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Demian y El lobo estepario son en este sentido una mina de observaciones, que plasman con profética clarividencia la trama de manías, angustias y tonterías de la que estaba compuesta la imagen de la burguesía europea en torno a la Primera Guerra Mundial o en los años de entreguerras. Siendo un humanista conservador como era, en cuanto ligado a una herencia de valores que había que salvaguardar, Hesse no cedió sin embargo a ninguna de las tentaciones de restauración: en Demian, Pistorius, el organista en el que Sinclair ve a un posible Mesías o por lo menos un compañero de viaje en la búsqueda del Dios-Diablo, fracasa al final porque, en lugar de dirigirse hacia el porvenir, se demora entre los escombros de mundos declinados, entre las reliquias del espíritu del pasado y el sueño del paraíso perdido, "de entre todos los sueños el peor o el más mortífero".

Igual que sus amadísimos Nietzsche y Dostoievski, Hesse tiende mesiánicamente hacia el hombre nuevo, hacia una nueva forma del yo individual. Cada uno de sus héroes es, como Sinclair, "un parto de la naturaleza lanzado hacia lo desconocido, quizás hacia algo nuevo o quizás también hacia la nada". En este sentido es en el que Hesse imprime un acento revolucionario a esa identidad de la vida que se justifica a sí misma y que en caso contrario podría asumir la tonalidad de un obtuso irracionalismo. La verdad última de Knulp, "todo es como debe ser", podría parecer, en clave místico-poética, la quintaesencia del detestado espíritu burgués, que justifica las cosas tal como son identificando los hechos con los valores y excluyendo cualquier utopía, cualquier esperanza y cualquier liberación de la realidad presente. Pero a Knulp Dios le revela asimismo el significado de su existencia, que ha sido el de "dar vueltas por el mundo y llevar a los sedentarios un poco de nostalgia de la libertad".

El héroe de Hesse, portador de esa verdad y del sentido unitario de la vida, es el vagabundo, el viandante, el hombre sin casa y sin valores, el anarquista sin dueño. Vagabundos sin vínculo alguno que los ate, sin patria ni códigos de valor preconstituidos son Goldmundo y Knulp, Siddharta y Harry Haller, el lobo estepario; viandantes, es decir, nómadas del espíritu son Demian, su amigo Sinclair y el pintor Klingsor, que en todas partes y en ninguna se encuentra en su casa; desarraigado de toda religio humana y social es Klein, empleado falso y fugitivo. Viandantes en sentido espiritual son también no sólo los eternos peregrinos del relato alegórico Viaje a Oriente, sino también los niños, tan presentes en la narrativa de Hesse (de Bajo las ruedas a Peter Camenzind pasando por Alma infantil), si es verdad que, por lo menos a partir del romanticismo, el vagabundo es el hombre que se sustrae a su aplastamiento por el engranaje social para ser solamente él mismo, libre, feliz y tarambana como el tunante de Eichendorff, porque sólo es capaz de vivir e incapaz de adaptarse a cualquier reducción utilitarista de su persona.

Como antítesis del adulto unidimensional, el niño representa la vida íntegra, cuando no pasa a representar en cambio la integridad vital ya triturada por el mundo adulto. Los héroes de Hesse son los herederos del holgazán romántico de Eichendorff, que sólo vale para vagar por los bosques negándose a cualquier integración en el universo burgués. Tal vez la más extraordinaria poesía de Hesse sea la poesía del vagabundeo, la poesía de la calle y las estaciones, del largo caminar y de la breve pausa, de la familiaridad aventurera con la que el viandante se adentra en el mundo lejano, extranjero y sin embargo tan cercano. Narciso y Goldmundo, la sin embargo redundante y enfática novela medieval centrada una vez más en la desavenencia – identidad de mundo y espíritu, es una novela de la vida libre y vagabunda, incoercible como la naturaleza a través de la cual se desarrolla su deambular y dulce como el amor, la pausa de amor breve pero intensa que el camino ofrece siempre al vagabundo.

