moral. En sus páginas resuena continuamente das Jaund Amenlied, la canción del sí y así sea: si Dios proclama a un Knulp moribundo que todo es como debe ser, el cósmico río de las criaturas le revela a un Klein a punto de ahogarse que "lo único que existe entre la vejez y la juventud, entre Babilonia y Berlín, entre el bien y el mal, el dar y el tomar, lo único que llena el mundo de diferencias, valoraciones, dolor, disputas o guerra es el espíritu humano, el joven impetuoso y cruel espíritu humano bajo la forma de la juventud turbulenta, todavía lejos de la sabiduría, todavía lejos de Dios. Él inventa contrastes, inventa nombres. A algunas cosas las llama hermosas, a otras feas, éstas buenas, esas otras malas. A un trozo de vida se lo llama amor, a otro homicidio […] Pero Dios no se daba ningún nombre a sí mismo. El quería ser nombrado, quería ser amado y exaltado, maldecido, odiado, adorado, porque la música del cosmos era su casa divina y era su vida – pero le era indiferente el nombre con el que se le alabara, se le amara u odiara, y si ante él el hombre buscaba la paz y el sueño o bien la danza y la locura".