El viandante no sólo tiene sin embargo el atributo de la libertad, sino también una función social. Su cometido es el de introducir desorden en el estrecho orden de los burgueses, el de sacudir a los sedentarios de la entumecida y por consiguiente cruel limitación de su campo de visión y mostrarles los horizontes lejanos de otras posibilidades de vida, como hace con sus mujeres encendiendo en ellas – en el breve encuentro del que le es dado gozar, puesto que la caducidad es su destino – la nostalgia de las lejanías. El viandante es el anarquista que destruye los valores codificados para allanar el camino hacia otros; es el portador o la encarnación de la vida cambiante y una en sus cambios, que hace añicos cualquier forma agarrotada y monolítica de vida. Es pues la voz de la corriente vital que desquicia las certidumbres de los sistemas particulares cristalizados, pero esa anarquía suya recibe también una carga de compromiso moral y humanístico, porque se dirige no ya a predicar lo indistinto o la indiferencia hacia lo individual, sino a liberar las posibilidades vitales que todo código reprime e inhibe.

Al místico viandante-asceta indio, cuya inalterable sonrisa está dirigida a las cosas supremas y es indiferente a las miserias terrenas, le sigue el modelo del agudo y escéptico vagabundo chino, que busca la paz del corazón enmendando las deformaciones humanas y las mentiras sociales. El viandante es pues espíritu, porque es el espíritu lo que mella la rencorosa y pávida seguridad burguesa, pero es sobre todo sensualidad, voz del deseo rebelde que reivindica – como el pecador Goldmundo ante el santo Narciso – su propia plenitud libre y creativa. El viandante es el artista, capaz, al igual que Goldmundo, de "conjurar con el espíritu el encantador sinsentido de la vida que pasa, y de transformarlo en sentido", en cuanto que representa al hombre ligado a la sensualidad, que el mismo Narciso reconoce más cercana al gran origen materno y superior al espíritu paterno.

El viandante es pues para Hesse, como le había enseñado su amadísimo Nietzsche, el destructor de los viejos valores. Hesse es en efecto de los primeros en advertir la carga revolucionaria de las grandes figuras de las que suele apoderarse la ideología conservadora, gracias desde luego a sus contradicciones y errores: Nietzsche y Hamsun, viandantes y grandes poetas del vagabundeo, son dos de sus autores preferidos. Ya en El retorno de Zaratustra, pone en boca del desdeñoso e irónico solitario nietzscheano recriminaciones y burlas contra los pecados filisteos alemanes, como el nacionalismo y la obsesión de ser incomprendidos y traicionados. Naturalmente, Hesse está demasiado desencantado como para no entender que desde los tiempos de Eichenclorff han cambiado también el destino y el itinerario del viandante. El paisaje en el que se aventura el trotamundos moderno ya no es la amistosa libertad del bosque, en el que cabe ser despreocupados y felices, sino que es el mucho más inhóspito paisaje ciudadano, el adoquinado de la inhumana y alienada metrópolis moderna en la que están en vigor leyes anónimas y rígidas que ponen mucho más duramente a prueba la libertad del individuo.

Igual que su admirado Knut Hamsun, cuyos vagabundos sin ley yerran por los bosques de la Nordland pero también entre las más amargas piedras de Cristiania, también Hesse hace caminar a sus nómadas por los bosques, como a Siddharta, o entre los campos, como a Goldmundo o Knulp, pero asimismo por la ciudad y el mundo burgués, como a Klein y Harry Hallen En ambos casos el nómada tiene que volver a espabilar la vida de los sedentarios, pero mientras que en el mundo arcaico preburgués conserva intacta su indómita y gozosa libertad, en la tortuosa y lacerada sociedad burguesa el viandante se encuentra amenazado en lo más íntimo de sí mismo, está obligado a vivir en él mismo las laceraciones y cadenas contra las que se alza en rebeldía, en una rebeldía que se hace estridente y cuyo heroísmo sólo puede ponerse de manifiesto en la disonancia. De la misma forma que el viandante nietzscheano o hamsuniano es fatalmente reacio y soberbio respecto a la desenfadada y abandonada soltura del zascandil de Eichendorff, también Klein y Harry Haller dan muestras, no ya de la regia integridad de Goldmundo y Siddharta, sino de una angustiosa escisión y una sañuda cautela defensiva.